"Nadie hablaba voluntariamente de aquello, me crié con el silencio angustioso en que estaba envuelto", señala Herta Müller sobre la deportación a los campos de trabajo soviéticos, tema de su nueva novela.- DAVID GANNON/AFP/Getty Images ("El País")
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
La vida extrema
CECILIA DREYMÜLLER 12/06/2010
"Las frases verdaderas están siempre relacionadas con una herida profunda", dice en una entrevista Herta Müller. La Nobel recrea las vivencias de los rumanos de origen alemán deportados a Ucrania en 1945, entre ellos, su madre y el poeta Oskar Pastior.
Por la puerta de la señorial torre modernista de la 'Literaturhaus' en el centro de Berlín entra una mujer de apariencia frágil, envuelta en amplios ropajes negros. Las facciones duras, nobles, sin edad, le confieren una belleza singular, como de condesa transilvana. Su figura menuda y sumamente discreta pasa inadvertida entre la clientela igualmente discreta del café; solo alguna ceja se alza en respetuosa señal de reconocimiento. Herta Müller (Nitzkydorf, 1953, Rumania, premio 'Nobel de Literatura' 2009) se acerca con el andar de una persona tímida. Habla con voz baja, si bien firme, y con este ligero acento de los rumanos de habla alemana que conservaron durante siete siglos su idioma y sus costumbres del sur de Alemania en esa Rumania multiétnica donde convivieron rumanos, húngaros, judíos, gitanos y búlgaros. Se confiesa agotada por los compromisos que le acarrea el Nobel, aunque sus ojos claros y vivos, la mirada directa, dan fe de una inusual fuerza vital. Sin esta energía tal vez no hubiese logrado abandonar su Rumania natal, todavía en plena dictadura del conducator Nicolae Ceausescu. No hubiese soportado las represalias por negarse a colaborar con la Seguritate, la vigilancia, los interrogatorios, la censura. Ahora lleva un cuarto de siglo viviendo en Alemania, país donde publicó en 1984 su primer libro no censurado, En tierras bajas. Ahora publica en España su última novela, Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela).
PREGUNTA. Dos meses antes del fallo del Premio Nobel publicó usted esta novela sobre la deportación de los alemanes de Rumania a campos de trabajo rusos en 1945. ¿Por qué eligió este tema que ha sido silenciado tanto tiempo en Rumania?
RESPUESTA. El tema me ha rondado por la cabeza durante muchos años, pues mi madre fue uno de los deportados, y me he criado con el silencio angustioso en que estaba envuelto, las alusiones veladas, la intuición del sufrimiento que había detrás. En Rumania esto era un tema tabú -y sigue sin ser investigado a fondo- porque evocaba el recuerdo del pasado fascista. A la gente no le gustaba que le recordasen que el Gobierno de Antonescu fue fiel aliado de Hitler. Solo porque el Ejército ruso invadió el país en agosto de 1944 y lo derrocó se produjo en Rumania el súbito cambio de régimen. Todos los soldados rumanos habían participado en las campañas hitlerianas de destrucción de la Unión Soviética, pero, en enero de 1945 -todavía meses antes de que terminara la guerra-, solo los miembros de la minoría alemana fueron enviados a Ucrania para trabajos forzados de reconstrucción. Fueron deportados en nombre de la culpa colectiva, en concepto de trabajos de reparación. Cerca de 100.000 rumanos de origen alemán fueron transportados en vagones de ganado hacia el Este. No sabían adónde los llevaban y, una vez allí, ignoraban cuánto tiempo debían permanecer en los campos de trabajo. Al final fueron cinco años, que pasaron en condiciones inimaginables. Realizaron trabajos extremadamente duros en minas de carbón, en la construcción y en los koljós, las granjas colectivas. No había comida, muchos murieron de hambre. No tenían con qué resistir el frío, la gente trabajaba a la intemperie y moría congelada. Sufrieron todo tipo de infecciones y enfermedades a causa de las terribles condiciones sanitarias y la mayoría de los que sobrevivieron volvieron mutilados o con enfermedades crónicas.
