Éste es el principio de Corsarios de Levante, uno de los libros de la saga del Capitán Alatriste, escrita por Arturo Pérez-Reverte:
CAPÍTULO I
La caza por la popa es caza larga, y voto a Cristo que ésa lo había sido en exceso: una tarde, una
noche de luna y una mañana entera corriendo tras la presa por una mar incómoda, que a trechos estremecíacon sus golpes el frágil costillar de la galera, estaban lejos de templarnos el humor. Con las dos velas arriba tensas como alfanjes, los remos trincados y los galeotes, la gente de mar y la de guerra resguardándose como podían del viento y los rociones, la Mulata, galera de veinticuatro bancos, había recorrido casi treinta leguas persiguiendo a aquella galeota berberisca que al fin teníamos a tiro; y que, si no rompíamos un palo –los marineros viejos miraban arriba con preocupación–, sería nuestra antes de la hora del avemaría.
–Rásquenle el culo –ordenó don Manuel Urdemalas.
Nuestro capitán de galera seguía de pie, a popa –casi no se había movido del sitio en las últimas veinte horas–, y desde allí observó cómo el primer cañonazo levantaba un pique de agua junto a la galeota. Al ver el alcance del tiro, los artilleros y los hombres que estaban a proa, alrededor
del cañón de crujía, vitorearon. Mucho tenían que torcerselas cosas para que se nos fuera la presa, teniéndola a mano y a sotavento.
–¡Está amainando! –voceó alguien.
La única vela de la galeota, un enorme triángulo de lona, flameó al viento mientras la recogían con rapidez, bajando la entena. Oscilante en la marejada, la embarcación berberisca nos mostró primero la aleta y luego la banda zurda. Por primera vez pudimos observarla con detalle: era una media galera de trece bancos, fina y larga, y le calculamos un centenar de hombres a bordo. Parecía de ésas rápidas y veleras, a las que calzaban como un guante aquellos avisados versos cervantinos:
El ladrón que va a hurtar,
para no dar en el lazo
debe ir sin embarazo
para huir, para alcanzar.
Hasta entonces la galeota sólo había sido una vela que barloventeaba, delatándose corsaria, para acercarse con descaro al convoy mercante que la Mulata escoltaba con otras tres galeras españolas entre Cartagena y Orán. Luego, cuando largamos todo el trapo y le fuimos encima, se convirtió en una vela fugitiva y una popa que, poco a poco, mientras progresaba nuestra caza a la vuelta de lebeche, iba aumentando de tamaño a medida que acortábamos distancia.
–Al fin se rinden esos perros –dijo un soldado.
El capitán Alatriste estaba a mi lado, observando al corsario. Bajada la entena y aferrada la vela, los remos de la galeota se desplegaban ahora sobre el agua.
–No –murmuró–. Van a pelear.
Me volví hacia él. Bajo el ala ancha de su viejo sombrero, la reverberación del sol en el agua y las velas le hacía entornar los ojos, volviéndoselos aún más claros y glaucos. Llevaba barba de cuatro días y su piel estaba sucia y grasienta, como la de todos a bordo, por la navegación y la vigilia. Su mirada de soldado veterano seguía con extrema atención cuanto ocurría en la galeota: algunos hombres corriendo por la cubierta hacia proa, los remos que se acompasaban en la ciaboga, haciendo virar la embarcación.
–Quieren probar suerte –añadió, ecuánime.
Señalaba con un dedo la grímpola flameante en lo alto de nuestro árbol mayor, indicando la dirección del viento. Éste había rolado, durante la caza, de maestral a levante cuarta al griego, y ahí se mantenía, de momento. Entonces comprendí yo también. El corsario, sabiendo que la huida era imposible, y no queriendo rendirse, recurría a los remos para situarse proa al viento. Galeotas y galeras llevaban un solo cañón grande a proa y pedreros de poco alcance en las bandas. Ellos estaban peor armados que nosotros, y eran menos a bordo; pero, puestos a jugar el último naipe, un tiro afortunado podía desarbolarnos un palo, o hacerle daño a la gente de cubierta. Los remos le daban maniobra pese al viento adverso.
–¡Aferra las dos!... ¡Ropa fuera! ¡Pasaboga!
Por las órdenes que daba, secas como escopetazos, nuestro capitán de galera también había comprendido. Las dos entenas bajaron con rapidez, recogiéndose las velas, y saltó el cómitre a la crujía látigo en mano –«Ea, ea», animaba el hideputa– haciendo que los galeotes, desnudos de cintura para arriba, ocuparan sus sitios, cuatro por banco a cada banda y cuarenta y ocho remos en el agua, mientras tejía en sus espaldas un jubón de amapolas.
