martes, 13 de octubre de 2009

PRENSA. CINE: "El tiempo de los zombis", por José Abad




En "El Día de Córdoba", este artículo sobre el cine de zombis, firmado por José Abad: El tiempo de los zombis.

Lo reproducimos a continuación:

Los monstruos jamás aparecen porque sí. El monstruo suele ser expresión de un temor previo, latente o manifiesto, en la sociedad que lo imagina; de no ser así, aparte del sobresalto, no provocaría ninguna reacción. Hagamos un veloz recorrido por la galería de monstruos clásica. La criatura de Frankenstein nació en el XIX en respuesta al pánico que las primeras conquistas científicas inocularon entre las gentes. El vampiro, por su parte, personificaba un ramillete de impulsos reprimidos en la sociedad victoriana: el amante que entraba de noche por la ventana era, en realidad, un pervertido cuyo único afán era derramar la sangre de muchachas vírgenes mientras dormían plácidamente en su alcoba. La Momia representaba lo que venía de una tierra y una edad ajenas al cristianismo, aquello que no habría dado un paso atrás si echabas mano a un crucifijo. En el hombre lobo espanta nuestra animalidad.

Si cada época tiene sus monstruos (sus miedos) propios, en la nuestra ocupa un lugar de honor el zombi, un legado del patrimonio vudú convenientemente occidentalizado, a quien el cinéfilo conoce desde antiguo: todo buen aficionado recordará aquella hermosísima película de Jacques Tourneur, Yo anduve con un zombi (1943), en la que el muerto viviente se presentaba no como amenaza para la protagonista, sino como elemento que dinamitaba sus convicciones; no un peligro para su persona, sino para sus creencias. El responsable de la mutación del zombi en alimaña antropófaga es, como todos sabrán, George A. Romero. En La noche de los muertos vivientes (1968), Romero reemplazó el imaginario vudú por otro de serie B, arropado por un nihilismo muy sesentero, en la que acabó siendo una atroz ilustración de las teorías de Thomas Hobbes. Al igual que éste, Romero ve al hombre como lobo para el hombre, literalmente.
Los zombis de Romero abandonaban sus tumbas para abandonarse, a su vez, a sus instintos primarios (esa hambre voraz jamás saciada) sin respetar vínculos sociales o emocionales; de hecho, los platos fuertes de la función acabaron siendo aquel momento en que una niñita asesinaba limpiamente a sus padres o aquel otro en que un hombre, en una variante gore del incesto, devoraba a su propia hermana. El muerto viviente es un oxímoron, y como tal, una transgresión. Ni conoce reglas ni pueden aplicárselas. Nada pueden contra él las ristras de ajo o las balas de plata, y lo mismo ataca con la luna llena que a plena luz del día. No hay escapatoria. Su punto débil es el sistema nervioso: debes levantarle la tapa de los sesos antes de que te coma el brazo.
George A. Romero convirtió aquel filón en trilogía. En su siguiente película, Zombi (1978), propuso una cínica parábola de la sociedad de consumo: las hordas caníbales, guiadas por una pulsión inapelable, rodeaban un supermercado en busca de alimento: las pocas personas que habían encontrado allí refugio. El día de los muertos (1985) ofrecía otra propuesta radical: la violencia desplegada por los últimos representantes de la especie humana era equiparable a la violencia de las jaurías zombis. Todos eran igual de monstruosos. Dada la buena salud actual de estas criaturas, Romero ha vuelto sobre sus fueros. Lamentablemente, su cuarta aportación a los anales zombis, La tierra de los muertos vivientes (2005), es un relato ramplón y de interés muy limitado. A ésta le han seguido El diario de los muertos (2008) y Survival of the Dead (2009).
¿A qué se debe su éxito? Según una lectura superficial, el zombi personificaría cierta crisis de valores y subrayaría, con trazo grueso, el abandono del individuo a una encarnizada lucha contra sus congéneres, según la cual aguantará hasta el final el más dispuesto a comerse al prójimo. En otro orden de cosas, el zombi satisface con creces la lógica del súper-espectáculo hodierno: ya no nos basta un monstruito para soliviantar la platea, deben ser millares. Pero también, y esto es más interesante, alumbra algunos aspectos ingratos de la globalización o la masificación. En esta aldea planetaria, donde una gripe surgida en los derrumbaderos de un poblacho chino puede contagiar a los príncipes de Wall Street, el zombi personifica la pandemia, la infección fuera de control, la plaga, el imperio del caos.
El boom ha traído consigo varios remakes de títulos clásicos. Zack Snyder debutó en el largometraje con Amanecer de los muertos (2005), una notable puesta al día de Zombi, con una primera media hora excepcional, que introdujo curiosas innovaciones: respecto a los primeros muertos vivientes, de lento caminar y torpes maneras (lógico: el ser redivivo debe vérselas con el rigor mortis), los de Snyder son velocísimos y vigorosos; unos auténticos depredadores. Ha habido interesantes variaciones. La estética zombi está presente en 28 días después (2006), aunque en este filme la enfermedad sea una especie de rabia que convierte al infectado en una criatura histérica, que se agrupa y ataca en bandadas. También España ha hecho una aportación singular, [REC] (2007); aquí, la infección que transforma a los hombres en alimañas, y devuelve los muertos a la vida, está ligada a otro tema caro al cine de terror: las posesiones diabólicas.
[REC] es un relato en un presunto tiempo real muy logrado. Como la película fue un éxito, ahora Jaume Balagueró y Paco Plaza han puesto en pie [REC] 2, que es lo mismo, como decía aquel, pero no es igual. Plaza ha declarado que la idea fundamental de esta secuela es la de "que siga la fiesta", y el filme satisface con creces tal premisa.

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