viernes, 7 de enero de 2011

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "Mala hierba", de Pío Baroja (1872-1956)

Pío Baroja
                                                    I
El taller / La vida de Roberto Hasting / Alex Monzón

   Roberto se había levantado de la cama y, vestido con su traje de calle y sentado a una mesa llena de papeles, escribía.
   El cuarto era una guardilla trastera, baja de techo, con una gran ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de tamaño mayor que el natural, descomunales y estrambóticas, que estaban solamente esbozadas, como si el autor no hubiera querido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido y vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por el abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas y en el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón, un lebrillo con barro.
   De cuando en cuando, Roberto miraba a un reloj de bolsillo colocado sobre una mesa entre los papeles; se levantaba y daba unos paseos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de la casa de enfrente, se veía pasar mujeres desarrapadas y sucias; de la calle subía una barahúnda ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes.
   A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.
   Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting.
   Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida; se sentía capaz de tomar una determinación enérgica y dispuesto a seguirla hasta el fin.
   Su hermana mayor, que acababa de casarse con un bombero, le regaló unos pantalones rotos de su esposo, una chaqueta vieja y una bufanda raída. Además, añadió a la donación una gorra de forma y de color absurdos, un sombrero hongo anciano y algunos buenos y vagos consejos acerca del trabajo, el cual, como nadie ignora, es el padre de todas las virtudes, como el caballo es el más noble de todos los animales, y la ociosidad, la madre de todos los vicios.
   Es muy posible, casi seguro, que Manuel hubiese preferido a estos buenos y vagos consejos, a esta gorra de forma y color absurdos, a la chaqueta vieja, al sombrero anciano, a la bufanda raída y a los pantalones rotos, una pequeña cantidad de dinero, ya fuera en cuartos, en plata o en billetes.
   La juventud es así, no tiene norte ni guía; imprevisora siempre, concede más valor a los bienes materiales que a los espirituales, sin comprender en su ignorancia absoluta que una moneda se gasta, un billete se cambia, y las dos cosas pueden perderse, y, en cambio, un buen consejo ni se gasta ni se pierde, ni se reduce a calderilla, y tiene, además, la ventaja de que, sin cuidarse de él para nada, dura eternamente, sin enmohecimiento ni deterioro. Prefiriese una cosa u otra, hay que confesar que Manuel tuvo que contentarse con lo que le dieron.
   Con el lastre de los buenos consejos y de las malas prendas de vestir, sin vislumbrar ni un cuarto de luz en su camino, Manuel repasó en la memoria la corta lista de sus conocimientos, y pensó que, de todos, el único capaz de favorecerle era Roberto Hasting.
   Penetrado de esta verdad, para él muy importante, se dedicó a buscar a su amigo. En el cuartel ya le habían perdido de vista hacía tiempo; doña Casiana, la de la casa de huéspedes, a quien Manuel encontró en la calle, no sabía las señas de Roberto, y le indicó que quizá el Superhombre las supiera.
   —¿Sigue viviendo en su casa de usted?
   —No; estaba ya harta de que no me pagara. No sé dónde vive; pero le encontrará en El Mundo, un periódico de la calle de Valverde, que tiene un letrero en el balcón.
   Buscó Manuel el periódico de la calle de Valverde y lo encontró en seguida; subió al piso principal de la casa y se detuvo ante una puerta cerrada con un cristal en donde había grabados dos mundos: el antiguo y el moderno. No había timbre ni llamador de campanilla, y Manuel se puso a repiquetear con los dedos en el cristal, encima precisamente del nuevo mundo, y en esta ocupación le sorprendió el mismísimo Superhombre, que llegaba de la calle.
   —¿Qué haces aquí? —le dijo el periodista, mirándole de arriba abajo—. ¿Quién eres tú?
