jueves, 23 de junio de 2011

PRENSA CULTURAL. REVISTA "MERCURIO". "Los cuernos de la abundancia", por Justo Serna

Lazarillo de Tormes, por Goya

LOS CUERNOS DE LA ABUNDANCIA

"La gran novela del XIX nos muestra personajes que se obstinan hasta alcanzar el prestigio del que carecen"

JUSTO SERNA

¿MADERA DE HÉROE?

   Quienes leemos novelas, las narraciones más portentosas, corremos un riesgo: el de convertir en auténtico lo que es simplemente ficticio; el de adoptar como modelo lo que es sencillamente inventado. Los personajes literarios sólo son esbozos de vida: criaturas que el autor concibe con retales, con calcos, con copias: con pedazos de la vida cotidiana o con restos del pasado. Son representaciones de virtudes y de defectos, en perfecta separación o en confusa mezcla. Son traslados de comportamientos individuales y colectivos.
   Los escritores toman de la realidad aquellos actos que para bien o para mal les inspiran: lo que hicieron con esmero o lo que malograron; la abundancia que anhelan o la felicidad que jamás alcanzarán. Son hechos auténticos o son ensueños de la fantasía. Lo que place y lo que duele. Sobre todo lo que duele. Decía Jorge Luis Borges refiriéndose a los poemas homéricos que los dioses mandan desgracias a los humanos para que a éstos no les falte algo que cantar. O algo que contar: algo que el auditorio y el lector, los destinarios y el público puedan tomar como ilustración, como ejemplo. Las desdichas curten y templan: las fatalidades y las perversidades sirven de gran enseñanza, de experiencia negativa.
   ¿Y qué hacen los escritores con esos caracteres? Los plasman, les ponen un nombre propio, les dan el hálito vital, los convierten en personajes. Obran como dioses, moldeándolos con mayor o menor maña. Así satisfacen los apetitos o exorcizan los temores. Confirman lo que esperan o, por el contrario, rectifican la vida. Son los demonios interiores, en palabras de Mario Vargas Llosa. Son los fantasmas internos, según Ernesto Sábato. Vale decir: recreaciones de objetos latentes o manifiestos que proceden del mundo personal. O son herencias externas, restos de un pretérito colectivo, atávico o remoto, que se resiste a morir y que ahora encuentra nueva vida. “Cada generación”, dice Norbert Elias, “elige ciertas ruinas del pasado y las dispone según sus propios ideales y valoraciones para reconstruir sus vivencias características”.
   En ambos casos, lo individual o lo colectivo son restituciones de objetos perdidos, deseados o reprimidos. Pero lo reprimido vuelve, como nos advirtió Sigmund Freud: regresa de manera desviada, a veces irreconocible, como una formación de compromiso. De ahí que los personajes no sean por fuerza espejos de individuos históricos: más frecuentemente son reflejos desfigurados, aleaciones varias, híbridos de tipos humanos y de fantasías jamás existentes. Por eso hay que leer con cuidado y por eso hay que identificar con cautela. Los personajes no son necesariamente remedos, sino remedios: compensaciones más que duplicados. Han emprendido acciones y han tomado decisiones. Se parecen extraordinariamente a nosotros. Hablan y callan; hacen y fantasean; conjeturan y realizan. Mienten. Justamente porque se nos parecen es por lo que podemos medir y sopesar la vida real, la nuestra, con la vara y los cedazos de la ficción, con los moldes y con los modelos de la imaginación.
   Aceptamos las provechosas lecciones que nos pueden impartir los titanes. Aunque, como todo lector sabe, en las novelas hay numerosos caracteres que no tienen madera de héroe. Vemos, sí, tipos positivos, decorosos, gentes de una pieza o de moral inconmovible. Pero en la novela, este género secular y demasiado humano, aparecen también frecuentísimos personajes desvergonzados y calamitosos, individuos turbios o sencillamente vulgares, sujetos que dudan o que flaquean, que jamás se comportarán como los héroes clásicos. Son, por ejemplo, aquellos que trepan con astucias, que actúan con doblez, con ardides y patrañas, para así abandonar los estratos más humildes. Ascienden, sí, pero con estigma. Son personajes que nacen menoscabados o con lastres que jamás se sacudirán, pobres almas que no mejorarán.
   De todos ellos hay uno que aún nos inspira toda nuestra piedad, uno que ha sido fuente directa o indirecta de tantos otros caracteres novelescos. No nos podemos fiar de él, sin duda. Entre otras cosas porque es un embustero: carece de rectitud moral. Pero, ay amigos, qué pena nos da. ¿A quién me refiero? A Lázaro de Tormes. ¿Es un héroe? De acuerdo con los cánones homéricos que aún llegan hasta el siglo XVI o hasta nosotros, Lazarillo carece de toda grandeza: lleva un camino equivocado. Es hijo de un molinero y de una lavandera, y su existencia no es más que un servicio a amos ruines y roñosos cuyas mezquindades no tienen límite. Atiende y asiste a un ciego, a un clérigo, a un escudero, a un mercedario, a un buldero, a un pintor de panderos, a un alguacil. ¿Y a qué llega? Lázaro ha ascendido en la escala social, sí. Al final lo vemos muy bien colocado. Eso dice. Tiene un oficio real, que es una meta apetecible en la España de aquel tiempo: pregonero de Toledo, nada menos. Y está casado con la criada de un arcipreste. Pero Lázaro es un pregonero cornudo. ¿Es que, acaso, proclama el adulterio de su esposa? No, por Dios, él lo niega: su trabajo y su posición dependen en parte de su asentimiento, de su ceguera voluntaria.

