lunes, 10 de enero de 2011

SOLEDAD PUÉRTOLAS. Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua (y 7)

Soledad Puértolas

De manera que don Quijote, a pesar de las adversidades, hace amigos y da y consigue apoyos. No todo son obstáculos. Como en aquellos cuentos que me leyeron y leí durante mi infancia, el héroe encuentra aliados y prosigue su camino. Tropieza y se levanta, reconstruye su sueño una y otra vez, no desespera. A pesar de su famosa declaración tras la desdichada aventura del barco encantado, "Yo no puedo más" (XI, XXIX, 954), don Quijote siempre puede dar unos pasos más.
   Al final, cuando la sombra del Quijote apócrifo le resulta cada vez más molesta a Cervantes, el caballero entabla conversaciones destinadas a convencer a sus interlocutores de que los personajes a cuyas aventuras estamos asistiendo son los verdaderos don Quijote y Sancho y no ésos que andan por las páginas de otro libro cuyo autor ni siquiera merece ser mencionado.
   Después de la muerte de don Quijote, aparece de forma momentánea un secundario que debe destacarse: el escribano que, a petición del cura, da testimonio de la muerte del héroe. Es Cervantes quien pone en boca del cura la petición. Que quede claro para todos que la historia ha terminado. Don Quijote muere y nadie va a resucitarlo. No va a haber más salidas, ni verdaderas ni falsas. Y es que la fábula, el cuento, ha terminado. Así es como terminan los cuentos, con un final concluyente. No todos los cuentos alcanzan un final feliz, aunque esos eran mis preferidos y a mí, en mis primeros encuentros con la obra de Cervantes, me habría gustado poder transformar en victorias las derrotas del desdichado héroe, acudir en su ayuda cuando era derribado de su precaria cabalgadura o caía sobre él una lluvia de golpes, e incluso sacarle de su error cuando llamaba gigantes a molinos, segura del desastre que se avecinaba.
   Pero no se trataba de eso. Cervantes deja que el héroe acepte su derrota, se retire y muera. Acepta ese final, e, inmediatamente después, reivindica su obra, la inmortalidad del personaje. Es el propio don Quijote quien deja caer el telón al declarar: "Yo fui loco y ahora soy cuerdo" (XI, IXXIIII, 1333). Se acabó la función. Ya no pide complicidad ni exige que sus fantasías sean aceptadas como verdades indiscutibles. Está en otro lugar. Desde allí se despide de su vida anterior, y se despide de la vida entera.
   El narrador toma la palabra para poner el punto final a la historia. "Entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió" (XI, IX, XIIII, 1335). Y Cide Hamete dice a su pluma: "Aquí quedarás colgada [...] Para mí sola nació don Quijote, y yo para él, él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote [...]" (XI, IXXIIII, 1337).
   Y fin.
   Cervantes ha mantenido con el héroe un constante diálogo
íntimo, conoce sus sueños y deseos más profundos y sabe muy bien lo que le puede pedir. Ha estado atento a las variaciones de su ánimo y, en los momentos más críticos, ha acudido en su ayuda. Como en los cuentos. El contador de cuentos suele dirigirse al lector para ofrecerle una conclusión, y eso es lo que hace Cervantes. Al final, pide, exige, reconocimiento y respeto. Era que algo que ha estado presente en cada una de las páginas del libro y que, en el curso de la segunda parte se ha hecho más patente. "En esta segunda parte -nos dice el autor- no quiso injerir novelas sueltas y pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que basten para declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide que no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir" (XI, XLIIII, 1070).
   ¡Cuántas veces se han citado desde entonces estas palabras de Cervantes! Dan inicio a una mentalidad nueva, unida al concepto de autoría. Y en esto sí es el Quijote radicalmente distinto de los cuentos tradicionales, donde la voz del narrador era más impersonal que personal. Era una voz colectiva.
   El Quijote nos muestra el mundo del yo, de la voluntad personal, de los sueños personales. No es un cuento. Es el cuento, la novela de Cervantes. Nos ponemos a hablar de don Quijote, de Sancho, de Dulcinea, de Marcela, de Dorotea, del Caballero del Verde Gabán, del bandolero Roque Guinart, y acabamos hablando de Cervantes y de su empeño por conseguir la inmortalidad.
   Un tratado sobre la literatura que es, al mismo tiempo, un tratado sobre la vida. Esta es la obra de Cervantes. La literatura como metáfora de la vida. La locura como metáfora de la literatura.
   Y ya termino. Una vez más, tengo la impresión de que todo lo que no ha sido dicho es lo importante de verdad. Por eso probablemente Cervantes nos ofrece un tratado de literatura como novela, porque, al fin, los asuntos profundos de la vida no pueden nombrarse y todos nos entendemos mejor si hablamos de otra cosa. Sí, de literatura. Algo destinado a entretener o a poner en "el aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías" (XI, IX, XIIII, 1337), pero por encima de todo, algo que se vive con la pasión de una oportunidad única y que se convierte en un asunto de vida o muerte.
   Los humanos hablamos y hablamos y escribimos y escribimos, como si nos creyéramos capaces de dominar las lágrimas, los desgarros y las decepciones, y de distanciarnos de los salvajes accesos de alegría y regocijo. En el fondo de tanta palabra, de tanta narración, de tanto contar y tanto escuchar, late siempre la esperanza de que en algún momento sobrevenga el milagro del mutuo entendimiento y se vislumbre la luz de una verdad.
   Quiero agradecerles la atención que me han prestado y, de forma muy especial, a las señoras y señores académicos. El honor que me han hecho difícilmente encuentra su expresión en las palabras. Les ofrezco, para lo que les pueda servir, lo único que puedo ofrecerles: mi pasión por la literatura y por el maravilloso instrumento que la hace posible, la lengua.
   Muchas gracias

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