sábado, 5 de febrero de 2011

CUENTO. "Mamá, Rimma y Ala", de Isaac Bábel (1894-1940)

Isaac Bábel

Mamá, Rimma y Ala

   El día amaneció ajetreado.
   La víspera, la sirvienta se plantó y se fue. Varvara Stepánovna tuvo ella misma que hacerlo todo. Además, trajeron muy temprano el recibo de la electricidad. En tercer lugar, los hermanos estudiantes Rastojin plantearon una demanda totalmente inesperada. Dijeron que de noche habían recibido un telegrama de Kaluga de que el padre estaba enfermo y que debían ir a verle. Como dejaban libre la habitación, pedían los 60 rublos de fianza a Varvara Stepánovna.
   Varvara Stepánovna respondió que no tenía explicación eso de dejar la habitación en abril, cuando nadie la alquilaría y que se veía apurada para devolver un dinero no prestado, sino abonado a cuenta del alquiler, aunque anticipado.
   Los Rastojin discreparon de Varvara Stepánovna. La conversación se hizo lenta y hostil. Los estudiantes eran unos majaderos tozudos e irresolutos de chaquetas largas y aliñadas. Pensaron que no volverían a ver el dinero. Entonces el mayor propuso a Varvara Stepánovna que pignorase el aparador y el espejo.
   Varvara Stepánovna se puso colorada y dijo que no permitía ese tono, que la propuesta de Rastojin era una sandez, que ella conocía de leyes, que su marido era vocal del tribunal distrital de Kamchatka, etc. El menor de los Rastojin se subió a la parra y dijo que le importaba tres cominos que su marido fuera vocal en Kamchatka, que el kopek que caía en manos de ella era dinero perdido, que el hospedaje en casa de Varvara Stepánovna -todo ese barullo, suciedad y desbarajuste- era algo imposible de olvidar, que el tribunal distrital de Kamchatka estaba lejos, mientras que el juez de paz de Moscú caía cerca...
   Así acabó la conversación. Los Rastojin se marcharon con morros, llenos de un odio estúpido, y Varvara Stepánovna se fue a la cocina a preparar el café a Stanislav Marjotski, otro estudiante hospedado. Hacía unos minutos que de su habitación llegaban timbrazos estridentes y prolongados.
   Varvara Stepánovna se hallaba en la cocina ante el mechero de alcohol, portaba sobre su gruesa nariz unos lentes de níquel, ensanchados de tan viejos, el pelo canoso desgreñado, la blusa rosa de la mañana con manchas. Mientras preparaba el café pensaba que esos mocosos jamás le habrían hablado en ese tono si no fuera por la eterna escasez de dinero, si no fuera por esa desdichada necesidad de andar pidiendo prestado, ocultándose y mintiendo.
   Hizo café y una tortilla a Marjotski y le sirvió el desayuno en su habitación.
   Marjotski era polaco: alto, huesudo, rubio, con unas cuidadas y largas piernas. Aquella mañana vestía una elegante chaqueta gris para andar por casa, con alamares.
   Varvara Stepánovna fue recibida con disgusto.
   -Ya estoy harto -dijo él- de que nunca haya criada, de tener que estar llamando una hora y llegar tarde a clase...
   Era cierto que muchas veces no había criada y que Marjotski se pasaba largo rato llamando, pero esta vez el descontento se debía a otra causa.
   La noche anterior él y Rimma, la hija mayor de Varvara Stepánovna, estuvieron en el diván de la sala. Varvara Stepánovna los vio besarse unas tres veces y abrazarse. Allí permanecieron hasta las once, después hasta las doce y después Stanislav recostó la cabeza sobre el pecho de Rimma y se quedó dormido. En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el rincón de un diván dormido sobre el pecho de una colegiala que conocimos por casualidad? La cosa no tiene nada de malo y no trae consecuencias, pero se debe tomar en consideración a los demás, que al día siguiente la niña deberá ir al colegio.
   Varvara Stepánovna sólo a la una y media comentó de mal humor que ya estaba bien. Marjotski, pletórico de soberbia polaca, mordió los labios y se enfadó. Rimma lanzó a la madre una mirada de indignación.
   La cosa no pasó de ahí. Pero por lo visto, Stanislav aún se acordaba al día siguiente. Varvara Stepánovna le puso el desayuno, echó sal y salió.
