martes, 14 de septiembre de 2010

LITERATURA. MÚSICA. "'La resurrección' de Händel", de Stefan Zweig. "El Mesías"

Stefan Zweig


   Según el relato de Stefan Zweig ("La resurrección de Händel", en su libro Momentos estelares de la humanidad), un 14 de septiembre de 1741, el músico terminó su oratorio "El Mesías".

     Podemos leer a continuación el comienzo de dicha historia:
Aquella tarde del 13 de abril de 1737 estaba el criado de Jorge Federico Händel entregado a la más singular de las ocupaciones ante la abierta ventana del piso bajo de la casa de Brook Street, en Londres. Acababa de descubrir con disgusto que se le había terminado el tabaco, y aunque le hubiera bastado cruzar dos calles para hacerse con nueva picadura en la tabaquería de su amiga Dolly, no se atrevía a salir de casa por miedo a la irascibilidad de su dueño y señor. Jorge Federico Händel había vuelto del ensayo presa de tremenda furia, con el rostro congestionado, abultadísimas las arterias temporales junto a las sienes. Cuando entró, cerró la puerta violentamente, y ahora iba y venía por sus habitaciones del primer piso de un modo tan descompuesto que hacía temblar el techo del entresuelo. Ciertamente, en tales momentos no era prudente descuidar el servicio. Por eso, en lugar de lanzar bocanadas de humo, de haber tenido tabaco, el criado se entretuvo en hacer pompas de jabón. Después de preparar debidamente un recipiente para el caso, se complacía en echar a la calle los irisados globitos. Los transeúntes se paraban y los pinchaban con el bastón traviesamente, reían y saludaban al autor del entretenimiento, pero no se extrañaban, puesto que todo podía esperarse de aquella casa de Brook Street: allí atronaba el clavicordio en plena noche, y se oía gritar y sollozar a las cantantes cuando el violento alemán las hacía objeto de tremendas amenazas, por haber dado una nota demasiado alta o excesivamente baja. En fin, hacía tiempo que los vecinos de Grosvenor Square consideraban aquella casa de Brook Street, 25, como un verdadero manicomio. El sirviente continuaba tranquilamente lanzando sus pompas. Cada vez iban siendo mayores, más transparentes, subían más y más alto, incluso una llegó a sobrepasar el primer piso de enfrente. De pronto se sobresaltó, pues toda la casa se había conmovido por efecto de un golpe sordo. Vibraron los cristales, moviéronse las cortinas. Todo indicaba que algo muy pesado se había derrumbado en el piso superior. El criado subió inmediatamente y se dirigió a toda prisa al estudio del maestro. El sillón estaba vacío y la habitación también. Se disponía ya a entrar en el dormitorio cuando descubrió a Händel que yacía inmóvil en el suelo con los ojos abiertos, como muerto. Paralizado por el susto, el criado percibió un ahogado estertor entre unos gemidos cada vez más débiles. "Está agonizando", pensó el pobre hombre, presa de inmensa pena, y, arrodillándose, intentó auxiliar a su amo. Poco después apareció Cristóbal Schmidt, el amanuense del maestro, que se hallaba en el piso bajo copiando unas arias y a quien sobresaltó también la brusca caída del maestro. Entre los dos consiguieron levantar aquel voluminoso cuerpo, cuyos brazos pendían inertes, como los de un difunto.
-Desnúdale -ordenó Schmidt al criado-. Yo iré a buscar al médico. No dejes de ir rociándolo con agua hasta que logres reanimarle. Salió Cristóbal Schmidt sin ponerse siquiera la chaqueta y echó a correr, sin perder un instante, por Brook Street en dirección a Bond Street, haciendo señas a todos los coches que pasaban, sin que nadie se fijase en aquel hombre en mangas de camisa. Por fin se detuvo uno de ellos. El cochero de lord Chandos había reconocido a Schmidt, quien, prescindiendo de toda etiqueta, abrió precipitadamente la portezuela, gritando:
