lunes, 8 de septiembre de 2014

LITERATURA. NOVELA. "Los bravos", de Jesús Fernández Santos (1926-1988)

 
Jesús Fernández Santos

   Se cumplen ahora sesenta años de la publicación de una de las primeras novelas de la narrativa social en España: "Los bravos", de Jesús Fernández Santos.
   Estas son sus primeras páginas:


El caballo se detuvo ante la puerta; el más viejo de los que le montaban se apeó, y luego de atarle entró hasta la cocina; allí no encontró a nadie, y sólo volviendo, en el pasillo, halló a Manolo preguntándole qué deseaba.
Manolo es el dueño de la cantina; vende género, alquila habitaciones y reparte el suministro. Le preguntó al viejo:
—¿Qué buscas?
—Al médico. ¿Está?
—No, pero vendrá en seguida.
El viejo puso gesto de disgusto y pareció meditar. Salió a mirar al chico sobre el caballo, inmóvil en el porche, y el chico le devolvió la mirada, interrogándole a su vez. Manolo salió a la luz y vio la mano ensangrentada.
—¿Qué le pasó?
—Se cortó. Estábamos podando. Hay que curarle en seguida porque se está desangrando —le mostró la mano del muchacho envuelta en trapos manchados de sangre.
El chico no decía nada, pero sufría mucho, mirando constantemente el camino por donde había de llegar el médico. Súbitamente volvió la vista hacia su mano roja y comenzó a palidecer. El viejo dijo entonces que ya se había mareado tres veces por el dolor y la sangre, por el miedo que le daba verla.
—¿Por qué no le baja? Que se siente y descanse un poco.
—¿Me quiere echar una mano? Aunque es pequeño, pesa lo suyo.
Entre los dos le bajaron y fue a sentarse dentro. Le hicieron tomar una copa de aguardiente y se reanimó un poco; la mano herida descansaba sobre la mesa y Manolo tuvo que hacer un rodeo para no tocarla cuando con un paño fue limpiando las marcas de los vasos.
Al cabo de diez minutos llegó, con gran estrépito, el coche del correo. Trajo dos viajeros del tren, encargos y certificados. Manolo salió de nuevo y ayudó a su hermano Pepe a descargar, colocando los envíos sobre el mostrador en espera de que los destinatarios se presentasen. Un cajón de botellas, sogas, lías, tres hojas de guadaña, piedras de afilar, las raciones del tabaco y doscientas mil unidades de penicilina fueron entregados; en tanto, su hermano, en la estafeta, repartía la correspondencia con el mínimo interés de los que nunca han esperado una carta.
Eran casi las dos cuando apareció el médico. Venía luchando con la cuesta, respirando hondamente, fatigado. Se detuvo en la ventana y preguntó:
—¿Tengo algo?
Pepe negó con la cabeza. Fue Manolo quien le contestó señalando al viejo y al muchacho:
—Aquí le esperan hace un rato.
Entró en la cantina y lanzó una ojeada a ambos, cogió la mano que sangraba con ademán profesional, sin evitar un ligero gesto de desagrado, y murmuró:
—Vamos, vengan.
Los otros le siguieron hasta su cuarto por un pasillo de paredes combas que olía fuertemente a pino y arena del río, y el más joven preguntó al viejo, mientras trepaban los escalones finales:
—¿Qué? —pero el viejo no contestó; por el contrario, le hizo ademán de que callara.
Comprendió el médico que no les inspiraba mucha confianza. Su juventud y la exigua y vieja cartera donde ahora estaban fijas sus miradas, no debían hablarles ni de una larga práctica, ni de su sabiduría en el oficio. Era lo de siempre desde su llegada allí, pero no por conocido le molestó menos. El muchacho le observaba atentamente; vio con recelo aparecer el instrumental en sus manos, miró de nuevo al otro y, aunque mudo, su cara era tan expresiva como si el miedo quisiera liberarse por la vista. Podía haberle hablado una palabra, un ademán amable, pero se abstuvo de romper aquel metálico silencio de pequeños roces, de respiraciones y suspiros, y fue desenvolviendo los trapos en tanto llegaba de fuera el trepidar del coche de Pepe entrando en el garaje.
El dedo no tenía remedio. Se hallaba cercenado casi por completo, mostrando entre la carnicería el blanco hueso al aire. Había que terminarlo y se lo dijo al chico, que de nuevo comenzó a desmayarse, y mientras el viejo traía más coñac, siguió levantando el vendaje y lo apartó para quemarlo.
La punta del bisturí iba haciendo surgir el dolor de la carne. El médico percibía a través de sus manos los estremecimientos del chico, los agudos tirones del dedo roto que pugnaba por librarse; veía su frente húmeda, brillante, en la penumbra de la habitación, bajo la lámpara. Una mosca inició un breve vuelo en torno a la sangre, pero el viejo la espantó en tanto el chico se agitaba sollozando como un pequeño animal cuya voluntad fuera ajena al deseo de curarse.
Bebió un vaso de agua y le secaron el sudor de la frente.
—¿Acabó ya?
—Ya.
Eran casi las cuatro. El viejo le miraba mientras se lavaba las manos. Seguramente pensaba cuánto iría a cobrarle; para ellos el dolor no guardaba relación alguna con su dinero; de todos modos, el precio les iba a parecer injusto; era fácil recordar de otras veces las acostumbradas lamentaciones. Pagaron sin decir palabra, y mientras les acompañaba hasta la puerta, pensó el médico en el tiempo que llevaba sin comer y sintió hambre.
En tanto comía, el dedo descansó en un vasar de la cocina, envuelto en un papel.
—¿Le importa que lo mire?
Manolo lo estuvo examinando con cuidado por todos lados y hasta se le ocurrió compararlo con uno propio. Su mujer gruñó
—¡Entiérralo de una vez, es una porquería! —y le obligó a dejarlo donde estaba.
—¿Qué se sentirá cuando cortan un dedo?
—No se siente nada, sólo le duele a uno.