–¡Señores soldados!... ¡A sus puestos de combate!
El tambor redobló a zafarrancho mientras la gente de guerra, entre los habituales reniegos, peseatales y porvidas de la infantería española –lo que no excluía oraciones entre
dientes, besos a medallas de santos y escapularios o persignarse quinientas veces–, empavesaba las bandas con jergones y mantas para protegerse de los tiros enemigos, se proveía
de las herramientas del oficio, cargaba arcabuces, mosquetes y pedreros, y ocupaba su lugar a proa y en los corredores –los pasillos que iban por ambas bandas de la galera–, sobre los remos que ya calaba la chusma con buen compás mientras cómitre y sotacómitre, entre toque y toque de silbato, seguían mosqueando lomos a gusto. Del espolón a la popa, las mechas empezaban a humear. Aún no tenía yo cuerpo para manejar a bordo el arcabuz o el pesado mosquete, pues
los españoles tirábamos a puntería, encarando el ojo por la mira; y si con el movimiento de la galera no tenías manos fuertes, la coz del disparo podía dislocar el hombro o llevarte las muelas. Cogí, por tanto, mi chuzo y mi espada ancha y corta, pues demasiado larga resultaba incómoda en la cubierta de un barco, me ceñí las sienes con un pañuelo bien prieto y seguí al capitán Alatriste hecho un San Jorge. Como soldado plático y de mucha confianza, el puesto de mi amo
–en realidad ya no lo era, pero eso apenas alteraba mi costumbre–estaba en el bastión del esquife: el mismo, cosas de la vida, que había tenido el buen don Miguel de Cervantes en la Marquesa, cuando Lepanto. Una vez en nuestro sitio, el capitán me miró con aire distraído y sonrió apenas con los ojos, pasándose dos dedos por el mostacho.
–Tu quinto combate naval –dijo.
Después sopló la cuerda encendida de su arcabuz. Su tono tenía la indiferencia adecuada; pero yo sabía que, como las cuatro veces anteriores, estaba preocupado por mí. Pese a mis diecisiete años recién cumplidos, o precisamente a causa de ellos. En los abordajes, ni siquiera Dios conocía a los suyos.
–No saltes al corsario si no lo hago yo... ¿Entendido?
Abrí la boca para protestar. En ese momento resonó un estampido a proa, y el primer cañonazo enemigo hizo volar por la galera astillas como puñales.
La caza por la popa es caza larga, y voto a Cristo que ésa lo había sido en exceso: una tarde, una
noche de luna y una mañana entera corriendo tras la presa por una mar incómoda, que a trechos estremecíacon sus golpes el frágil costillar de la galera, estaban lejos de templarnos el humor. Con las dos velas arriba tensas como alfanjes, los remos trincados y los galeotes, la gente de mar y la de guerra resguardándose como podían del viento y los rociones, la Mulata, galera de veinticuatro bancos, había recorrido casi treinta leguas persiguiendo a aquella galeota berberisca que al fin teníamos a tiro; y que, si no rompíamos un palo –los marineros viejos miraban arriba con preocupación–, sería nuestra antes de la hora del avemaría.
–Rásquenle el culo –ordenó don Manuel Urdemalas.
Nuestro capitán de galera seguía de pie, a popa –casi no se había movido del sitio en las últimas veinte horas–, y desde allí observó cómo el primer cañonazo levantaba un pique de agua junto a la galeota. Al ver el alcance del tiro, los artilleros y los hombres que estaban a proa, alrededor
del cañón de crujía, vitorearon. Mucho tenían que torcerselas cosas para que se nos fuera la presa, teniéndola a mano y a sotavento.
–¡Está amainando! –voceó alguien.
La única vela de la galeota, un enorme triángulo de lona, flameó al viento mientras la recogían con rapidez, bajando la entena. Oscilante en la marejada, la embarcación berberisca nos mostró primero la aleta y luego la banda zurda. Por primera vez pudimos observarla con detalle: era una media galera de trece bancos, fina y larga, y le calculamos un centenar de hombres a bordo. Parecía de ésas rápidas y veleras, a las que calzaban como un guante aquellos avisados versos cervantinos:
El ladrón que va a hurtar,
para no dar en el lazo
debe ir sin embarazo
para huir, para alcanzar.
Hasta entonces la galeota sólo había sido una vela que barloventeaba, delatándose corsaria, para acercarse con descaro al convoy mercante que la Mulata escoltaba con otras tres galeras españolas entre Cartagena y Orán. Luego, cuando largamos todo el trapo y le fuimos encima, se convirtió en una vela fugitiva y una popa que, poco a poco, mientras progresaba nuestra caza a la vuelta de lebeche, iba aumentando de tamaño a medida que acortábamos distancia.
