sábado, 19 de junio de 2010

PRENSA. "Dolor de corazón", de Elvira Lindo

Elvira Lindo
En Domingo, suplemento de "El País":

Dolor de corazón


Elvira Lindo 13/06/2010

No sé si querría ser más joven. Lo que sí que me gustaría es estancarme, hacer eterno este presente. De la juventud quisiera conservar la lozanía física, pero no envidio a quien era hace veinte años, aquella joven perdida en ansiedades estériles. No es infrecuente que en la mente juvenil aniden ideas falsas, una de las más comunes es la creencia de que no hay amor verdadero sin sufrimiento. Esa imagen caricaturesca del amor, tan ligada al cliché romántico, convierte a muchos jóvenes cándidos en víctimas propicias de los chulos o las listillas, de las mujeres manipuladoras o los hombres fanfarrones. El joven o la joven inocente buscan, como si fuera un alimento para el alma, a alguien que les machaque, porque entienden que el amor sólo habita en el terreno de la melancolía. Lo más natural es que las personas aprendamos y que con la experiencia de un capullo o de una arpía en nuestro expediente amoroso tengamos más que suficiente; puede incluso que echando la vista atrás concluyamos que haber sido el juguete de un amante caprichoso nos ha servido para desarrollar mecanismos de defensa que nos protegerán toda una vida. Pero ay de aquel que perpetúe el carácter sufridor hasta perder por completo su autoestima. No hablo de malos tratos físicos, por supuesto, sino de mera supeditación. Lo pensaba el otro día cuando caminando por el paseo del Prado pude escuchar cómo un hombre maduro de gesto malencarado le decía a su mujer antes de cruzar el semáforo: "¡Tira!". Tira, le decía sin apenas mirarla, indicándole con un gesto de la cabeza que pasara delante de él. Tira, a secas, sin acompañar la orden de un nombre propio o de otro añadido que le restara fiereza. Tira, como si en vez de pasear con una mujer estuviera pastoreando una cabra. Aún peor, porque a los animales esas órdenes tajantes les salvan en muchas ocasiones de morir bajo las ruedas de un coche. Quién no ha amado alguna vez a quien no le convenía. Quién no se ha empecinado en perseguir a alguien que no le correspondía. El cine, la ficción en general, ha sacralizado el amor fatal, siguiendo, como si se tratara de una plantilla, esa idea juvenil de que sólo merece la pena aquel que nos hace perder la cabeza. Hay una película en cartelera, Two lovers, que evita esa convención romántica. Un joven (el extraodinario Joaquin Phoenix) que padece una enfermedad mental vuelve a casa de sus padres después de un fracaso amoroso que le ha dejado al borde del colapso. Conoce a dos mujeres: una de ellas (Gwyneth Paltrow) representa a la mujer inalcanzable, que se aprovecha de su cariño sin amarle; la otra (Vinessa Shaw) es la mujer que ama sin trampas y que le ofrece una vida serena, dentro del orden familiar en el que se criaron y del barrio en el que crecieron, Brooklyn. Lo interesante es que el director no ha dotado de mayor atractivo a la joven de vida inestable ni ha restado misterio a la chica formal. Las dos mujeres poseen un aura de cine clásico y la película, de apariencia sencilla, te deja cavilando sobre los tortuosos caminos que conducen a la felicidad. De la felicidad se habla mucho. Y se lee. Hay gente que lee manuales sobre la felicidad en el autobús o en el metro de camino al trabajo. Me pregunto si todos esos lectores que hunden su mirada en un libro de autoayuda tienen algo en común: ¿son todos ellos infelices?, ¿comparten el mismo afán de aquel que lee un libro religioso?, ¿se aprende a ser feliz o el que nace con la sombra de la desgracia en su carácter está marcado para siempre? Varias universidades de Estados Unidos, Europa y Australia han realizado el más completo estudio sobre la felicidad hasta el momento. No se trata de elucubraciones sino de un abrumador estudio de campo que ha saltado fronteras tratando de encontrar elementos comunes en la sensación de felicidad o desgracia que acompaña a los seres humanos a lo largo de la vida. Que el dinero no da la felicidad es algo que se confirma, siempre y cuando, añade el estudio, se hayan cubierto las necesidades básicas. Piense usted por qué los malagueños se declaran, en general, más felices que los suizos. En mi opinión, razones no les faltan. Pero eso es otro asunto. Hay aspectos en el estudio menos transitados y, por tanto, más curiosos: el periodo de la vida donde se concentran los mayores estados de infelicidad está comprendido entre los 17 y los 50 años. La infancia es, si se da en buenas condiciones, esa época en la que se atesora una batería de felicidad para el futuro, y los años de juventud y madurez, o sea, de productividad, son aquellos en los que se acumula una mayor cantidad de angustia y ansiedad. A partir de los cincuenta, dice el estudio (no se trata de mi opinión), comienza una línea ascendente hacia la satisfacción, porque son más felices aquellos que viven en paz con sus limitaciones. La cultura de las últimas décadas, tan generadora de necesidades absurdas, ha trastornado (esto sí es opinión mía) la felicidad de la infancia, pero, en general, siguen siendo los viejos y los niños los más dotados para el disfrute. Es cierto que ser viejo duele en los huesos, pero al parecer provoca más dolor el deseo frustrado de tener una vida distinta de la que nos ha tocado en suerte.

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