María Rosal
Nosotros, los de entonces,
no sabíamos besar.
Tuvimos esforzados maestros.
Y, alumnos
aplicados, sacábamos la entrada
a la función de cine de las siete,
por la módica suma que mi madre
asignaba a la berza del cocido.
Eran ciegos los besos en la última fila
de nuestro territorio,
aquel al que llamaba Paraíso
con gran solemnidad la taquillera.
Te besaban con ansia
como quien lleva un lustro
de sed en la garganta
y había que bregar
para no perecer por causa de la asfixia.
Gran peligro de ahogo,
como mandan los cánones
de la pasión y de la clandestinidad.
Y hasta hubo quien consiguió cum laude
en artes amatorias. Pocos besos
más dulces que los besos robados
a la luz vacilante del cinemascop.
Mientras Bogart pensaba -el muy ingenuo-
que siempre les quedaría París,
nosotros,
los de entonces, hacía tiempo
que habíamos asaltado
la Bastilla.
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