miércoles, 15 de junio de 2011

PRENSA CULTURAL. Homenaje a Jorge Semprún: "Cinco aproximaciones a un largo viaje" (4), por Bernard Henri-Lévy

Jorge Semprún

   En "El País":
Cinco aproximaciones a un largo viaje (4)

BERNARD-HENRI LÉVY 09/06/2011

   Jorge Semprún recibirá el homenaje póstumo de la 'Fundación Amigos del Museo del Prado'. Lo que sigue es el discurso del pensador Bernard-Henri Lévy sobre su legado múltiple que leerá en la ceremonia, prevista para el 28 de junio.

   Quiero hablarles del escritor.
   Quiero hablarles del gran prosista que es también, del que se sabe ya que quedará como uno de los más poderosos, más inventivos y más nuevos de la literatura de la segunda mitad del siglo XX y el principio del siglo siguiente.
   El maestro en palimpsestos.
   El narrador testarudo, un poco loco, cuya obra es como la reescritura interminable de algunas escenas de un pasado que nunca se ha decidido a pasar.
   Me gusta ese arte que él inventa, y que no pertenece más que a él, de volver a pasar incansablemente por las mismas estaciones de una vida cuyos sortilegios no acaba de escrutar para desencantarlos.
   Me gusta ese arte de la vuelta, el bucle o la espiral que me hace pensar a veces, tanto, en la práctica de la serie en la pintura contemporánea como en el gusto del cuestionamiento, es decir, de la rumia, en un Talmud que, sin embargo, él apenas conoce, que yo sepa.
   Me gusta que se pueda encontrar dos veces, tres veces la misma historia del mismo "muchacho de Semur", cada vez con una variante que cambia todo y enriquece el testimonio.
   Me gusta ese arte de la nueva toma que le hace volver, y nosotros con él, cada vez con nuevos efectos de transmisión y nunca jamás con la impresión de la redundancia, a Madrid, Joigny, Buchenwald, Praga, La Haya, Autheuil-sur-Eure.
   Me gusta esa bella idea de escritor, esa idea posproustiana y apenas menos fecunda, en mi opinión, que la gran hipótesis de La Recherche, según la cual la memoria se nutre de sí misma, crece de lo que escupe o de lo que se saca de ella; me gusta la idea de que los libros no desecan la memoria sino que la avivan; me gusta que él piense, y pruebe, que beber en sus recuerdos no los agota sino que los fertiliza; me gusta, dicho de otra manera, que vaya contra la idea recibida, y tan tonta, de una memoria masiva, pasiva, que esperaría, en el limbo, que se vaya a inventariar, tratar, sus stocks para ponerlos, una vez por todas, a la falsa luz de un relicario; y me gusta que él diga, por ejemplo, que tenía menos imágenes de los campos antes de haber escrito El largo viaje o Aquel domingo que después...
   Me gusta que haya hecho teatro: Gurs, esa tragedia política posbrechtiana que mostraba, en 2004, el famoso campo francés donde fueron encerrados los republicanos españoles vencidos y después algunos de los judíos en tránsito hacia Auschwitz; o ese Regreso de Carola Neher, que tampoco he visto nunca representado, pero que he leído, y en el que he sentido un estremecimiento, y un tono, que no había conocido más que en Camus, Giraudoux o Sartre, para limitarme a sus casi contemporáneos.
   Me gusta que haya sido un inmenso guionista de cine; lo vuelvo a ver, en Saint-Paul de Vence, en la Colombe d'Or, que es, desde nuestro primer encuentro, una de nuestras casas compartidas; lo vuelvo a ver con Colette, su mujer y compañera, y vuelvo a ver a los dos con Montand, su actor, discutir de una réplica de La confesión o de una situación de La guerra ha terminado como si se tratara de su misma vida; y me vuelvo a ver pensando que esa gracia que le hacía sobresalir tanto en un género como en otro, esa suerte que le permitía dialogar de igual a igual con uno de los mayores actores franceses de la época tan bien como con Shalamov o Alexander Solzhenitsin, eran lo más deseable que había en este mundo.
   Me gusta el filósofo -pues también es filósofo- que especula en Buchenwald, con su maestro Halbwachs agonizante, sobre la cuestión del mal radical.
   Me gusta que sea uno de los últimos vivientes (¿hay que decir superviviente?) con el que se puede hablar seriamente de esa filosofía alemana de la que nunca ha pensado que haber sido formulada en la futura lengua de los verdugos bastaba para condenarla (el mismo punto de vista, ¿verdad?, que Celan sobre la poesía...).
   Y me gusta, naturalmente, que este novelista, este testigo, este hombre de teatro y cine, este metafísico, haya sido también un hombre de acción, y qué hombre de acción: el maquisard, ya lo he dicho; el dirigente clandestino de un partido prohibido, es sabido; pero también, y es quizá lo más notable, el joven héroe que, a los 22 años, el 11 de abril de 1945, toma las armas para, con otros, liberar Buchenwald.
   ¿Quién puede jactarse hoy de ser este escritor total?
   ¿Qué queda para perpetuar esa tradición que él no encarna, después de todo, peor que un Sartre o un Malraux?
   ¿Está Semprún, como sucede muchas veces, demasiado presente, demasiado vivo -es igualmente demasiado modesto- para que salte a la vista, como tendría que hacerlo, la evidencia de esta filiación?
   No sé. Pero no me desagrada rendirle esta otra justicia.

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