En la ciudad iraquí de Lalish, El Confidencial visita el templo sagrado de los yazidíes, protagonistas de un éxodo ante el avance del Estado Islámico. Aquellos que sobrevivieron a la marcha cuentan historias espantosas, pero se sienten afortunados. “Mis hijos podrían haber muerto, pero estamos todos vivos. Al final eso es lo que importa”.  
“¡Sheik Ali, Sheik Ali, te suplico que me ayudes! ¡Sheik Ali escucha mis plegarias y ayúdame, por favor! ¡Te lo imploro!”. El llanto de Ayshye Heji retumba por las paredes del templo. Algunos fieles se giran para mirar a la oronda mujer que llora a lágrima viva. Otros hacen oídos sordos. “Cada día vienen cientos de yazidíes a pedir al Sheik Ali por sus familiares desaparecidos, para poder volver a sus casas. Cada persona que viene aquí a rezar tiene su propio drama; al final, se acaban inmunizando y no se inquietan por el dolor ajeno”, confiesa Zeid Smail Murad, uno de los custodios del sagrado templo de los yazidíes en la ciudad de Lalish.
Los ojos de este padre de familia se ponen vidriosos. ‘Por el camino encontramos cadáveres de niños, pero no habían sido ejecutados: murieron de sed y de hambre. Jamás olvidaré lo que viví aquellos días’Un velo blanco cubre el cabello canoso de Ayshye. La mujer se acerca a uno de los muros del templo, que están cubiertos de llamativos pañuelos de colores chillones, y continúa suplicando por sus hijos, por su casa y por sus sobrinas. “Doce de mis sobrinas fueron capturadas por los islamistas cuando tomaron mi pueblo. No pudieron escapar junto con el resto de la familia, y desde entonces no sabemos qué suerte han corrido”, confiesa la mujer que, bajo ningún concepto, quiere hablar de violaciones o de venta como esclavas. Se niega a creer que esa sea la suerte que hayan corrido sus sobrinas.
“Recuperarán la libertad y volverán a estar con nosotros. Todas las mujeres yazidíes que están en manos del Estado Islámico volverán sanas y salvas”, afirma mientras besa uno de los nudos de colores que tiñen el templo para que Sheik Ali atienda a sus ruegos.
Esta oronda mujer, que se mueve con dificultad por las diferentes cuevas que componen el templo sagrado, sabe mejor que nadie que la piedad y la benevolencia no son palabras que figuren en el vocabulario de los extremistasUno de sus hijos fue degollado y el otro permanece desaparecido. “Sólo me queda rezar para que mis sobrinas vuelvan. Eso es lo que está en mi mano y eso hago. El resto depende de Dios y de su  misericordia”, se sincera.
Combatiente en el templo sagrado de Lalish. (Reuters)Combatiente en el templo sagrado de Lalish. (Reuters)
“No fueron ejecutados. Murieron de sed”
La comunidad yazidí sigue una religión propia –que incluye elementos del zoroastrismo, cristianismo e islam– y cuenta con unos 600.000 miembros, repartidos en la región que forman las fronteras entre Irak, Siria, Turquía e Irán. Sufren persecución desde el Imperio Otomano y eso ha alimentado los prejuicios contra ellos, además de sus creencias: profesan una fe que incorpora elementos de distintos credos y adoran al Malak Taus (El ángel pavo real), el supremo entre los siete ángeles que gobernaron el universo tras la creación divina. Suelen entrar descalzos en los templos y tienen influencia persa, pero lo que llama la atención son sus costumbres. Por ejemplo, no comen lechuga.
Según la religión yazidí, el mundo está protegido por Dios y siete ángeles, aunque uno de estos fue expulsado del paraíso por no querer postrarse ante Adán. Musulmanes fundamentalistas identifican la idea del ángel caído con el diablo y acusan a los yazidíes de adorar al demonio. Estas creencias los han convertido en un objetivo prioritario de los extremistas del Estado Islámico, que no dudan en asesinarlos, vender a las mujeres como esclavas y violarlas al considerarlas herejes e infieles.
“Cuando los islamistas entraron en nuestro pueblo tuvimos que huir rápidamente sin poder coger alimentos o agua para el viaje”, comenta Jamih Haji Khalif, cuyo hermano fue ametrallado por los yihadistas cuando escapaba con su familia. Jamih cogió a sus dos hijos y a su mujer y, junto con varios vecinos, anduvo hasta las montañas de Sinjar, donde se escondieron en diversas cuevas. “Anduvimos varios días hasta llegar a las montañas. Los más viejos o los que peor estaban físicamente se fueron quedando atrás, siendo alcanzados por los islamistas que nos estaban persiguiendo”, recuerda.
Una niña yazidí, desplazada por la violencia yihadista, reza en el templo de Lalish (Reuters). Una niña yazidí, desplazada por la violencia yihadista, reza en el templo de Lalish (Reuters).
Los ojos de este padre de familia se ponen vidriosos cuando rememora la huida a través de la montaña. “Por el camino fuimos encontrando cadáveres de niños, pero no habían sido ejecutados, sino que se murieron de sed y de hambre. Vi cómo una madre moría mientras daba de mamar a su bebé. Jamás olvidaré lo que viví aquellos días”, comenta desde la ‘tranquilidad’ de su tienda de campaña.
“Aquellos días eran muy, muy calurosos y andábamos horas y horas. Mis hijos estaban agotados y se morían de sed. Así que me sequé la frente con un pañuelo y les di de beber mi sudor para que pudieran beber algo”, confiesa Jamih mientras mira a su esposa, que mece a su hijo de apenas unos meses de vida. “Vivimos en unas condiciones pésimas, pero somos unos afortunados. Mis hijos podrían haber muerto, pero estamos todos vivos. Al final eso es lo que importa”, concluye.