domingo, 12 de junio de 2011

PRENSA CULTURAL. Homenaje a Jorge Semprún: "Cinco aproximaciones a un largo viaje" (1), por Bernard Henri-Lévy

Jorge Semprún

   En "El País":
Cinco aproximaciones a un largo viaje (1)

BERNARD-HENRI LÉVY 09/06/2011

   Jorge Semprún recibirá el homenaje póstumo de la 'Fundación Amigos del Museo del Prado'. Lo que sigue es el discurso del pensador Bernard-Henri Lévy sobre su legado múltiple que leerá en la ceremonia, prevista para el 28 de junio.

   No puedo hablarles de Jorge Semprún sin comenzar por hablarles de la guerra de España.
   Ciertamente, él no tiene más que 13 años en 1936. Dieciséis cuando su padre, José María Semprún, antiguo gobernador civil de las provincias de Toledo y Santander, se exilia definitivamente en Francia después de haber representado en La Haya al Gobierno republicano. Pero tiene, con apenas tres años de diferencia, la edad de mi propio padre al llegar a Barcelona para alistarse en las filas de las Brigadas Internacionales. Como él, admira al George Orwell de Homenaje a Cataluña. Como él, ha leído a Dos Passos y sobre todo a Hemingway, que habían venido a mezclarse en una guerra que no era en principio la suya y que les movilizó cuerpo y alma. "Nuestra guerra", diría él más tarde durante un encuentro en un restaurante de Madrid, en pleno franquismo, con un Hemingway que había vuelto para ver a Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. "Nuestra guerra", pensaría en esos tiempos irracionales en los que no era ya, o no todavía, Jorge Semprún, sino un falso sociólogo regresado, también él, como Hemingway, bajo una falsa identidad, para seguir el combate entablado por otros, bajo otras formas en 1936. "Nuestra guerra", insistiría, para designar esta guerra civil que él no libró pero a cuya sombra ha crecido y vivido. "Nosotros empleamos siempre este posesivo para nombrar la Guerra Civil. Sin duda para distinguirla de todas las demás guerras de la historia. ¿Cómo compararla, por otra parte, a las demás guerras de la historia? Era imposible". Y el hecho es que en todas sus novelas españolas y, más allá incluso de sus novelas, en todos los compromisos de su vida magnífica, esta guerra ha tenido siempre el mismo sitio: la primera cita, la escena absolutamente primitiva, la primera cornada a la que debieron hacer frente, en una tauromaquia política que no era más que literatura, los hombres libres del siglo XX; ese momento de luz sangrienta en el que la barbarie contemporánea vino a dar sus tres golpes, pero no sin que el espíritu de resistencia, el gusto del coraje y la justicia, la idea de una política ajustada a la grandeza, no se hayan autorizado a responderle.
   Yo tengo 25 años menos que Semprún.
   La misma diferencia de edad entre Semprún y yo que entre Semprún y, precisamente, Hemingway.
   Pero estoy tentado, yo también, de decir "nuestra guerra".
   Una vez al menos, he dicho efectivamente "nuestra guerra" a propósito de una guerra que era, en mi opinión, la repetición de la guerra de España y que era la guerra de Bosnia.
   Y todavía hoy, en Bengasi, en la Libia libre, ¿cuántas veces no he visto superponerse, en mí, las imágenes que tenía ante los ojos y las que venían de nuevo de la viva claridad de una memoria tan pronto familiar como literaria?
   Y bien, cada vez, en cada una de esas situaciones, en esa extraña mezcla de vida y ficciones que volvía a asediarme y que a veces guiaba mis pasos, debo confesarles que volvían a primera fila -incluso si la guerra de España no era, como tal, el teatro y el argumento- la intriga de La segunda muerte de Ramón Mercader, la de Autobiografía de Federico Sánchez o los fantasmas de Veinte años y un día, la gran novela española de Jorge Semprún.
   Tal es mi primer Semprún. El primero que me viene a la mente cuando, incluso en silencio, lo evoco. Y el primero, por consiguiente, al que deseo hoy rendir homenaje. Semprún, el español. Un Semprún cuya herencia, según la célebre frase, no fue precedida de testamento alguno, aunque sea verdaderamente -en mi juicio como, creo, en el de la época- el heredero de la España roja. Nadie es responsable de su ascendencia. Ni, por supuesto, de la temporalidad en la que se inscribe, de buen o mal grado, su destino. Así es.

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