* * *
        El pueblo estaba vacío. Las casas, el río, los puentes y la carretera parecían desiertos de siempre, como si su único fin consistiera en existir por sí mismos, sin servir de morada o tránsito. El vacío se tornaba visible y oloroso en torno a las ruinas ennegrecidas de la iglesia, al margen mismo del pueblo, hueca, al aire sus afiladas ventanas, hundida por el odio y la metralla que la guerra volcó sobre ella, olvidada al fin. El reloj aparecía inmóvil, falto de sus saetas, en una hora inverosímil, cara a las otras casas, rechonchas y amarillas, como hongos surgidos tras la lluvia, vueltas a edificar con prisa y sacrificios, tras el incendio que las devastara un día. Ortigas y rosales silvestres crecían entre las tablas del coro; la madreselva se enredaba en la reja del confesonario, sucio por el hollín de las hogueras, y la campana, solitaria, pendía en la espadaña para sólo sonar en los incendios o llamando a concejo. Los dos puentes, la fragua, el camino, solitarios siempre. No eran nada los niños buscando nidos de codorniz entre el centeno, sobre las tierras altas, ni el pastor con las ovejas del pueblo, volviendo desde el pasto a la hora del crepúsculo, ni el soplo de luz que iluminaba las ventanas de las cocinas a la hora de la cena; todo era tan ajeno a la vida, a aquella tierra y a aquel río, como los frisos ornados que mostraba la iglesia o el escudo que Manolo mandó colocar entre las dos ventanas de la cantina nueva, resto del último castillo de la Raya.
Alguna vez, cuando su hermano tardaba, solía esperarle fuera, y contemplando la talla de la piedra dejaba transcurrir el tiempo. No comprendía el significado de las cartelas, pero admiraba el buen trabajo del que las había esculpido. La leyenda decía: «Siempre fiel»; y él, que sabía lo que la fidelidad significaba, no acababa de entender a quién aquella fidelidad había ido dedicada. Era un pequeño pueblo sin iglesia, sin cura y sin riqueza.
* * * 
El médico salió al huerto tras la casa, y mientras de dos azadonazos cavaba una pequeña sepultura para el dedo, vio a Pepe a la puerta del garaje, afanándose en desmontar el motor del coche. Dejó la azada, y apartando el alambre de espino de la cerca fue hacia allí.
—¿Qué le pasa?
Pepe alzó la cabeza, contestando que no sabía, pero que seguramente tenía el motor lleno de carbonilla, porque llevaba unos días sonándole como si llevara a todos los demonios dentro. El médico se prestó a ayudarle y entre ambos quitaron las culatas, dejando al descubierto los cilindros negros.
—¡Dios, cómo está esto!
Empezaron a limpiarlos uno por uno, con cuidado, poblando a poco la manta, extendida en el suelo, de las piezas que fueron desmontando. El sol caldeaba él acero hasta hacerlo intocable. Sólo pequeñas ráfagas de brisa aliviaban el ambiente caluroso y pesado, levantando tenues vapores de polvo que flotaban sobre los prados o la superficie del río para desaparecer camino abajo. La grasa cubríase de una película gris de tierra y suciedad que hacia maldecir a Pepe en voz baja.
Antón Gómez, representante del secretario del Ayuntamiento para el pueblo, se incorporó en la cama, donde dormía la siesta con su mujer, y sentándose a los pies, sobre la colcha, se frotó los ojos y respiró ruidosamente. Trató de peinarse con los dedos y miró su escuálida cara en el espejo. Con las alpargatas en la mano entró en la cocina, intentando encontrar entre los platos sucios, en el cajón del pan, la lista del médico. Como no la encontró, pensó despertar a su mujer, pero siguió buscando.
Había llegado la orden mensual de pago al médico y era preciso cobrar aquella misma tarde, a cada vecino, su cuota correspondiente.
Al fin la encontró. Lanzó una ojeada a los nombres, aunque los conocía de memoria, y ya por la carretera fue remetiéndose la camisa, según se acercaba a casa de don Prudencio. Pasando junto a la cochera de la fonda vio al médico y pensó que el anterior no tenía aquellas costumbres, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué, no marcha?
Los dos hombres, en mangas de camisa, le contestaron:
—¡...este calor!
Y siguieron atornillando en el suelo.
Al otro lado del río, entre los sauces, un pequeño borrico revolcándose en el polvo le trajo a la memoria la imagen de su mujer sudando entre las sábanas.
