La mujer valiente
Elvira Lindo 03/04/2011
"Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción". La frase no es mía, me la escribió un día Soledad Gallego-Díaz, y me alegró que fuera ella, periodista, tan cuidadosa con los hechos, quien advirtiera que la ficción tiene un poder de contener el mundo en la vida de un solo personaje, que de inmediato, por esos extraños caminos de la identificación, se parecerá a la del lector, y le hará compañía y le dará consuelo. Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción. Lo dijo alguien que había sido testigo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y que no supo o no quiso contarlo salvo a través de unos cuentos llenos de poesía y simbolismo, J. D. Salinger. Hay verdades que solo se pueden contar a través de las novelas. Me lo dijo un día el psicólogo José Luis Pinillos, que tanto sabe también de guerras y de la vulnerabilidad humana. Me confesó cuánto podía aprender un psicólogo de un buen retrato literario. Hay verdades que solo están en las novelas. Lo digo yo. Por mucho que se haya estudiado cómo era la vida de las mujeres en el siglo XIX, nada es más elocuente que la posibilidad de identificación con una de ellas. Con Jane, por ejemplo. Esa Jane Eyre que vio la luz por vez primera en 1847, firmada no con el nombre de su autora, Charlotte Brontë, sino con un seudónimo, Currer Bell. Por supuesto, se especuló mucho sobre su autoría y se atribuyó durante un tiempo, cómo no, a un hombre. Porque el hecho de que Jane Eyre hubiera sido escrito por una mujer hacía la historia aún más subversiva. ¿Cómo era posible que una niña que solo había conocido el desprecio y el maltrato de su familia, en el internado hubiera conservado intacta la dignidad y el deseo de actuar según su conciencia? Cuando yo leí este libro, con 12 o con 13 años, no eran esas las preguntas que me provocaba. No tenía en mente ninguna perspectiva histórica: Jane estaba actuando en el momento preciso en que yo me sumergía en sus páginas. Lo extraordinario es que no siendo mi situación personal en absoluto parecida a la de aquella pobre niña, el arrojo silencioso y contenido que muestra desde la primera página tuviera tal influencia sobre mí. De la misma forma que en un verso de Salinas el amante le dice a su amor: "Es que quiero sacar de ti tu mejor tú", hay libros, aquellos que se leen en un momento crucial de la vida, que sacan de nosotros nuestro mejor yo, o que nos ayudan a reconocer lo que somos y no lo que los demás quieren que seamos. Veo la nueva versión que de Jane Eyre se ha llevado al cine y pienso en cuál es la razón por la cual ese personaje, Jane, mantiene su valor inalterable en el siglo XXI, visto ahora por una mujer dueña, en la medida en la que una puede poseerla, de su propia vida. Es posible que esta sea la versión que más me ha gustado. Esa jovencísima actriz, Mia Wasikowska, sabe darle al personaje esa cualidad de pureza y determinación contenida que tiene. Aunque siempre se pone el ejemplo de aquella versión que protagonizaran Orson Welles y Joan Fontaine, a Fontaine siempre la he visto como una señora elegante, antigua y sufriente con la que me es muy difícil identificarme. Una vez y otra y otra, las que hagan falta, vuelvo a ver la misma historia. La de una Cenicienta que no es tal, porque la pobre chica finalmente no se casa con un príncipe azul, sino que rescata a un hombre destrozado. Vence el amor, pero también la valentía, la generosidad, la falta de codicia. Valores que nunca caducan. En esta sala del Upper West estoy tan entregada a las palabras de Jane como cuando tenía 13 años. Solo de vez en cuando me perturban las risas del público, que es capaz de soltar la carcajada en cuanto se da el más ligero comentario sexual o de puro deseo. Risitas incontenibles, nerviosas, que sirven de vía de escape para la vergüenza que provoca el sexo y a las que jamás me acostumbraré. Una vez que logro superar la molestia vuelvo a concentrarme en los pasos de Jane. Me pregunto cuántas veces en la vida una mujer se ve forzada a ser Jane Eyre, a defenderse del atropello, de la falta de respeto, de la condescendencia, y cuánto hay que agradecerle su ejemplo de valentía y arrojo, aun cuando la realidad está en su contra desde el nacimiento. Me gusta también que las películas no edulcoren el pasado, envolviéndolo con una pátina de belleza que convierte en entrañable la miseria de los pobres. En esta ocasión sentimos el frío de Jane; la incomodidad de los grandes espacios; la sordidez de esos castillos, tan bellos por fuera, tan lúgubres dentro; el mortal aburrimiento de un invierno eterno, de los días sin luz, de la vida iluminada por velas; la falta de sensualidad; el desprecio de clase; la soledad de la vida en un campo tan bello como atemorizante; la falta de consideración que despertaban aquellas jóvenes institutrices encargadas de desasnar a los niños de los ricos. Es posible que algunos lectores de mi generación no se acercaran a esta novela por considerarla literatura para mujeres. Ahora que ya no tienen nada que demostrar deberían atreverse. Como ocurre con tantos clásicos, se da por leído lo que jamás se leyó. Atrévanse. Y luego me cuentan si me equivoco al pensar que hay verdades que solo pueden contarse a través de las novelas.
Elvira Lindo
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