Montaigne
En el espejo de Montaigne
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 01/01/2011
A Montaigne se llega por primera vez en un cierto momento de la vida y ya está volviendo siempre, o llegando siempre, porque siempre tiene algo de inédita bienvenida. Montaigne inventó una manera de escribir que antes de él no existía y una manera de estar en el mundo que sigue siendo tan singular ahora como lo fue cuando él escribía, en la segunda mitad del siglo XVI, en los años de las guerras de religión en Francia, cuando católicos y protestantes se dedicaban a matarse entre sí con un entusiasmo doble de salvación eterna y genocidio. A Montaigne lo imaginamos plácidamente retirado en su torre circular con las paredes llenas de libros y las vigas del techo adornadas con inscripciones en latín, levantando de vez en cuando los ojos de su escritorio para descansar la vista dejándola perderse en un fértil paisaje francés de viñedos y prados. Pero lo cierto es que ese paisaje estuvo atravesado con mucha frecuencia por tropas de fanáticos religiosos, cuadrillas de soldados sin paga entregados al pillaje, de gente enferma que huía de la peste y la iba propagando y agonizaba y moría a la orilla de los caminos.
En 1571, a los treinta y ocho años, hastiado de las obligaciones y las vanidades de la vida pública, el señor de Montaigne tomó la decisión de retirarse a cuidar de su casa y a leer los libros de su biblioteca. Escribir no entraba en sus planes; menos aún hacerlo de una manera nueva, con una naturalidad parecida a la del flujo del pensamiento o del habla, sin ningún plan y sin ningún propósito, sin el asidero de ninguno de los géneros respetables entonces. Como don Quijote unos años después, Montaigne se enfrenta al cambio formidable de sensibilidad que trae consigo una nueva tecnología de acopio y difusión del conocimiento: gracias a la imprenta, Montaigne, lo mismo que don Quijote, tiene a su disposición una cantidad inusitada de libros, unos mil volúmenes tan fáciles de ordenar como de leer, y es esa abundancia la que le permite sentirse gustosamente protegido y aislado y a la vez en contacto instantáneo con una red de interlocutores que se superpone a los límites del espacio y del tiempo. A don Quijote la catarata de la información impresa le hizo perder el juicio al trastornar en su conciencia los límites entre la realidad tangible y las poderosas realidades virtuales de la ficción. Montaigne, en lugar de perderse en las fantasías de otros, usó la lectura como un método de examen de lo real, empezando por aquello que tenía más cerca, él mismo, y lo hizo tanteando, ensayando, tomando notas que al principio fueron poco más que citas copiadas de los libros. Dejaba de leer y escribía; estaba leyendo pero, a diferencia de don Quijote, no se dejaba subyugar del todo por las palabras impresas. La realidad le interesaba demasiado como para dejar de prestarle atención. Su inteligencia aguda pero también haragana y caprichosa no le permitía adentrarse demasiado en un solo tema que podría acabar en obsesión. De niño había aprendido a hablar latín antes que francés y conocía y amaba sobre todo a escritores latinos, pero fue el francés la lengua en la que prefirió escribir, quizás porque intuía que esa naturalidad a la que aspiraba sólo podría lograrse en el idioma de la gente común y de todos los días.
Como ocurre tantas veces, la originalidad de Montaigne no fue el fruto de una larga búsqueda consciente, sino de un hallazgo. Cervantes creyó que estaba empezando a escribir una breve novela cómica y se encontró escribiendo el Quijote. Proust progresaba más bien aburridamente en una diatriba contra el crítico Sainte-Beuve que en el fondo ya no le interesaba mucho y lo sorprendió de pronto la deflagración de las primeras sesenta páginas alucinatorias de En busca del tiempo perdido. Montaigne tomaba notas de lectura, sin concentrarse bien en nada, inquieto por las fantasías y las ensoñaciones sin sentido que provocaba en él la soledad, y descubrió una forma de escribir que se correspondía exactamente con la nueva materia inesperada que vio surgir ante sí: no los libros leídos, sino el reflejo de sí mismo que veía en ellos; no el fatigoso comentario erudito, palabras muertas agregadas sobre palabras muertas, sino una conversación que atravesaba el tiempo para suceder en el presente. Vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a losmuertos, podría haber escrito Montaigne. Lo escribió Quevedo, que fue lector suyo, y que también vivió recluido en una torre, aunque en circunstancias más adversas.
Pero era una escucha activa, no lúgubre ni reverencial, y estaba mezclada con el estrépito de la vida, para bien y para mal, con la alegría de la variedad de las cosas y de los seres humanos y con los horrores del fanatismo, de la sinrazón y la crueldad. Y su objetivo no es el conocimiento abstracto: es el deseo práctico de aprender a vivir y a morir. La mejor definición de lo que hizo Montaigne, lo que nos legó a todos los que hemos deseado aprender a vivir y a escribir gracias a él a lo largo ya de casi cinco siglos, la he encontrado en un libro de Sarah Bakewell que se publicó hace unos meses: “Escribir acerca de uno mismo para crear un espejo en el que otras personas reconozcan su propia humanidad”.
Sarah Bakewell cuenta la vida de Montaigne no con los protocolos habituales de una biografía sino como un tratado divagatorio en el que cada uno de sus veinte capítulos lleva como título la misma pregunta repetida y veinte tentativas o ensayos de respuesta: ¿cómo vivir? De las actitudes personales y los escritos de Montaigne Sarah Bakewell va deduciendo una serie de proposiciones que están hechas más de sugerencias que de normas, y que acaban siendo el boceto de una tradición viva que atraviesa los siglos y llega a nuestro presente: “No te preocupes demasiado por la muerte”; “presta atención”; “somételo todo a examen”; “preserva una habitación propia”; “sé sociable y vive con los otros”; “despierta del adormecimiento de la costumbre”; “vive con templanza”; “preserva tu humanidad”; “haz algo que nadie haya hecho antes”; “asómate al mundo”; “haz bien tu trabajo, pero no demasiado bien”; “no quieras controlarlo todo”; “sé común e imperfecto”; “deja que la vida sea su propia respuesta”…
Bakewell divaga sobre Montaigne y sobre el linaje de Montaigne: desde Pascal, a quien sacaba de quicio su risueña aceptación de la incertidumbre, hasta Virginia Woolf, que encontró en su ejemplo la necesidad de la habitación propia donde una mujer puede escribir y la música de un estilo lo bastante flexible como para transmitir cada matiz de la percepción y la consciencia. Tan discípulo de Montaigne es quien se explaya sobre sí mismo en un blog como lo fue Stefan Zweig al final de su vida, en 1942, al filo del suicidio, recién huido de una Europa todavía más tenebrosa y sanguinaria que aquella en la que Montaigne se había esforzado en preservar lo que también entonces parecía destinado a extinguirse: el gusto de vivir, la curiosidad por lo distinto, el asombro respetuoso hacia la variedad de lo real, hacia la sagrada integridad humana.
How to Live, or, A Life of Montaigne (in one question and twenty attempts at an answer). Sarah Bakewell. Other Press, 2010. 400 páginas. www.sarahbakewell.com. Montaigne. Stefan Zweig. Traducción de Joan Fontcuberta, El Acantilado. 112 páginas. 14 euros. antoniomuñozmolina.es
Antonio Muñoz Molina
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