Jorge Martínez Reverte
De holocaustos y matanzas
El nuevo libro del hispanista británico Paul Preston es un extenso catálogo de historias de horror, una hiperbólica y desequilibrada narración de lo que sucedió en ambos bandos durante la Guerra Civil.
JORGE M. REVERTE 11/05/2011
Mario Onaindía, que sabía mezclar con eficacia el humor y la inteligencia, decía que a él lo que le hubiera gustado ser de verdad era hispanista inglés. Se refería, claro, a la posibilidad de observar los aconteceres de España, cuya historia le fascinaba, desde un punto de vista distante y sabio.
Por desgracia, podemos ver ahora que lo de ser anglosajón y analizar con distancia los episodios españoles no tiene por qué ir necesariamente unido.
No deseo herir la sensibilidad de Ian Gibson llamándole inglés, pero su posición fue por un tiempo la del hispanista, y años después la abandonó para lanzarse al ruedo de la bronca. Eso sí, hay que reconocer que se hizo español para alejarse de la obligada sobriedad que se exigía a su especie.
Ahora le ha correspondido a Paul Preston el turno de tocarnos las fibras sensibles. Preston ha decidido, al parecer, hacerse español y nos ha regalado un extenso catálogo de historias de horror que se agrupan bajo el sonoro título de El holocausto español.
La noticia del libro tiene un carácter mayor, tanto por la importancia del bagaje de Preston como por la recepción de que ha sido objeto. Se han llegado a decir sobre este libro cosas como que solo un extranjero podía escribir esto. Y se ha rendido pleitesía intelectual a su hiperbólica y desequilibrada narración de lo que sucedió durante la Guerra Civil de 1936. Lo de la hipérbole no viene porque se exageren los espantos vividos, sino por el nombre que le ha buscado, y lo de desequilibrada por la clasificación de los autores de esos espantos según estuvieran en un bando o en otro.
El uso de la palabra holocausto marca ya el libro desde su inicio, porque desde que los nazis procedieran al asesinato sistemático y ordenado de millones de judíos entre 1942 y 1945, conviene utilizar con cuidado el vocablo. Simplemente para entendernos mejor unos a otros. A mí se me antoja excesivo, aunque a la Real Academia Española (RAE) le baste para describir una gran matanza.
En España no hubo una acción sistemática de eliminación de un grupo social. Quizá con dos excepciones: los religiosos, que sufrieron en algunas zonas republicanas algo muy parecido al genocidio; y los masones, que padecieron lo mismo en la zona rebelde. De los primeros, murieron casi todos los que había en Lérida, por ejemplo; de los segundos, lo mismo entre los capturados por Franco. Los porcentajes de muertos en ambos grupos superan con mucho los registrados en las unidades de choque.
La espeluznante relación que ha hilado el autor con importantes ayudas locales tiene una intencionalidad evidente, que no oculta: la violencia cainita que se desarrolló desde el 17 de julio de 1936 y prolongó Franco hasta mucho después, no fue de la misma naturaleza en el lado rebelde que en el lado de quienes defendieron a la República.
De una forma muy sumaria se deduce de la lectura que los rebeldes emprendieron una tarea exterminadora como parte de un plan esencial a la naturaleza de su política, mientras que la violencia en el lado republicano fue, con excepciones que es preciso analizar, de reacción ante bombardeos, fusilamientos y otras salvajadas.
Es decir, hubo una violencia fría y programada frente a otra caliente e improvisada. Esto lo han dicho también otros historiadores, y Paul Preston lo asume.
Las herramientas para demostrarlo son variadas. La primera, la de la justificación de las violencias en el lado republicano. A las matanzas del puerto de Bilbao les preceden los bombardeos de Portugalete; al asalto a la cárcel Modelo de Madrid, le precede la carnicería de Badajoz; a la de Guadalajara, otro bombardeo. No sabemos, sin embargo, en realidad, qué es lo que precede a las matanzas sistemáticas en Castilla-La Mancha (salvo el odio a los terratenientes), o a la liquidación sistemática de pequeños comerciantes en Cataluña, por poner dos ejemplos. ¿Cabría la posibilidad de que, como ha descrito Fernando del Rey, los campesinos manchegos tuvieran claro a quiénes liquidarían en caso de conflicto, o la de que la acción de los anarquistas catalanes y los poumistas de Nin fuera tan programática como la de los rebeldes? En las proclamas de Largo Caballero también se pueden encontrar llamadas al exterminio de la clase enemiga.