   —Yo soy Manuel, el hijo de la Petra, la de la casa de huéspedes, ¿no se acuerda usted?
   —¡Ah, sí!... ¿Y qué quieres?
   —Quisiera que me dijese usted si sabe en dónde vive don Roberto, que creo que ahora es periodista.
   —¿Y quién es don Roberto?
   —El rubio..., el estudiante amigo de don Telmo.
   —¿El niño litri aquél...? ¡Yo qué sé!
   —¿Ni dónde trabaja tampoco?
   —Creo que da lecciones en la Academia de Fischer.
   —No sé en qué sitio está esa academia.
   —Me parece que en la plaza de Isabel Segunda —contestó el Superhombre de un modo displicente, mientras abría la puerta de cristales con un llavín y entraba.
   Manuel fue a la academia; aquí, un ordenanza le dijo que Roberto vivía en la calle del Espíritu Santo, en el número 21 o 23, no sabía a punto fijo, en un piso alto, donde había un estudio de escultor.
   Manuel buscó la calle del Espíritu Santo; la geografía de esa parte de Madrid le era un tanto desconocida. Tardó en dar con la calle, que estaba en aquellas horas animadísima; las verduleras, colocadas en fila a los lados de la calle, anunciaban sus judías y sus tomates a voz en grito; las criadas pasaban con sus cestas al brazo y sus delantales blancos; los horteras, recostados en la puerta de la tienda, echaban un párrafo con la cocinera guapa; corrían los panaderos entre la gente con la cesta en equilibrio en la cabeza, y el ir y venir de la gente, el gritar de unos y de otros, formaban una barahúnda ensordecedora y un espectáculo abigarrado y pintoresco.
   Manuel, abriéndose paso entre el gentío y las cestas de tomates, preguntó por Roberto en los números que le indicaron; no le conocían las porteras, y no tuvo más remedio que subir hasta los pisos altos y enterarse allí.
   Después de varias ascensiones dio con el estudio del escultor. En el extremo de una escalera sucia y oscura se encontró con un pasillo en donde charlaban unas cuantas viejas.
   —¿Don Roberto Hasting? ¿Uno que vive en el taller de un escultor?
   —Será ahí, en esa puerta.
   La entreabrió Manuel, se asomó y vio a Roberto escribiendo.
   —¡Hola! ¿Eres tú? —dijo Roberto—. ¿Qué hay?
   —Pues venía a verle a usted.
   —¿A mí?
   —Sí, señor.
   —¿Qué te pasa?
   —Que me he quedado parado.
   —¿Cómo parado?
   —Sin trabajo.
   —¿Y tu tío?
   —¡Oh, ya hacía tiempo que no estaba allí!
   —¿Y cómo ha sido eso?
   Manuel contó sus cuitas. Luego, viendo que Roberto seguía escribiendo rápidamente, se calló.
   —Puedes seguir —murmuró Hasting—, te oigo mientras escribo; tengo que concluir un trabajo para mañana y necesito correr, pero te oigo.
   Manuel, a pesar de la indicación, no siguió hablando. Miró a los dos gigantones derrengados que ocupaban el centro del taller y quedó sorprendido. Roberto, que notó el asombro de Manuel, le preguntó riendo:
   —¿Qué te parece eso?
   —Qué sé yo. Da miedo. ¿Qué quieren decir esos hombres?
   —El autor los llama "Los explotados". Quiere dar a entender que son los hombres a quienes agota el trabajo. Poco oportuno el asunto para España.
   Roberto siguió escribiendo. Manuel separó la vista de los dos figurones y la dirigió por el cuarto. No tenía aspecto de riqueza, ni siquiera de comodidad; Manuel pensó que el estudiante no marchaba bien en sus asuntos.
   Roberto echó una rápida mirada a su reloj, dejó la pluma, se levantó y paseó por el cuarto. Contrastaba su elegancia con el aspecto miserable del cuarto.
   —¿Quién te ha dicho dónde vivía? —preguntó.
   —En una academia.
   —¿Y quién te ha indicado la academia?
   —El Superhombre.
   —¡Ah! El divino Langairiños... Y dime, ¿desde cuándo estás sin trabajo?
   —Desde hace unos días.
   —¿Y qué piensas hacer?
   —Pues estar a lo que salga.
   —¿Y si no sale nada?
   —Creo que algo saldrá.
   Roberto sonrió burlonamente.
   —¡Qué español es eso! Estar a lo que salga. Siempre esperando... Pero, en fin, tú no tienes la culpa. Oye: si estos días no encuentras sitio donde dormir, quédate aquí.
   —Bueno; muchas gracias. ¿Y la herencia de usted, don Roberto? ¿Cómo va?
   —Marchando poco a poco. Antes de un año me ves rico.
   —Me alegraré.

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