-¡Händel se está muriendo! -Schmidt sabía que el aristócrata que iba en el interior del carruaje era uno de los mejores protectores del querido maestro y un gran amante de la música. Luego añadió: -Voy por el médico.
Lord Chandos le invitó en seguida a subir, el cochero fustigó los caballos y se dirigieron a buscar al doctor Jenkins, que en su despacho de Fleet Street estaba ocupado en analizar un frasco de orina. Inmediatamente, el doctor se trasladó en compañía de Schmidt a Brook Street en su ligero cochecillo.
-Las ocupaciones y los disgustos tienen la culpa de lo que pasa -se lamentaba el sirviente durante el trayecto-. Esos malditos cantantes, esos criticastros, toda esa gentuza asquerosa le están matando a disgustos. Este año escribió cuatro óperas para salvar el teatro, pero ellos se escudan en las mujeres y en la Corte. Ese maldito italiano, ese mico aullador, los trae locos. ¡Oh, cuánto daño han hecho a nuestro Händel! Todos sus ahorros, diez mil libras, los ha invertido en esa empresa, y ahora le acosan despiadadamente con pagarés, sin dejarle un momento de respiro. Nadie compuso jamás obras tan sublimes, nunca hombre alguno demostró tanta abnegación, pero tantas cosas juntas llegan a matar incluso a un gigante. ¡Qué grande, qué genial es nuestro maestro! El doctor Jenkins, frío y reservado, escuchaba toda aquella perorata. Cuando llegaron a la casa, antes de entrar en ella dio una chupada a su pipa y sacudió el resto de tabaco que quedaba en ella.
-¿Qué edad tiene? -preguntó de pronto.
-Cincuenta y dos años -contestó Schmidt.
-Mala edad. Ha trabajado como un toro; por otra parte, también es fuerte como un toro. En fin, veremos lo que tiene y lo que puede hacerse. El criado sostuvo una palangana. Cristóbal Schmidt levantó un brazo al maestro y el médico pinchó la vena. Brotó al instante un chorro de sangre roja, caliente, y al propio tiempo salió un suspiro de los labios del enfermo. Händel respiró profundamente y abrió los ojos, unos ojos que indicaban cansancio, extrañeza, insconciencia, sin expresión alguna, y que carecían de su brillo habitual.
El médico le vendó el brazo. No quedaba gran cosa más que hacer. Se disponía ya a levantarse cuando se dio cuenta de que los labios del enfermo se movían. Se aproximó al paciente y percibió en un susurro, como un suspiro, lo que Händel decía:
-Todo..., todo se acabó para mí... No tengo fuerzas..., no quiero vivir sin fuerzas.
El doctor Jenkins se inclinó profundamente sobre él y advirtió que uno de los ojos, el derecho, le miraba fijamente, mientras el otro se movía de un modo normal. Intentó levantarle el brazo derecho, pero cayó inerte. Luego le levantó el izquierdo, que permaneció levantado. Al doctor Jenkins le bastaron aquellos indicios: sabía ya lo que quería saber.
Cuando hubo salido de la habitación, Schmidt le siguió hasta la escalera, asustado, demudado.
-¿Qué tiene? -preguntó con ansiedad.
-Se trata de una apoplejía. El lado derecho está paralizado.
-¿Se curará? -preguntó Schmidt, desolado.
El doctor tomó ceremoniosamente una dosis de rapé. No le gustaba aquella clase de preguntas.
-Quizá. Todo es posible -fue su lacónica respuesta.
-¿Y quedará paralítico?
-Probablemente, si no ocurre un milagro.
Pero Schmidt, dominado por un amor profundo a su maestro, no dejaba de preguntar:
-¿Y podrá..., podrá al menos volver a trabajar? ¡Él no puede vivir sin hacer algo, sin componer las maravillas que le dicta su inspiración!
El doctor se hallaba ya en la escalera.
-Eso, jamás -dijo quedamente-. Quizá podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido. El ataque ha afectado el cerebro.
Schmidt le miró fijamente, trasluciendo su rostro tal desesperación, que conmovió al médico.
-Lo dicho -repitió-: si no ocurre un milagro... Yo aún no he visto ninguno.

Ahora, un fragmento del oratorio -el "¡Aleluya!":

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