–Al fin se rinden esos perros –dijo un soldado.
El capitán Alatriste estaba a mi lado, observando al corsario. Bajada la entena y aferrada la vela, los remos de la galeota se desplegaban ahora sobre el agua.
–No –murmuró–. Van a pelear.
Me volví hacia él. Bajo el ala ancha de su viejo sombrero, la reverberación del sol en el agua y las velas le hacía entornar los ojos, volviéndoselos aún más claros y glaucos. Llevaba barba de cuatro días y su piel estaba sucia y grasienta, como la de todos a bordo, por la navegación y la vigilia. Su mirada de soldado veterano seguía con extrema atención cuanto ocurría en la galeota: algunos hombres corriendo por la cubierta hacia proa, los remos que se acompasaban en la ciaboga, haciendo virar la embarcación.
–Quieren probar suerte –añadió, ecuánime.
Señalaba con un dedo la grímpola flameante en lo alto de nuestro árbol mayor, indicando la dirección del viento. Éste había rolado, durante la caza, de maestral a levante cuarta al griego, y ahí se mantenía, de momento. Entonces comprendí yo también. El corsario, sabiendo que la huida era imposible, y no queriendo rendirse, recurría a los remos para situarse proa al viento. Galeotas y galeras llevaban un solo cañón grande a proa y pedreros de poco alcance en las bandas. Ellos estaban peor armados que nosotros, y eran menos a bordo; pero, puestos a jugar el último naipe, un tiro afortunado podía desarbolarnos un palo, o hacerle daño a la gente de cubierta. Los remos le daban maniobra pese al viento adverso.
–¡Aferra las dos!... ¡Ropa fuera! ¡Pasaboga!
Por las órdenes que daba, secas como escopetazos, nuestro capitán de galera también había comprendido. Las dos entenas bajaron con rapidez, recogiéndose las velas, y saltó el cómitre a la crujía látigo en mano –«Ea, ea», animaba el hideputa– haciendo que los galeotes, desnudos de cintura para arriba, ocuparan sus sitios, cuatro por banco a cada banda y cuarenta y ocho remos en el agua, mientras tejía en sus espaldas un jubón de amapolas.
–¡Señores soldados!... ¡A sus puestos de combate!
El tambor redobló a zafarrancho mientras la gente de guerra, entre los habituales reniegos, peseatales y porvidas de la infantería española –lo que no excluía oraciones entre
dientes, besos a medallas de santos y escapularios o persignarse quinientas veces–, empavesaba las bandas con jergones y mantas para protegerse de los tiros enemigos, se proveía
de las herramientas del oficio, cargaba arcabuces, mosquetes y pedreros, y ocupaba su lugar a proa y en los corredores –los pasillos que iban por ambas bandas de la galera–, sobre los remos que ya calaba la chusma con buen compás mientras cómitre y sotacómitre, entre toque y toque de silbato, seguían mosqueando lomos a gusto. Del espolón a la popa, las mechas empezaban a humear. Aún no tenía yo cuerpo para manejar a bordo el arcabuz o el pesado mosquete, pues
los españoles tirábamos a puntería, encarando el ojo por la mira; y si con el movimiento de la galera no tenías manos fuertes, la coz del disparo podía dislocar el hombro o llevarte las muelas. Cogí, por tanto, mi chuzo y mi espada ancha y corta, pues demasiado larga resultaba incómoda en la cubierta de un barco, me ceñí las sienes con un pañuelo bien prieto y seguí al capitán Alatriste hecho un San Jorge. Como soldado plático y de mucha confianza, el puesto de mi amo
–en realidad ya no lo era, pero eso apenas alteraba mi costumbre–estaba en el bastión del esquife: el mismo, cosas de la vida, que había tenido el buen don Miguel de Cervantes en la Marquesa, cuando Lepanto. Una vez en nuestro sitio, el capitán me miró con aire distraído y sonrió apenas con los ojos, pasándose dos dedos por el mostacho.
–Tu quinto combate naval –dijo.
Después sopló la cuerda encendida de su arcabuz. Su tono tenía la indiferencia adecuada; pero yo sabía que, como las cuatro veces anteriores, estaba preocupado por mí. Pese a mis diecisiete años recién cumplidos, o precisamente a causa de ellos. En los abordajes, ni siquiera Dios conocía a los suyos.
–No saltes al corsario si no lo hago yo... ¿Entendido?
Abrí la boca para protestar. En ese momento resonó un estampido a proa, y el primer cañonazo enemigo hizo volar por la galera astillas como puñales.
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