Se dijo: «Éste no suda...» y siguió andando; luego añadió «don Prudencio».
El pequeño borrico se levantaba, corría un corto trecho circular y volvía a revolcarse en su lecho de polvo, repitiendo la maniobra hasta tres veces antes de que el ayudante le perdiera de vista. Se cruzó con una niña sucia y rubia, descalza, con un botijo en la mano, que le miró un instante y se alejó canturreando. Le vio meter las manos bajo el chorro de la fuente y refrescarse.
Siguió caminando, como si su somnolencia le condujese a casa de don Prudencio; en el corral apartó dos reses, tan indiferentes y dormidas como él mismo, y llamó en la portalada:
—¡Don Prudencio, don Prudencio!
No hubo respuesta y sólo un silencio hueco. Volvió a llamar:
—¡Don Prudencio!, ¿está? —y la cabeza brillante del viejo orlado de mechones grises en las sienes apareció en el ventanillo, sobre la puerta. Se volvió hacia el interior:
—Abre, Socorro, es Antón.
Le abrió Socorro, con su cara de siempre, entre grave y aburrida.
—¿Qué querías?
—Es por lo de la lista del médico...
Don Prudencio le esperaba en el rellano de la escalera. Le reconoció en la penumbra, embutido en su traje de pana de siempre, con la camisa pulcramente abotonada en el cuello.
Socorro les llevó a la cocina. Le estaban preguntando:
—¿Qué tal tu mujer?
Y Antón respondía:
—¡Vaya!
En las ventanas entornadas un puñado de moscas revoloteó susurrando.
El viejo continuó:
—Como salgo tan poco tengo que enterarme de lo que pasa en el pueblo por los que vienen a verme.
—Claro, usted, ya, para descansar.
—Socorro, saca un poco de ese café que trajeron ayer.
—¿Le trajeron café?
—Sí, de Portugal; a menudo precio: a cien pesetas kilo.
Cogió la lista y buscó su nombre. Desapareció y vino con una pequeña caja de metal bajo el brazo. A medida que contaba el dinero le iba preguntando por todos los vecinos, y Antón, entre el sueño que le invadía, luchaba por contestarle.
—No salgo nada, o casi nada, todo lo más un paseo por la tarde. Socorro me hace todo. ¿Para qué me voy a molestar? Yo ya necesito poca cosa.
Antón veía a Socorro calentando agua en la hornilla y se preguntaba si verdaderamente don Prudencio necesitaría tan poco. La muchacha se volvió y encontró su mirada fija en ella, pero no hizo el menor ademán, la más pequeña muestra de haberlo notado; siguió inmóvil sobre la lumbre, y alguien más despierto que el secretario hubiera hallado un agudo contraste entre la jovialidad y complacencia un poco absurda del viejo y la monotonía de la muchacha.
—Y Amparo, ¿cómo le va a Amparo?
—Pues con su madre, como siempre esa, también, poca suerte tiene.
Las últimas palabras le habían costado un gran trabajo pronunciarlas y el tono fue casi malhumorado. El viejo respetó su silencio, consintiendo que se sumergiese en el sueño de su cigarro recién encendido. Sólo añadió, conmiserativo, en tanto se ajustaba la boina sobre la frente:
—Dile de mi parte que se mejore su madre.
La muchacha, en pie junto a la ventana entornada, parecía evaporarse a intervalos, como si en la habitación, a ambos lados de los cigarros humeantes, sólo los dos hombres existiesen. Cuando ella se movía, Antón la miraba; luego entornaba los ojos y volvía a sus sueños, oyendo cómo el viejo suspiraba entre pregunta y pregunta.
Hirvió el café y fue servido en dos tazas nacaradas de color naranja El ayudante sorbió hasta la última gota y tras desperezarse se despidió:
—Pues hasta la próxima, don Prudencio.
—Hasta cuando quieras —introdujo ambas manos en los bolsillos de la chaqueta.
Socorro bajaba tras él para cerrar la puerta. El viejo se había justificado:
—No se puede dejar nada abierto en este tiempo; se llena todo de polvo, sobre todo el piso de abajo —le había dado en la espalda un golpe amistoso—. Y luego el calor...
—Adiós, Socorro.
Los labios de la muchacha se habían entreabierto para responderle; la puerta se cerró a sus espaldas y, tras ella, los pasos desaparecieron, lentos, hacia arriba. De haber hecho menos calor, el ayudante se hubiera tomado el trabajo de pensar sobre los acontecimientos que dejaba tras sí, acerca de don Prudencio y la inmóvil atracción de Socorro, pero en el corral sintió el sol sobre su cara, sobre el cuello, quemándole, y todo se le borró de su mente, excepto la idea del sudor que pronto le correría por la espalda.


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