P. ¿Su madre habló con usted de su experiencia?
R. Nadie hablaba voluntariamente de aquello. De mi madre oía desde niña frases como: "El viento es más frío que la nieve", o "una patata caliente es como una cama caliente", o "la sed es peor que el hambre", que metí directamente en la novela. Pero en un momento dado, en el año 2001, me di cuenta de que quedaba cada vez menos gente que me pudiera hablar de lo que le pasó allí. Que cada vez era más difícil acceder a testimonios directos, pues mi madre, que había mantenido contacto con algunos de los deportados en nuestro pueblo después de marcharse a Alemania, me informaba sobre la desaparición de cada vez más conocidos y familiares. Yo siempre me había interesado por este tema, he escrito bastante sobre ello, tanto ensayo como ficción. En todos mis libros anteriores sale, si bien solo de forma secundaria. En Alemania se ha llevado a cabo una larga concienciación histórica, en relación con el fascismo y la guerra, pero en los antiguos países del Este, como Rumania, Hungría o Bulgaria, queda todavía mucho por hacer. Por eso empecé a hacer entrevistas a los supervivientes, viajé a Rumania, a mi pueblo, y hablé con gente que conocía. Sin embargo, no saqué mucho en limpio. Fue Oskar Pastior, el poeta rumano-alemán afincado en Alemania, el primero en hablarme abiertamente. Después, miré en el cementerio de Timisoara la placa dedicada a la memoria de los muertos en los campos de trabajo, que han colocado finalmente, y me apunté nombres que puse a los personajes de la novela, revestidos de las historias que él me había contado.
P. O sea, ¿que Oskar Pastior (1927- 2006), que es el álter ego del protagonista, Leo Auberg, no figuraba como punto de partida de su novela?
R. No, había empezado a trabajar en ella antes. Y aunque sabía que él había sido deportado, no me había atrevido a preguntarle. Le tenía una admiración y un respeto enormes, era un gran poeta, un personaje demasiado venerado. No concebía que él se iba a abrir ante mí. Yo era una amiga, pero de otra generación, ¿cómo iba a compartir conmigo sus recuerdos dolorosos? Pero lo curioso fue que cuando le expliqué mi proyecto le gustó. Parecía que tenía no solo ganas, sino necesidad de hablar de esta parte de su vida que había silenciado tantos años. Y así empezó a contarme cosas que yo apuntaba en cuadernos. Llegué a llenar cuatro cuadernos hasta su muerte repentina. Fue algo completamente inesperado. Era mayor, tenía 78 años, pero estaba bien. Y muy ilusionado con el libro porque habíamos acordado escribir la novela a cuatro manos. Existían ya unas treinta páginas.
P. ¿Y qué hizo usted entonces?
R. Primero no hice nada. Estaba paralizada por el dolor de la pérdida, no podía escribir. Había sido un gran amigo, una persona extraordinaria, y durante casi un año estuve de duelo. Después retomé los cuadernos y decidí seguir adelante con la novela por mi cuenta, también en homenaje al amigo.
P. Llama la atención el conocimiento de los lugares y la recreación de las sensaciones físicas: sobre todo, el hambre, pero también el calor, el frío, el agotamiento... La ambientación de la mina, del campo de trabajo, el paisaje y las condiciones climáticas poseen un verismo increíble. ¿Cómo se hizo con esa información?
R. Para empezar, leí muchísima documentación histórica. Existe toda una literatura sobre los distintos tipos de campos de internamiento rusos, sobre los gulags, los campos de trabajo, etcétera, aparte de los clásicos de Solzhenitsin o Shalámov. De gran ayuda fue también un viaje que hice con Pastior a Ucrania, a la cuenca del Donéts, para visitar los sitios de su cautiverio. No quedaba nada de los barracones del campo, pero sí estaban las minas. Y, sobre todo, ver la amplitud del horizonte, el gran espacio vacío de la estepa, fue fundamental para imaginarme un escenario. Además, disponía, naturalmente, de los apuntes de las largas conversaciones con Pastior, que era de un detallismo tremendo. Se acordaba de todo, y, por cierto, disponía de una mente y de un lenguaje para transmitirlo. Solo un intelectual es capaz de analizar y poner en palabras vivencias tan extremas. A otra persona, que no dispone del instrumento mental y verbal adecuado, simplemente le supera. Oskar Pastior era poeta y había creado un lenguaje para su experiencia. El "ángel del hambre", esa especie de monstruo de la inanición que en la novela acompaña a los deportados a todas partes, es de él. También la "pala del corazón", que directamente es una pala con una hoja en forma de corazón. Me dio tantas metáforas que, sin embargo, corresponden a realidades que derivan exactamente de lo vivido. Hay que añadir que Oskar Pastior mantenía una relación de amor-odio con sus recuerdos. Le perseguían día y noche. Él decía que preferiría no tener que acordarse. De ahí que era capaz de describir meticulosamente los objetos, la gente, los distintos trabajos. En el campo, para sobrevivir mentalmente, había llegado a identificarse con los trabajos que le tocaban, y lo mismo con los materiales. Te hablaba de los distintos tipos de carbón, de arena o de cemento como de un amante. La frase sarcástica del protagonista sobre su jornada en la mina, "Cada turno una obra de arte", es literalmente de él.
