Soledad Puértolas
Los personajes secundarios del Quijote (1)
DISCURSO LEÍDO EL DÍA 21 DE NOVIEMBRE DE 2010 EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA POR LA EXCMA. SRA. DÑA. SOLEDAD PUÉRTOLAS VILLANUEVA
Excelentísimo señor director, señoras y señores académicos:
En el invisible catálogo de la desordenada sucesión de cosas de diferente naturaleza, magnitud, profundidad y alcance que llamamos vida, hay una serie de circunstancias que difícilmente se pueden prever, porque el azar distribuye los regalos a su modo. Unirme a las tareas que realiza la Real Academia Española supone para mí un honor inigualable e imprevisto. En una ocasión como ésta, quisiera ser capaz de transmitir a las señoras y señores académicos mi más profundo y emocionado agradecimiento.
He de confesarles que la relación que tengo con la lengua, a la que consagro buena parte de mi vida, no me permite, ni mucho menos, considerarme experta en la materia. Ni en eso ni en nada. Como novelista, soy una permanente aprendiz de la expresión escrita, y eso es lo que, con toda humildad y entrega, pongo desde ahora a su servicio, la re lación de cercanía, de trato natural con la lengua que se ha ido forjando a lo largo de mi vida de escritora y que me da el necesario atrevimiento, cercano a la osadía, para dirigirme ahora a ustedes.
La lengua ha sido desde siempre mi aliada esencial. Su capacidad de ser moldeada, de adaptarse a los más variados y extraordinarios hechos, sueños y fantasías, ha supuesto para mí uno de los grandes regalos de la vida. Y, sin duda, el que de forma más continuada y personal me ha permitido explorar, y tratar de entender, mi relación con el mundo.
Muy en particular, quiero agradecer a doña Carmen Iglesias, don Luis Mateo Díez y don José Antonio Pascual las especialísimas deferencia y consideración de que me han hecho objeto al proponer mi candidatura a la Academia. Mi admiración por la obra y la persona de cada uno de ellos cobra desde ahora el dulce matiz del agradecimiento. El sosegado y profundo análisis que Carmen Iglesias hace de determinados momentos y personajes históricos, la mirada incisiva de José Antonio Pascual sobre el funcionamiento y la gramática de la lengua, y el tono de eternidad, de incesante discurrir, que caracteriza la prosa de Luis Mateo Díez iluminan mis hipotéticos méritos, porque los suyos están en la base de mi presencia aquí. Y eso es algo que, en momentos tan solemnes, me produce un indecible alivio. Muchas, muchísimas gracias a los tres.
*
Me ha tocado en suerte el sillón «g». Cada letra del abecedario tiene su personalidad y su poder de evocación, cada letra arrastra tras de sí las palabras que le toca iniciar. No somos nosotros, en ocasiones como ésta, quienes escogemos las letras, sino que las letras caen sobre nosotros, como el destino, pero resulta tentador —al menos, para los novelistas— entrar en el juego de los símbolos y las interpretaciones.
El científico don Antonio Colino ocupó el sillón «g» hasta su fallecimiento, en 2008. Ocupar el sillón que ha pertenecido a un científico me viene a recordar el peso que la ciencia tiene en la vida. Con su método paciente y tenaz de hipótesis y pruebas, la ciencia nos muestra una forma de aproximación a la realidad que resulta un complemento perfecto y necesario de la imaginación y de los sueños.
Don Antonio Colino leyó su discurso de ingreso en la Real Academia en enero de 1972 y, como científico, hizo en él un brillante resumen de las cuestiones candentes en la época en materia de ciencia y tecnología y sobre la expresión que los avances técnicos y científicos encuentran en el lenguaje. He de confesarles que yo misma, tiempo atrás, me aventuré un poco por alguno de los caminos por los que don Antonio Colino transitó con tanto acierto y éxito. Mi aventura fue muy breve, pero dejó en mí la tentación de elucubrar en cuanto se suscitan este tipo de asuntos, en especial los que se refieren a la génesis, aprendizaje y teoría del lenguaje y sus relaciones con la psicología. La claridad con la que don Antonio Colino resumió la evolución que habían experimentado estas materias ha hecho que volviera a plantearme con cierta nostalgia una serie de cuestiones que me hubiesen pedido intensa y exclusiva dedicación y que, siguiendo oportunos consejos, abandoné para seguir los dictados, algo más arbitrarios, de mi vocación literaria.
No deja de ser una casualidad que me haya encontrado ahora ante aquellos problemas que siempre me parecieron apasionantes, aunque me quedara en el umbral de todas las puertas. De forma que esto es lo que, entre otras cosas, representa el sillón «g» para mí: el vasto mundo de los misterios científicos. El vasto mundo, en fin, de todos los misterios.
Y me parece muy adecuado, porque a esto me dedico, aunque de forma nada científica y sin atenerme a sistemas o métodos, porque las verdades que persigo se revelan en el campo de la creación, y no son hitos de un camino hacia un lugar preciso, sino luces aisladas que se encienden aquí y allá, en horizontes y rincones insospechados, y que no trazan ni aspiran a dibujar un itinerario descifrable.
Quizá fuera eso lo que me hizo retroceder de todos esos umbrales de la ciencia, una disposición instintiva a no buscar verdades ni certezas, a no apoyarme en ellas. La indagación literaria parte de la incertidumbre y el riesgo, y no persigue conclusiones ni resoluciones. El sillón «g», más allá de las palabras que la letra traiga a la cabeza, se convierte para mí en recordatorio del gran misterio del mundo. Con la conciencia de ese enigma, la humanidad ha luchado, ha hecho números, ha escrito para dar testimonio de los hechos, ha creado fábulas, poemas, imágenes, músicas... El amplio e inabarcable universo es el escenario de todo lo que hacemos, de lo que somos.
