Juan Goytisolo
Los dictadores y sus pueblos
JUAN GOYTISOLO 30/05/2011
El amor de los dictadores a sus pueblos no requiere demostración alguna. Puede medirse por el número y variedad de armas y municiones que emplean para mantenerlos en la vía del progreso y la paz social trazada por ellos, vía amenazada por enemigos internos y externos, por "bandas de facinerosos al servicio del terrorismo internacional". A la patética antología de propuestas de enmienda formuladas por Ben Alí y Mubarak en los días que precedieron a su derrocamiento en unas jornadas que mezclaban las dulces promesas de cambio con el consabido recurso al palo a secas -tal vez por aquello de "quien bien te quiere te hará llorar"-, podemos añadir en los últimos meses las de Gadafi, Bashar al Asad y el presidente de Yemen: aferrados a sus poderes clánicos, anuncian ceses de hostilidades, medidas apaciguadoras, calendarios electorales nuevos conforme a las demandas del pueblo. Es surrealista verles y escucharles en las pantallas de televisión mientras la cámara enfoca en contraplano manifestaciones multitudinarias o escenas de una guerra fruto del hartazgo popular de su poder dinástico acaparado desde hace décadas.
El discurso de los dictadores se adapta, claro está, a la psicología y carácter de cada uno de ellos. El sobrecogedor mascarón de Gadafi vomita amenazas e insultos a los enemigos del pueblo (¡el pueblo es él!); Alí Abdulá Saleh dice una cosa un día y otra el siguiente, pero permanece pegado con cola a su sillón de mando; Bashar al Asad afirma compartir el dolor de las familias de las víctimas para aumentar a continuación a un ritmo escalofriante el número de éstas.
De cuantas agitaciones sacuden al mundo árabe (y que se extiende en otro contexto a las del 15-M de la Puerta del Sol), la más valerosa y ejemplar es la de Siria. Tras el asedio brutal a Deraa, en donde se sitúa el epicentro de la contestación, Al Asad, pese a su cultivada imagen de hombre amable y conciliador, capaz de transformar el autoritarismo granítico de su padre en una dictablanda, no ha vacilado en enviar la artillería y carros de combate de la Guardia Presidencial y de la Cuarta División Acorazada a Homs, Lattaquié, Banias y a los suburbios "rebeldes" de la capital. Como sus colegas de Libia y Yemen, asegura que los manifestantes son manipulados por bandas salafistas y terroristas aunque la realidad lo desmienta. Los vídeos colgados en Facebook rebelan tan solo el machaqueo despiadado de quienes protestan de forma pacífica. El ejército y la policía, insiste no obstante Damasco, se entregan a operaciones de limpieza para preservar la paz. La paz de los cementerios para las víctimas y sus allegados.
La situación estratégica de Siria, país fronterizo con Irak, Líbano, Jordania e Israel, explica la cautela de Obama en su discurso de la pasada semana. El varapalo a Gadafi y Alí Abdulá Saleh de quienes exigen la salida inmediata para dar paso a un régimen democrático, se reduce en el caso de Al Asad, negociador ineludible de un por ahora quimérico acuerdo de paz con Israel, a un mero tirón de orejas. El riesgo de una implosión sectaria como la que sufre Irak después de la fatídica invasión de 2003 no puede descartarse, pero no debe servir de coartada a un sistema opresivo que desprecia la vida de la población, a una dictadura que se ha quitado la máscara dialogadora que exhibía cuando visité Damasco hace poco más de un año. Las represiones violentas del poder, sean las de Libia, Siria o Yemen, requieren también una condena tajante por parte de la mal aglutinada Unión Europea, que solamente ahora abre los ojos a las tropelías y abusos de unos líderes que sostenía hasta ayer por bajos intereses económicos y a quienes vendía sus armas, bombas de racimo incluidas.
Para defender los logros y conquistas del pueblo, escuchamos aquí, allá y acullá, estamos dispuestos a todo: a sacrificar incluso al propio pueblo. El amor de los dictadores árabes y no árabes -no está de más recordar el ejemplo de los Ceaucescu y compadres- a la patria con la que se identifican no tiene otro límite que la muerte, ya sea la suya propia, ya la de un número en verdad secundario de sus bienamados súbditos.
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