El espía
EDITORIAL ANAGRAMA. BARCELONA
Primera edición: mayo 2011
© Justo Navarro, 2011
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2011
Todo, real o inventado, aparece como hecho, personaje o lugar de la imaginación.
I. LA CAÍDA
Dos partisanos lo detuvieron. Fue la mañana del 3 de mayo de 1945, en Sant’Ambrogio, Rapallo, no muy lejos de Génova, región de Liguria, y en noviembre compareció ante un tribunal en Washington. Se llamaba Pound. Vivía en Sant’Ambrogio con dos mujeres, pero estaba solo cuando llegaron los partisanos que lo llamaron traidor. ¿Qué hacía en ese momento? Traducía a Mencio, filósofo chino, discípulo de un discípulo de un nieto de Confucio.
Llevaban fusiles ametralladores, y no exactamente uniforme, sino la ropa que podría usar un mecánico que sale de caza. Eran altos, pero no demasiado, flacos, iban sin afeitar. Uno tenía gafas, sucias. No les pidió documentos. No preguntó si traían una orden de detención.
No preguntó a qué autoridad representaban. No parecía aquello un asunto oficial, sino algo que debía resolverse en privado. Lo vigilaban desde el recibidor, apuntándole, y vio en el espejo la espalda de los hombres, más infantil, más miserable, más indefensa que la cara. Cogió un libro de Confucio en papel biblia, bilingüe, de la Commercial Press de Shanghái, muy usado, pegadas las pastas con esparadrapo, y el diccionario de chino. Dejó en la máquina de escribir el folio con su traducción de Mencio. Dejó papeles encima de la cama, el clarinete, un sombrero en la percha, las raquetas de tenis, los bastones, las cajas de chocolatinas 'Moriondo' donde guardaba la correspondencia, cartas sin contestar, la vida incorregible de todos los días. Delante de los dos hombres bajó las escaleras estrechas y breves, interminables en aquel momento. Eran días de tiros en la nuca. Hacía cuatro o cinco días que habían matado a Mussolini y lo habían colgado por los pies en una gasolinera de Milán. Él era un escritor famoso y se había reunido con Mussolini en el Palazzo Venezia una tarde de 1933, en otro tiempo, antes del fin del mundo. Sabía que para su país, los Estados Unidos de América, era un traidor y que, si esa mañana no le pegaban un tiro, probablemente debía agradecérselo a que los suyos quisieran ahorcarlo.
Echaron a andar hacia Zoagli, a pocos kilómetros cuesta abajo, entre olivos. En la curva que desemboca en el tramo final del camino había un eucalipto y un ciprés. El prisionero se agachó, como para atarse un zapato, pero sólo cogió una semilla. Quería tener una prueba de lo que estaba pasando, un recuerdo de que iban a pegarle un tiro. No te matan todos los días. No sabía si el juicio se había celebrado ya, si se había dictado sentencia, o si el proceso estaba en curso. Los dos partisanos, un único arcángel justiciero encarnado en dos cuerpos mortales y peligrosos, de carne escasa y dura, le señalaban el camino, como si lo llevaran a donde debía estar, como si hasta entonces hubiera recorrido un camino equivocado. El prisionero se agachó cerca del ciprés, recogió la semilla de eucalipto, y los dos guardianes salieron instantáneamente del sueño de bajar paso a paso la cuesta, agarrados al Sten Mark 2, de fabricación inglesa, que a Pound le parecía un Thompson, de fabricación americana, arma difícil de apuntar, sobre todo si se empuña con demasiada energía o euforia. Las ramas, con el aire, sonaban como lluvia, pero el cielo estaba limpio. Había pájaros, o se oían más porque ya no caían bombas sobre Zoagli, al sur de Rapallo. Chillaban, aleteaban los pájaros al echar a volar. El mundo perdido cabía en una edición bilingüe de Confucio, un diccionario chino de bolsillo y una semilla de eucalipto.
Al puesto de mando partisano en Zoagli fue a buscarlo Olga Rudge. No había oído la máquina de escribir cuando llegó a la casa de Sant’Ambrogio, su casa. ¿Dónde estaba Pound? Una mujer vio cómo se lo llevaban los pistoleros.
En Zoagli había soldados ingleses que les dieron pan y jamón. Con una bayoneta abrieron latas de cerveza. Que nadie diga que para abrir cervezas no sirve una bayoneta, dijo Pound, y luego Pound y Olga Rudge fueron trasladados en un camión a la jefatura partisana de Chiavari, al sureste de Rapallo y de Zoagli. Llegaron a un patio. Era la cárcel, pero podía ser una fábrica, via del Gasometro 2, cerca del puerto. Pararon junto a un coche en desguace, frente a una persiana metálica a medio bajar. Esperaron entre neumáticos, cuatro cajas de carne en conserva, cuatro latas de aceite para motores y un bidón vacío propiedad del ejército de los Estados Unidos. Tres hombres dejaron de hablar cuando apareció el camión, y como policías miraron a la mujer y al hombre que llegaban. Dos estaban armados.
