Laberinto negro
JOSÉ MARÍA GUELBENZU 23/04/2011
La más reciente novela de Thomas Pynchon, Vicio propio, tiene unas cuantas sorpresas. La primera de ellas, la de ofrecer un texto más desahogado, mucho más asequible al lector medio, pero sin abandonar ninguna de sus características de estilo. De nuevo nos encontramos desde las primeras páginas con su obsesivo detallismo ("la pelota de vóley firmada por Wilt Chamberlain con un rotulador Day-Glo de fieltro de tinta fluorescente..."), o bien lo contrario ("el cuadro de terciopelo y todo lo demás"); la eficiencia de sus imágenes ("pero antes de que ella se diese la vuelta, Doc habría jurado que había visto una luz incidiendo sobre su cara, la luz anaranjada que aparece justo después de que se ponga el sol y que se refleja en un rostro vuelto hacia el oeste mientras contempla el océano, a la espera de que alguien, con la última ola del día, regrese a la orilla y a la seguridad") y su característica descripción acumulativa ("así que esta parte de la ciudad era un bullicioso hervidero de buscadores de juerga, bebedores y surfistas gritando por los callejones, drogatas que habían salido a comprar algo de comer, tipos de tierra adentro que estaban de fiesta esa noche para acosar a azafatas, damas de tierra adentro con empleos normales más a ras de suelo deseando que las confundieran con azafatas...") todo ello al servicio de otra sorpresa: verlo meterse en una historia típica de novela negra con un detective, Doc Sportello, que no es más que un infeliz y desdichado fumeta atrapado en una laberíntica red de maleantes y pirados de toda laya.
Lo laberíntico es otra de las especialidades de Pynchon. Las múltiples líneas de sus tramas se enredan en sí mismas formando un ovillo de apariencia inexpugnable donde la erudición, el lenguaje culto y el lenguaje coloquial crean a su vez una subtrama léxica de ritmo trepidante de modo que todo el conjunto se convierte en un ir y venir parecido a audaces improvisaciones solistas que, como en el jazz, se apoyan en las armonías que los nutren. La sensación final es que se pierde en su propio laberinto y el lector en la fascinación que aquel provoca; una dispersión trufada de ingeniosidades que se manifiesta a partir de todos los demonios de la cultura hippy y pop de USA en los años sesenta y no deja títere con cabeza en todos los campos: el crimen organizado, las conspiraciones, la policía, la política, el empresariado, la publicidad, la televisión, la música, las pandillas, la droga, la corrupción del poder, etcétera, consiguiendo un ambiente fascinante, sí, pero que más bien se enrosca sobre sí mismo; y una especie de apología de lo pintoresco.
Y aquí se establece la duda: la historia de serie negra se pierde a medio camino, a fuerza de vuelta y revueltas y sólo vuelve a tomar presencia hacia el final. Es una historia que, en cierto modo, recuerda a la mítica Cosecha roja de Hammett, sólo que esta vez el personaje no es un agente de la Continental que lanza a unos contra otros para acabar reventando Poisonville sino un desgraciado e inútil drogota que no da una a derechas y saca a la luz toda la mugre sin pretenderlo. El resultado es muy bueno como creación de un ambiente que distorsiona la realidad para convertirse en una genuina ficción y posee de lleno la capacidad de Pynchon de crear ficciones más poderosas que la realidad. Lo que no obsta para que, con toda su brillantez, resulte repetitivo y, en última instancia, contemplando el conjunto, una obra menos ambiciosa que, sin embargo, en buena parte se libra del alambicado manierismo de sí mismo que venían mostrando sus últimas creaciones.
La gran ventaja es para el lector, pues aquellos que han tenido dificultades para entrar en la frondosa espesura de la creación pynchoniana aquí van a encontrarse con un espacio mucho más despejado, lo que convierte a este libro en una vía de entrada a esa literatura tan hermética. Esta es una novela negra conducida por personajes de una sola pieza, marginados, delincuentes o meros desquiciados, narrada desde una perspectiva underground, muy bien enraizada en la sustancia vital de los años sesenta californianos, con un humor chispeante que prende en el lector, al que, a pesar de todo lo bueno que hay en ella, le queda el extraño sabor de boca de algo que pudo ser más hondo y fecundo de lo que es. Este libro nos muestra un mundo que cada vez nos atrapa, conduce, constriñe y mantiene bajo vigilancia dominante; una sociedad en la que el personaje central, Doc Sportello, el único trabajado de manera compleja, emerge como un singular perdedor y al que su amigo Sparky, le confiesa: "Todo avanza exponencialmente y un día de estos todo el mundo despertará y descubrirá que ha estado sometido a una vigilancia de la que no puedes escapar. Los que se escaquean ya no podrán, tal vez ni siquiera haya un sitio al que escaquearse".
Vicio propio
Thomas Pynchon
Traducción de Vicente Campos
Tusquets Editores. Barcelona, 2011
424 págs. 21 euros
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