Preston se extiende sobre las matanzas de Paracuellos, porque quizá sea el asunto que más ha desarbolado la teoría de la no planificación en el lado republicano, o sea, de la inocencia de los leales. Parece difícil demostrar que Azaña, Largo Caballero o el general Miaja y su ayudante Vicente Rojo estuvieran enterados del asunto. Pero en cambio es seguro que estuvieron al tanto los principales dirigentes anarquistas, como el ministro de Justicia, García Oliver, y todo el aparato del Partido Comunista de España. La literatura de la época señala incluso a Margarita Nelken, aún entonces en las filas socialistas, a la que Preston se esfuerza en desligar de toda complicidad. No fue un crimen del Gobierno, pero sí de una parte del aparato que estaba en él o lo sustentaba.
Es decir, que el asunto es complejo. Como lo es el del análisis de lo sucedido con los franquistas. Cada vez parece más difícil demostrar que la matanza que pretendían, bien expresada en las directivas de Mola (que se cumplieron), tuviera que desembocar en un exterminio, en un holocausto. Fue una tremenda escabechina que se prolongó hasta 1943 con un saldo de no menos de 150.000 muertos, que no es preciso multiplicar para que nos ponga los pelos de punta. Pero una matanza que, como bien ha demostrado otro inglés llamado Julius Ruiz, no tenía fines comparables a los hitlerianos. Preston insiste, para demostrar que tenía esos fines, en la más que excesiva teoría de la guerra larga, heredada de Dionisio Ridruejo e Hilari Raguer, según la cual Franco prolongó a propósito la guerra para matar con más comodidad. Una teoría que yo creo que ya está desacreditada por abundante documentación.
En el conteo de Badajoz, se incurre a mi juicio en un riesgo de sobrevaloración al hablar de más de 8.000 asesinados, siguiendo a Espinosa. ¿Es que nos parecen pocos 4.000 o 6.000? Es la misma técnica aplicada por César Vidal en Paracuellos, ya desenmascarada entre otros por Javier Cervera. (No puedo evitar sumar un dato a esta historia: Vidal incluye como víctima de Paracuellos a mi tío Manolo, con el que traté muchos años, y yo juro que respiraba).
El libro de Preston no es, por desgracia, una actualización rigurosa de lo sucedido durante la guerra, ni en los números ni en las razones. Y cojea en ocasiones de forma escandalosa, como cuando explica que en Cataluña y el País Vasco la represión se volcó sobre todo contra los nacionalistas, lo que contrasta con los datos que explican que en esas dos regiones el régimen de Franco mató proporcionalmente menos que en casi cualquier otra parte de España.
El trabajo de Preston contribuye a encender los ánimos de quienes consideran que las cosas de la guerra no se han liquidado bien, pero aporta irónicamente alguna perspectiva consoladora para creyentes en la justicia divina: en el epílogo se puede comprobar con satisfacción cómo los verdugos sufrieron su castigo. Unos murieron atacados por el cáncer; otros, se volvieron locos y mataron a sus propios hijos; otros, se arrepintieron de forma pública. ¿Castigo de Dios? Preston no cree que fuera cosa del altísimo, pero nos muestra que castigo sí tuvieron.
Lo que Preston no demuestra es que hubiera un holocausto; ni siquiera que hubiera una intención programática de exterminar. Franco, Mola (y tantos otros) fueron seres despiadados y asesinos, pero no anunciaron a Hitler, por mucho que sus intenciones fueran claramente homicidas.
Y de "los nuestros", qué decir. Hubo de todo. Aunque tuvieran razón en defender el régimen legítimo.
Jorge M. Reverte es periodista y escritor.
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