Arturo Barea
Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora Encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones, donde están los "veintes", los "treintas" o los "sesentas". Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tienen todos el mismo número. Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia.
Son los equipos de los soldados de la Escolta Real, los únicos soldados que tienen sábanas para dormir.
Todas las mañanas pasan por el puente del Rey los soldados de la escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones.
El príncipe es un niño rubio con ojos azules, que nos mira y se ríe, poniendo cara de bobo. Dicen que es mudo y que se pasea en la Casa de Campo entre un cura y un general con bigotes blancos, que le acompañan todos los días. Estaría mejor aquí, en el río, jugando con nosotros. Además, le veríamos en pelota cuando nos bañamos, y sabríamos cómo es un príncipe por dentro. Pero parece que no le dejan. Una vez se lo dijimos al tío Granizo, el dueño del lavadero, porque él tiene confianza con el guarda mayor de la Casa de Campo que a veces habla con el príncipe. El tío Granizo nos lo prometió y luego nos dijo que el general no le dejaba.
Estos militarotes son todos igual. A casa de mi tío José va un general que estuvo en las Filipinas. Se trajo de allí a un chino muy viejo que me quiere mucho, un bastón de una madera de color rosa, que él dice que es la espina de un pescado que llaman manatí y mata a quien dan un palo con ella, y una cruz que no es una cruz, es una estrella verde con muchos rayos. La lleva en todas partes: bordada en el chaleco y en la camisa, y además en un botón de esmalte en la solapa de la americana.
El general, cuando va a casa, gruñe carraspeando y me pregunta "si soy un hombrecito". En seguida me empieza a regañar: "Niño, estáte quieto, los hombrecitos no hacen esto". "Niño, deja el gato, ya eres un hombre". Me suelo sentar entre las piernas de mi tío y ellos charlan de política y de la guerra de los rusos y los japoneses. La guerra acabó hace años, pero al general le gusta hablar de ella, porque ha estado en China y en el Japón. Cuando hablan de esto, los escucho, y cada vez que oigo cómo los japoneses les zumbaban a los rusos, me alegro. Tengo una rabia loca a los rusos. Tienen un rey muy bestia que es el zar, y un jefe de policía que se llama Petroff, "el capitán Petroff", y es un bárbaro que lleva a la gente a latigazos. Todos los domingos, mi tío me compra las Aventuras del capitán Petroff. Le tiran muchas bombas, pero no le matan.
Cuando no hablan de la guerra, me aburro y me pongo a jugar, tumbado en la alfombra del comedor.
Este general que va con el príncipe debe de ser igual. Es el que le va a enseñar a hacer la guerra cuando sea rey, porque todos los reyes necesitan saber cómo hacer la guerra. El cura le enseña a hablar. Esto no lo entiendo, porque, si es mudo, no sé cómo va a hablar; puede que hable por ser príncipe, porque de los mudos que yo conozco ninguno habla más que por señas y no será por falta de curas.
Me estoy aburriendo porque no baja ninguna pelota y nos hace falta una para jugar esta tarde. Es muy sencillo pescar una pelota.
Delante de la casa del tío Granizo hay un puentecillo de madera, hecho con dos rieles del tren atravesados y cubiertos de tablones, con su barandilla y todo, pintado de verde. Allí pasa un río negro que sale de un túnel debajo del puente del Rey; este túnel y este río son la alcantarilla de Madrid. Todas las pelotas que pierden los chicos en las calles de Madrid, porque se les cuelan por las bocas de las alcantarillas, bajan flotando, y nosotros, desde lo alto del puente, las pescamos con una manga hecha de un palo largo y la alambrera vieja de un brasero. Una vez cogí una de goma pintada de colorado. Al otro día, en el colegio, me la quitó Cerdeño y, como es mayor que yo, me tuve que callar. Ahora que le costó caro: le metí una pedrada desde lo alto de la corrala; ha llevado una venda tres días y le han tenido que coser los sesos con hilo. Claro que no sabe quién ha sido; pero, por si se entera, llevo siempre una piedra de puntas en el bolsillo, y como me quiera pegar, le van a coser otra vez.
Antonio, el cojito, se cayó una vez desde el puentecillo y por poco se ahoga. Le sacó el señor Manuel, el mozo del lavadero, y le apretó la tripa con las dos manos. Comenzó a echar agua sucia por la boca; luego le dieron té y aguardiente. El señor Manuel, como es un borrachín, se bebió un trago grande de la misma botella, porque se había mojado los pantalones y decía que tenía frío.