   Eran las once de la mañana. Varvara Stepánovna levantó las cortinas en la habitación de sus hijas. Los rayos ligeros y brillantes de un sol tibio se extendieron por el suelo descuidado, sobre la ropa desparramada, sobre el estante polvoriento.
   Las niñas ya se habían despertado. Rimma, la mayor, era delgada, menuda, de mirada rápida, morena. Ala, un año más joven -diecisiete escasos- era más corpulenta que la hermana, blanca, lenta de movimientos, de piel suave y blanducha, con una expresión dulce y pensativa en los ojos azules.
   La madre salió y Ala comenzó a hablar. Dejó caer el brazo relleno desnudo sobre la colcha, apenas movía los dedos blancos.
   -Verás lo que he soñado, Rimma -dijo-. Figúrate una ciudad rara, una ciudad pequeña rusa, incomprensible... El cielo es de un gris claro y está bajo y el horizonte muy cerca. En las calles el polvo también es gris, aplanado, tranquilo. Todo está muerto, Rimma. No se oyen sonidos, no se ven personas. Parece que ando por callejones desconocidos, cerca de casas de madera, pequeñas y silenciosas.
   Unas veces son callejones sin salida, otras es un camino y no veo más allá de los diez pasos, pero es un camino sin fin. Delante de mí va arremolinándose un polvo ligero. Me acerco y veo coches de boda. En uno va Mijail con la novia. La novia lleva velo y tiene cara de ser feliz. Yo voy al lado de los coches y me parece que soy la más alta y me duele el corazón. Después todos se dan cuenta de mi presencia. Se paran los coches. Mijail se me acerca, me coge la mano y despacio me lleva a un callejón. "Amiga Ala -dice con voz monótona-, ya sé que todo es triste. No hay remedio, porque no la amo a usted". Yo sigo a su lado, se me estremece el corazón y vuelven a abrirse nuevos caminos grises.
   Ala calló.
   -Es un sueño de mal agüero -agregó-. ¿Quién sabe? Como ahora todo me va mal, quizá después todo se ponga mejor y reciba una carta.
   -¡Naranjas! -respondió Rimma-, debiste pensarlo mejor antes y no andar pelando la pava. ¿Oye? Hoy voy a hablar con mamá... -dijo inesperadamente.
   Rimma se levantó, se vistió y se acercó a la ventana.
   Moscú estaba en primavera. La humedad cálida puso brillo a la valla larga y sombría que se extendía por la acera de enfrente a todo lo largo del callejón.
   En el jardincito junto a la iglesia la hierba estaba húmeda y verde. En una imagen, instalada sobre un poste torcido al entrar a la iglesia, el sol doraba suavemente la orla empeñada y resbalaba por el rostro oscuro del santo.
   Las chicas pasaron al comedor. Varvara Stepánovna estaba allí; comía mucho y con dedicación; a través de los lentes iba observando los bizcochos, el café, el jamón... Apuraba el café a sorbos grandes y ruidosos y engullía los bizcochos con presteza y codicia, como si se ocultara.
   -Mamá -le dijo Rimma severa y levantó con arrogancia su carita-, quiero hablar contigo. No te pongas roja. Todo se tranquilizará de una vez para siempre. No puedo vivir más contigo. Déjame en libertad.
   -Si lo deseas -respondió Varvara Stepánovna tranquila, y puso en Rimma sus ojos incoloros-. ¿Por lo de ayer?
   -No por lo de ayer. Aquí me asfixio.
   -¿Y qué piensas hacer?
   -Ir a unos cursillos, estudiar taquigrafía, ahora hay demanda.
   -Ahora hay taquígrafas a patadas. Anda, que te están esperando...
   -No te pediré ayuda, mamá -chilló Rimma-, no te pediré ayuda. Déjame en libertad.
   -Si lo deseas -repitió Varvara Stepánovna-. Yo no te retengo.
   -Dame la partida.
   -No te doy la partida.
   Hasta aquí la conversación había transcurrido en una calma sorprendente. Ahora Rimma sintió que la partida le daba razón para chillar.
   -Me hace mucha gracia -rió con sarcasmo-, ¿y dónde me registro sin la partida?
   -No te doy la partida.
   -Pues me voy de querida -gritó histéricamente Rimma-, me entrego a un gendarme...
   -¿Quién te va a coger? -Varvara Stepánovna observó con mirada crítica la figura temblorosa y la cara ardiente de la hija-. Como que el gendarme no encontrará nada mejor...
