domingo, 11 de octubre de 2009

LECTURA. "El laberinto de Creta", cuento de Marco Denevi



EL LABERINTO DE CRETA

La casa donde nació Teresilda Palomeque tenía cuarenta habitaciones, diez patios y ocho jardines.
Sin prisa y sin pausa se le fueron muriendo los padres, los hermanos todos solteros pero con una picadura en los huesos, las hermanas todas casadas aunque de salud muy frágil.
Teresilda, la menor, no se casó y sin embargo persistió en vivir sola y unánime en la insondable mansión.
Deambulaba por los aposentos, se paseaba por balcones y belvederes, subía y bajaba escaleras, trepaba a los áticos y a las terrazas, descendía a los sótanos, recorría los pasillos, las logias y los diez patios, serpenteaba entre los muebles y mariposeaba en los jardines.
En la vecindad corría el rumor de que Teresilda se había dividido en quince o veinte Teresildas todas iguales, porque costaba creer que una sola abriese tantas puertas y se asomase a tantas ventanas, por no mencionar el hecho increíble de que no tuviera el menor vestigio de fatiga ni alguna sirvienta que la ayudase en los quehaceres.
Una vez al mes los sobrinos la visitaban para aliviarle hoy un marfil y mañana una tetera de plata y le decían:
—Por Dios, tía Teresilda. Es absurdo que te empeñes en vivir sola en este tremendo caserón. El día menos pensado amanecerás muerta de esa misma fatiga que estás acumulando sin darte cuenta pero que en cualquier momento se te caerá encima como una montaña.
Y agregaban con alguna brutalidad, fruto de la preocupación:
—Si es que antes no entran ladrones y te estrangulan o te clavan un puñal en el pecho.
Al fin Teresilda se convenció de que se sentía cansada, aparte de amenazada por la delincuencia. En seguida los sobrinos iniciaron los trámites.
Una mañana Teresilda supo que la llevaban a una escribanía y que le hacían firmar unos papeles. Y esa misma tarde se enteró de que se había mudado a un departamento de la calle Vidt llevándose algunos muebles porque para qué más, Teresilda, por Dios, gemían los sobrinos, quienes en seguida la dejaron sola para distribuirse el resto del mobiliario.
Teresilda estaba habituada a la soledad, así que se sintió a gusto. Pero también estaba acostumbrada a las felices correrías por las habitaciones, y quiso reanudarlas.
Dio un paso y tropezó con una pared. Dio otro paso en dirección contraria y chocó contra otra pared. Volvió a cambiar el rumbo y se llevó por delante una cómoda. Giró y la detuvo una mesa. Volvió a girar y embistió un aparador.
Vio una puerta, la abrió y no era una puerta para salir sino para entrar. Retrocedió, se golpeó con una ventana, quiso abrirla y asomarse, se asomó y del lado de afuera estaba el lado de adentro. Miró y miró y donde miraba los ojos se le hacían pedazos.
Entendió que estaba atrapada en un laberinto, en los vericuetos de una arquitectura caótica, en un dédalo tan enredado que no habría forma de salir, y ella moriría de hambre y de sed o devorada por algún minotauro.
Para qué gritar: nadie la oiría desde la remota calle Vidt.
Un mes después los sobrinos la buscaron por todo el único cuarto del departamento, la buscaron en la cocina americana y en el baño empotrado, la buscaron hasta en el pozo de aire y dentro de los muebles. Pero no la encontraron.
Es un misterio cómo habrá podido Teresilda abandonar el laberinto y fugarse nadie sabe a dónde.

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