Había manchas de humo en las paredes, y una moto quemada, desvencijada, carbonizados los muelles del asiento, y cuatro carretillas de mano, de hierro, encajadas unas en otras. Un perro con la boca cerrada descansaba a los pies de un anciano que parecía ciego, aunque mirara a Pound y Rudge a través de los ojos del perro. El hombre y la mujer, forasteros, alemanes quizá, enemigos, Pound y Rudge, vieron la sangre en la pared. A Benito Mussolini y a Claretta Petacci, la mujer que lo quería, los habían matado en algún otro sitio sucio. Así es la gloria en la guerra di merda, así acaba la historia.
La puerta abierta daba a una habitación que daba a otra habitación con una mesa y sillas, lleno todo de papeles, como la oficina de una fábrica, en un desbordamiento y derrumbamiento general. Un hombre no demasiado joven, uno de esos obreros que han leído con poca luz muchos folletos clandestinos, mal vestido, pero acabado de afeitar como si hubiera estado esperando para recibir a los prisioneros, preguntó quiénes eran. No llevaba armas a la vista. Los miró como comprobando si le eran conocidos. Se sentó. Removió documentos, se los acercó a los ojos para verlos mejor, y, conforme los papeles cambiaban de sitio, se multiplicaban los expedientes y las fichas y los legajos, como si quisieran colaborar y ofrecer más testimonios de los crímenes del prisionero Pound. Pero al americano Pound no lo buscaba nadie, o nadie en Chiavari sabía nada del americano, no había por Pound ninguna recompensa de medio millón de liras. Ni siquiera existía una denuncia.
Los tres hombres del patio ahora eran seis, un buen pelotón de ejecución. Aquellos días abundaban las denuncias y las delaciones y las ejecuciones. Una delación valía para salvar la vida, para librarse de peligros o amenazas, para liquidar cuentas, para cobrar una recompensa, para desahogarse. El jefe encontró insignificante al poeta americano, inofensivo, como su amiga, o su amante, o su mujer, Rudge. No eran jóvenes.
Tenían miedo. No los voy a entregar a los americanos si no quieren que los entregue a los americanos, dijo el jefe. Me condenaría, merecería el infierno si hiciera una cosa así, son ustedes libres, dijo. Pero Pound le contestó que quería ser conducido ante las autoridades americanas inmediatamente. Estaba dispuesto a trasladarse a Washington, a disposición del Departamento de Estado y del presidente Truman, declaró, y le pidió al jefe que le escribiera su nombre de hombre bueno en el libro de Confucio: Angelo Bussoli, de Lavagna.
Precisamente había ido Pound a Rapallo el día antes, con su mejor traje, para reunirse con las autoridades americanas como una vez, en otro tiempo, hizo con Mussolini. El cuartel general aliado estaba en el gran hotel del paseo marítimo, muy cerca de donde Pound tuvo su apartamento, y los viejos servidores del hotel lo saludaron con la cabeza, o quizá intentaban espantarlo. Apártate de mí. Merodeaban por los alrededores, a la espera de que los llamaran y reclutaran los nuevos amos, y sin el uniforme del hotel parecían disminuidos, neutralizados o anulados, más verdaderos que nunca, más sumisos, ahora que accidental y temporalmente no eran subalternos de nadie. Había algo clandestino y molesto en los saludos a Pound, una celebridad en Rapallo, el poeta americano recibido por Mussolini, Pound il Dottore, il Professore, il Poeta, organizador de campeonatos de tenis y conciertos. El comité organizador de las veladas musicales se había reunido en el gran hotel donde ahora le cerraban la puerta al miembro principal del comité organizador, Pound. Los centinelas americanos no entendían a aquel individuo que se manifestaba dispuesto a trasladarse a Washington para informar y aconsejar al Departamento de Estado y al presidente Truman. No lo entendían los soldados, y tanta ignorancia y tanta desorientación le confirmaban a Pound que debía acelerar su vuelo a Washington y ofrecer al ejército invasor sus conocimientos sobre Italia. Un soldado negro quiso venderle una bicicleta, recomendándole que se alejara. Pero ahora, al día siguiente, el jefe partisano Angelo Bussoli se ofrecía a llevarlo hasta Lavagna, al sur de Chiavari, al puesto de mando de los americanos, tal como Pound quería. También Rudge fue a Lavagna, donde los soldados eran negros y los oficiales blancos. Bebieron refrescos, comieron, y a las cinco de la tarde un jeep los trasladó a Génova, al puesto de mando en la zona del servicio de contraespionaje militar de los Estados Unidos de América. La tarde todavía era clara.
A continuación, texto de la contracubierta:
Italia, Segunda Guerra Mundial: el poeta americano Ezra Pound participa desde Radio Roma en la batalla de propaganda contra los aliados y contra los judíos. Pero el fervor nazifascista de Pound despierta las sospechas del contraespionaje italiano. ¿Transmiten los programas radiofónicos de Pound mensajes cifrados al enemigo? ¿Fue el genio de la literatura un agente doble o una simple y patética figura criminal? O quizá la realidad sea doble y ambigua.
Ésta es la historia que el autor de novelas de misterio Carlo Trenti le cuenta por escrito a su amigo y traductor J. N., residente por casualidad en Pisa durante los mismos meses en que lo fue Pound, pero más de sesenta años después.
Y de repente el lector de la aventura de Pound se ve dentro de la historia: J. N. se encontrará con el autor, se cruzará con sus personajes, se evadirá de su propia vida guiado por el autor de novelas de misterio.
Justo Navarro confirma en esta novela su bien ganado prestigio como uno de los mejores escritores españoles contemporáneos.
Justo Navarro
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