P. Entiendo. Como forma de salir de la pasividad del sufrimiento se apropió de esta realidad insoportable. Leo Auberg, en la novela, lo consigue con su imaginación y su lenguaje dadaísta. En su ensayo
De cómo se inventa la percepción, habla usted, ya en 1991, de este fenómeno: el ser humano inventa una percepción propia porque "lo que vemos sobrepasa nuestros límites".
R. Sí, creo que la literatura hace esto, acoge ese tipo de invenciones.
P. ¿De qué manera influye su experiencia personal del totalitarismo en su invención de la percepción? ¿Agudizó su mirada?
R. Yo creo que aquí hay dos temas: por un lado, los factores que llevan a una a la escritura y, por otro, lo que sería una conciencia política. Yo habría desarrollado una conciencia política crítica y resistente de todos modos en Rumania. Ya la tenía antes de empezar a escribir, a los 14 años.
P. En su primer libro, En tierras bajas, nace la "rana alemana", que representa para la niña narradora el espíritu de control y denuncia dentro de la minoría alemana.
R. Sí, la rana alemana fue el primer dictador que conocí. Ya asomaba en la guardería y el colegio. Lo observaba todo ya en mi infancia, de un modo que entonces todavía permanecía abstracto, pero que luego se iba a concretar: el Estado totalitario, la omnipresencia del servicio secreto. Te enseñaba a inventarte no solo una percepción sino una apariencia con la que los podías engañar.
P. En otro ensayo dice que probablemente cada autor tenga solo una única frase propia. ¿Cuál sería la suya?
R. Esta frase, naturalmente, no existe, no puede existir en la práctica. Pero es una frase que una está escribiendo sin cesar, que hace que sigas escribiendo. Es una frase veraz. Una frase que demuestra su verdad por sí misma. Es este tipo de frases que una quiere escribir y que también busco como lectora. En ellas sucede algo contigo. Si después de 30 páginas en un libro no he encontrado una frase así, dejo de leerlo. A mi modo de ver, las frases verdaderas están siempre relacionadas con la experiencia de una perturbación, con una ofensa de la persona, con una herida profunda. Muchas veces estas ofensas tienen que ver con la guerra, con los lager, con los regímenes totalitarios. Piense en la literatura de Imre Kertész, en la de Jorge Semprún -siempre escribe únicamente sobre su experiencia en el campo de Buchenwald-; piense en Lobo Antunes, en Thomas Bernhard o en Aleksandar Tisma, el novelista serbio. Tisma dejó una obra tan fundamental para entender los totalitarismos y no recibió ningún Premio Nobel. Duele de verdad que un autor como Tisma se haya descubierto y galardonado tan tarde, solo por vivir en un país que le engañó por el reconocimiento merecido. De todos modos, escribir no es algo que se hace por diversión. Es más bien lo contrario y, sin embargo, la escritura no te suelta. Cuando finalmente llego a empezar a escribir, me dedico a ello tan obsesivamente que no consigo pensar en otra cosa, día y noche. Me absorbe todas mis fuerzas y cuando termino dejo de escribir por largo tiempo. Yo no soy capaz de escribir siempre.
P. ¿Es entonces, en estas pausas entre libro y libro, cuando trabaja en sus poemas-collage?
R. Sí, representan una especie de pasatiempo relajante.
P. ¿Cree que el Nobel beneficia a su obra, al darle una difusión nueva o le perjudica, al reducir la maquinaria mediática sus contenidos complejos a tópicos simplificados y planos?
R. No, mire, yo puedo abstraerme por completo del Premio Nobel. No me siento con él a esta mesa. Naturalmente, significa un bonito reconocimiento, como los otros premios que he recibido. Y, por supuesto, estoy muy agradecida, puesto que para el resto de mi vida ya no necesito preocuparme de cómo llegar a final del mes. Porque esto en mi vida ha sido así a menudo. El premio ni es malo ni es bueno. Y yo, de hecho, gustosamente me olvidaría de él (risa burlona) si la gente no se empeñara en recordármelo constantemente.
El hombre es un gran faisán en el mundo / En Tierras bajas. Traducción de Juan José Solar. Siruela y Punto de Lectura. 140 y 191 páginas. Los pálidos señores con las tazas de moca. Traducción de José Luis Reina. Madrid, 2010. E.D.A. Libros. Benalmádena, 2010. 19,20 euros. 232 páginas.
Primeras páginas de Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
Crítica de la novela, por Ignacio Vidal-Folch.
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