Juana Castro
Con ellos oigo el mar.
Oigo el mar y visito los huecos
de la sombra en sus labios.
(Pero no sé si tienen labios).
Son grandes y son lentos como dos
proboscidios. Se caen
cada día cien veces de su tierna rodilla
zamba. Yo les doy
de beber, les unto
de pomada y de aceite
la piel roja del coxis
y a las doce los pongo en el balcón.
Habla y habla y habla el uno sin parar
una lengua de trapo
y de esponja
y de agua,
mientras el otro -la otra-
se atora con su propia úvula o campanilla.
Y el mar entra y sale,
va desde su cuarto a la cocina,
y a mí me humedece
de color gris acero las muñecas.
Cuando brota la luna
yo rehago dos nidos con bufandas
y leche y baberolas
y me siento a escuchar.
Y el mar bate despacio
-muy
despacio-
en sus vientres de tierra.
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