   UN TIPO ORDINARIO
   Hace ahora cuarenta años que Francisco Rico publicó un ensayo clásico e imprescindible: La novela picaresca y el punto de vista. Apareció en Biblioteca Breve, de Seix Barral, y ahí sigue: en el mismo sello. La conmemoración de ese volumen nos invita a repensar al pícaro. Entre otras cosas, en las páginas de aquella obra, Rico celebraba la forma autobiográfica de la novela, la primera persona de su narrador, la perspectiva parcial del yo que relata y se dirige a Vuestra Merced; y alababa también el realismo antiheroico de Lázaro, un tipo nada recomendable que es forma temprana o inspiración remota o indirecta de tantas otras novelas.
   Los siglos venideros, las ficciones posteriores, traerán a individuos de baja estofa, gentes que logran prosperar a trompicones en un mundo que ya no es estamental. Pensemos en el siglo XIX: en ese tiempo son frecuentes las novelas con personajes que se valen de ardides eróticos, de tretas deshonestas, de enredos políticos, de agios municipales, de empresas lucrativas. La gran narración del Ochocientos, ya en el mundo burgués, nos muestra a herederos de Lázaro: personajes que se obstinan hasta alcanzar la posición o el prestigio del que carecen; individuos que han pasado hambre y penalidades y que ahora son codiciosos y rapaces; hombres cínicos que sobreviven entre nuevos amos y viejos cofrades.
   Pero, en las novelas del siglo XIX, las cosas no suelen acabar bien. ¿Acaso Lázaro acababa bien? Tal vez, es el precio que los autores han de abonar a sus destinatarios para así satisfacer el apetito justiciero o reparador. A cada uno, en efecto, se le pone en su sitio: es frecuente que los ambiciosos vayan a la ruina; como es habitual que los villanos sufran el castigo que merecen por sus fechorías; como es normal que los héroes regresen para recuperar sus tesoros. ¿Y los pícaros de la estirpe de Lázaro? El de Tormes no era bueno ni malo; tampoco tenía temple memorable. Lázaro Gómez Pérez era -es- un tipo ordinario, un individuo muy baqueteado por la vida, confundido, corrido, un don nadie, un niño sin lustre y un adulto sin provecho, un pregonero de bienes ajenos. Pero es también alguien que quiere dar entera noticia de su persona, lo poco que adeuda a quienes todo tienen y lo mucho que debe a su astucia. ¿Y eso quién lo narra?
   Pues nada menos que un héroe cornudo.

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