Ángel García López
Íbamos en vehículo, como las madreselvas
al llegar el verano. Parecía que fuese
a quedar solitaria la ciudad. Porque huíamos
millares de inocentes a encontrar un domingo
donde al fin no escondernos, en busca de la muerte
que se hallaba en el campo.
Tus piernas comprendían
por qué al verlas cantaban todas las autoescuelas
y también los semáforos. Pues eran el prodigio
que iba dando a las ruedas el lugar donde el tiempo
caminaba a ser joven. Y por ellas andaba
el camino y el sitio al que yo dirigía
mi insistencia y mi alma para llegar temprano
al calor de esa tarde.
Corrías como loca,
como desesperándote. La calle trasladaba
su sonido a tus ojos. Yo besaba tu cuello,
que, al igual que una espiga, volaba hasta esa frente
donde yo andaba oculto.
En la larga avenida
preguntaban quién era aquella luz con gafas
que llevaba el volante.
Y el aire nos cegaba
sin poder distraernos. Ya que tú conducías
apoyada en mis labios. Y al fondo había un paseo
al que correr sin riesgos que no fuesen la muerte
a que nos dirigíamos. Algo así como un cuerpo
del que fue deseado, como un monte no visto
que se fuese acercando a explicar cuántos iban
a morir aquel día.
Porque el auto iba ardiendo
de los dos. Y los pinos estaban situados
invisibles y adrede, para que nuestras vidas
dejaran contra ellos lo que nos desahuciaba.
O tal vez lo que entonces simuló desahuciarnos
para no confundirnos.
Que no era cosa alguna
sino la carretera, las urbanizaciones
por las que, rodeando, dimos vueltas a nada.
O a la fuente sin agua que bebió de nosotros
y compró en ti la lluvia.
Lo cierto es que esa tarde
íbamos a matarnos preguntándonos cómo
hallar el gran momento en el que consumirnos.
Si mejor en los pinos o en tu hoguera cercana,
junto a la gasolina. Porque al fondo había un muro
que tú, la conductora, ya habías colocado
sin saber que existía.
Por eso entendí era
el momento oportuno de intentar el suicidio.
Y pedí desnudarte. Y fui bajo tu blusa
descubriendo el verano.
Así que me di muerte
sin que me equivocara. Y me maté de pronto,
pero muy despacito. Meditando en que el golpe
fue mortal. Y tan grave que debe repetirse
si quieres resucite de este estado de muerto
del que vengo muriéndome.
Porque sé desde entonces
que he muerto en esas curvas que llevaban al parque.
Aunque estés indicándome con tus ojos de viernes
que no hay curvas ni parque, que es tan sólo tu cuerpo.
Y, en verdad, al mirarte, soy el canto glorioso
de los resucitados. Y, aun difunto, conozco
mi fortuna es tan grande que no cabe en tu auto
y al suicidio hace corto.
Por eso fui conforme
de morir tanto rato.
Así que me di muerte
sin que me lastimaras. Y elegí no matarte
para no morir mucho. Y poder otro día
pedirte que me mueras, pero aún más despacito.
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