Pero la estela que don Antonio Colino ha dejado en la Academia está marcada por el aprecio personal. En los comentarios que, en diversas circunstancias, se han hecho de él, siempre se ha señalado su profunda humanidad, su modestia, su honradez, su sentido del deber y la responsabilidad y, desde luego, su entera dedicación a las tareas de las dos Academias de las que fue miembro numerario, la de las Ciencias y la de la Lengua. Antonio Colino caminó por la senda de la colaboración estrecha entre la ciencia y el lenguaje y dejó en la Academia la convicción de que esta labor resulta indispensable si se quiere vivir de acuerdo con los tiempos.
Quienes le conocieron, quienes tuvieron la suerte y el honor de coincidir con él en esta casa, lo recuerdan con emocionado afecto y evocan su entrega continua y entusiasmada, la sencillez de su trato y la autoridad moral que irradiaba.
Su gran amigo don Julián Marías destacó las virtudes que siempre lo acompañaron: pasión científica, avidez, entusiasmo, afán de saber, curiosidad, complacencia, ingenuidad. Y se detenía en esta cualidad, la ingenuidad. Subrayaba: «Ingenuo quiere decir ser libre, porque sin cierta ingenuidad no hay libertad en el hombre» (1).
De manera que, por encima de todo, este sillón «g» que
don Antonio Colino ocupó y que me ha tocado en suerte representa los valores humanos que lo caracterizaron y que se encuentran en la base de toda actividad entregada y leal.
Soy muy consciente del enorme vacío que don Antonio Colino ha dejado en la Academia. Al entrar yo en la casa, se me ofrece la posibilidad de sumarme al disfrute de su legado.
Como, sin duda, algo de su espíritu y de su excepcional humanidad se ha quedado para siempre aquí, entre nosotros, le agradezco al azar este privilegio.
*
Quisiera pedirles a todos los presentes que consideren con benevolencia las palabras que en ocasión tan solemne debo pronunciar. Soy escritora de ficción, y lo propio de mi oficio no es hilvanar discursos donde queden expresadas con acierto y en el adecuado tono ideas y consideraciones relativas a la lengua, sino urdir historias con ella, echando mano de todo cuanto esté a mi alcance, e incluso fuera de mi alcance, dejando que la historia me lleve, me conduzca adonde quiera llevarme.
Mis palabras están necesariamente impregnadas de dudas e inseguridades, porque no provienen de un conocimiento detallado ni contrastado, como ocurre en el caso de los especialistas de la lengua y la literatura, sino de la intuición solitaria del creador. Por eso he querido buscar cobijo en el Quijote, la gran novela de la lengua castellana. Al aventurarme por el amplio territorio creado por Cervantes, no sin osadía, nacida, quiero pensar, de esa «cierta ingenuidad» que Julián Marías, en referencia al científico Antonio Colino, declaraba necesaria para el ejercicio de la libertad, tengo la esperanza de que su luz difumine los contornos de mis carencias.
El Quijote es una lección constante, un estímulo continuo para los escritores. Es tan variada la gama de los tonos, ritmos y registros de la lengua que asombra la naturalidad con la que pasa de unos a otros. Jamás había alcanzado el castellano esa naturalidad y flexibilidad, esa capacidad de acomodarse a situaciones y personajes tan diversos.
En cada una de sus líneas, en cada uno de sus episodios, en los primeros planos, en los planos de fondo, en el centro de la acción, en todos los rincones de la obra encontramos la expresión idónea, genial. La forma en que la lengua se adapta a las variadísimas circunstancias que concurren en la novela nos empuja a los escritores a acometer empresas que parecen imposibles. El pulso narrativo de Cervantes late siempre con asombrosa naturalidad y da continuamente fe de la aventura de la lengua. Esa fe que le es tan necesaria a quien hace de la literatura el centro de su vida.
La pluma de Cervantes se atreve con todo. Su ambición es inmensa, como inmenso es su orgullo. En el Quijote se suceden los cuentos y no son pocas las veces que se opina sobre lo que se cuenta y cómo se cuenta. En el gusto de escuchar está incluido el gusto de opinar. Cervantes sabe dotar a sus personajes de la humildad y modestia requeridas para dar oportunos consejos sobre el arte de narrar, y los escritores se lo agradecemos de forma especial.
De entre los muchos consejos que da Cervantes, me he atenido, sobre todo, al que pone en boca de maese Pedro cuando advierte a su ayudante, que se ha dejado llevar por un desmesurado impulso oratorio: «Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala» (II, XXVI, 924)(2).
El creador es consciente de que su mirada está cargada de subjetividad y sabe que precisamente en la subjetividad estará el posible mérito de su aportación. No alberga voluntad alguna de demostración. El creador no parte de una idea previa, aspira a mostrar, busca ver. Y, finalmente, cree que ve. A esta subjetividad y esta fe me atengo, sin dejar de pedirles, de nuevo, benevolencia y generosidad.
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NOTAS
1. Discurso de contestación de Julián Marías al discurso de ingreso de Antonio Colino. RAE, 1972.
2. La edición del Quijote que se ha utilizado ha sido la del Instituto Cervantes (Círculo de Lectores, 2004, dirigida por Francisco Rico), y a ella corresponde la numeración.
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