Nada, que no baja ninguna pelota; me voy a comer, que me está llamando mi madre. Hoy comeremos al sol sobre la hierba. Esto me gusta más que los días que no hay sol y hace frío; entonces comemos dentro de la casa del tío Granizo. Es una taberna con un mostrador de estaño y unas mesas redondas que todas están cojas: se cae la sopa y además el brasero da un tufo inaguantable. No es un brasero, es un anafre muy grande, con una lumbre en medio y con los pucheros de todas las lavanderas alrededor. El puchero de mi madre es pequeño, porque no somos más que dos, pero el puchero de la señora Encarna parece una tinaja. Son nueve y tienen por plato una palangana pequeña. Se sientan todos alrededor y van metiendo la cuchara por turnos. Cuando llueve y comen dentro, se sientan en dos mesas y reparten la comida entre la palangana y una cazuela de barro muy grande que el tío Granizo tiene para guisar caracoles los domingos. Porque los domingos no hay lavadero y el tío Granizo guisa caracoles; por la tarde bajan hombres y mujeres a bailar aquí y meriendan caracoles y vino. Un domingo nos convidó a mi madre y a mí, y yo me hinché de comer. Los caracoles se cogen aquí mismo entre la hierba, sobre todo después que ha llovido, cuando salen a tomar el sol. Nosotros, los chicos, los cogemos, les pintamos la cáscara de colores y jugamos con ellos a las carreras de caballos.
El cocido sabe aquí mejor que en casa: se pica una sopa de pan muy delgadita y luego se vierte encima el caldo del cocido, amarillo de azafrán. Se come uno la sopa, luego los garbanzos, y por último la carne, con tomates cortados por la mitad, espolvoreados de sal. De postre, la ensalada: unas lechugas jugosas con un cogollo muy tierno, como no las hay en Madrid. Las cría el tío Granizo aquí, al lado de la alcantarilla, porque dice que con el agua de la alcantarilla crecen mejor; y es verdad. Esto parece que es una porquería, pero también se echa la basura en los campos y las gallinas se la comen. Sin embargo, el pan y las gallinas están muy ricos.
Las gallinas y los patos conocen la hora de la comida. En cuanto han visto que mi madre volcaba la banca han comenzado a venir. Debajo de la banca había una lombriz muy grande y muy larga, y un pato la ha visto en seguida. Se la ha comido igual que me como yo los fideos gordos: la ha dejado colgando del pico y después la ha sorbido, haciendo "paff" y ¡adentro! Después se ha picoteado las plumas del cuello como si le hubieran quedado migas y ha esperado a que le eche un cacho de pan. No se lo doy en la mano, porque es muy bruto: pica los dedos y, como tiene el pico muy duro, hace daño.
Con la banca boca abajo como mesa, comemos los dos, mi madre y yo, sentados en el suelo. Mi madre tiene las manos muy pequeñitas; y como toda la mañana desde que salió el sol ha estado lavando, los dedos se le han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy brillantes. Algunas veces las yemas se le llenan de las picaduras de la lejía que quema. En el invierno se le cortan las manos, porque cuando las tiene mojadas y las saca al aire, se hiela el agua y se llenan de cristalitos. Le salta la sangre como si la hubiera arañado el gato. Entonces se da glicerina en ellas y se curan en seguida.
Cuando acabemos de comer vamos a hacer la carrera de autos París-Madrid con las carretillas de llevar la ropa. Le hemos quitado cuatro al señor Manuel, sin que se entere, y las tenemos escondidas en la Pradera. No quiere que juguemos con ellas, porque pesan mucho y dice que nos vamos a romper una pierna; pero es muy divertido. Tienen una rueda de hierro delante que chirría al rodar; uno de nosotros se monta encima y otro empuja a todo correr, hasta que se cansa; entonces vuelca de repente la carretilla y el que va encima se cae. Una vez hicimos así el choque de trenes y el cojito se machacó un dedo. El pobre es un desgraciado: su padre le dio un palo y le dejó cojo; como he dicho, se cayó de la alcantarilla; como es cojo y no desgasta más que una bota, su madre le hace ponerse las dos botas del mismo par, una cada día, para que las desgaste por igual. Cuando le toca la del pie izquierdo, que es el que le falta, se queda cojo de los dos pies y tiene mucha gracia verle correr colgado de las muletas.
Yo he visto la carrera París-Madrid en la calle del Arenal, en la esquina de la calle donde vive mi tío. Habían puesto muchos guardias para que no atropellaran a la gente, pero no los dejaron llegar corriendo hasta la Puerta del Sol como ellos querían. La meta estaba en el puente de los Franceses, y allí se espachurraron cuatro o cinco autos. Yo no había visto nunca un auto de carrera, porque los que hay en Madrid parecen coches sin caballos; pero éstos son diferentes. Son muy bajitos y muy largos y el hombre va metido dentro, tumbado, y sólo se le ve la cabeza, con una gorra de pelos y unas gafas grandes con cristales, como las de los buzos.
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