   -Me voy a la Tverskaya -gritaba Rimma-, me voy con un viejo. No quiero vivir con ella, con esta imbécil, imbécil, imbécil...
   -Así tratas a tu madre, ¿eh? -Varvara Stepánovna se levantó con dignidad-; en la casa hay miseria, todo se viene abajo, hay escasez, yo intento olvidarme, y tú... de esto se va a enterar papá...
   -Yo misma escribiré a Kamchatka -gritó Rimma frenética-, papá me dará el pasaporte...
   Varvara Stepánovna salió. Rimma, pequeña y despeinada, recorría la habitación agitada. En su cerebro surgían algunas frases de su futura carta a papá.
   "Querido papá -escribirá ella-: tú tienes tus asuntos, ya lo sé, pero debo contártelo todo... Dejemos a conciencia de mamá la afirmación de que Stasik quedó dormido en mi pecho. Él dormía en un cojín bordado, pero el centro de gravedad reside en otra cuestión. Mamá es tu esposa y tú serás parcial, pero no puedo quedarme más en casa, ella es inaguantable... Si quieres, iré contigo a Kamchatka, pero necesito el pasaporte, papaíto...".
   Rimma caminaba y Ala, desde el diván, observaba a su hermana. Pensamientos suaves y tristes se posaban en su alma.
   "Rimma se alborota -pensaba- y yo soy desdichada. Todo es triste, todo es inexplicable...".
   Se fue a su habitación y se acostó. Pasó Varvara Stepánovna en corsé, empolvada con abundancia e inocencia, roja, desconcertada y deplorable.
   -Ah, ahora que me acuerdo -dijo-, los Rastojin se mudan hoy. Hay que darles sesenta rublos, amenazan con llevar el asunto al juez. En la fresquera hay huevos. Cuécelos, que yo voy al monte de piedad.
   Cuando a las seis de la tarde Marjotski llegó de clase, en el recibidor vio unas maletas hechas. De la habitación de los Rastojin llegaba ruido; por lo visto, discutían. Allí mismo, en el recibidor, Varvara Stepánovna, de forma fulminante y con una decisión desesperada, le pidió diez rublos prestados. Sólo en su cuarto, Marjotski cayó en la cuenta de que había hecho una tontería.
   La habitación de Marjotski se diferenciaba de las otras en el piso de Varvara Stepánovna. Estaba limpia, llena de baratijas y de tapices. Sobre las mesas se hallaban en orden utensilios de dibujo, pipas elegantes, tabaco inglés, cuchillos blancos de marfil para cortar el papel.
   Stanislav no se había mudado aún, cuando en la habitación entró sigilosa Rimma. Fue recibida secamente.
   -¿Te enfadas, Stasik? -preguntó la muchacha.
   -No me enfado -respondió el polaco-, únicamente ruego que se me exima de la obligación de presenciar los excesos de su mamá de usted.
   -Pronto se acabará todo -dijo Rimma-, pronto seré libre, Stasik...
   Ella se sentó a su lado en el diván y le abrazó.
   -Soy hombre -comenzó entonces a hablar Stasik-, este vegetar platónico no me va, por delante tengo una carrera...
   Irritado decía las palabras que casi siempre se dicen a ciertas mujeres. No hay de qué hablar con ellas, fastidia gastar ternuras en ellas, pero ellas se resisten a pasar a lo fundamental.
   Stasik decía que el deseo le consumía; eso le impedía trabajar, le inquietaba; de una forma y otra, pero había que poner fin a la cosa; en cuanto a él, casi le tenía sin cuidado qué decisión se tomara, pero que se tomara alguna.
   -¿A qué vienen aquí esas palabras? -profirió Rimma pensativa-. ¿A qué viene eso de que "soy hombre", de que "hay que acabar" no sé qué? ¿A qué viene esa cara tan enfadada y tan fría? ¿Es que no se puede hablar de otra cosa? Es triste, Stasik. Estamos en primavera, todo es tan bonito y nosotros aquí riñendo...
   Stasik no respondió. Ambos callaron.
   Junto al horizonte se apagaba un ocaso flámeo que arrebolaba de brillo escarlata el cielo lejano. En el otro extremo colgaba una penumbra ligera, que se iba espesando lentamente. La habitación quedó llena de la última luz rubicunda. En el diván Rimma se inclinaba más y más cariñosamente hacia el estudiante. Ocurría lo que casi siempre les venía pasando a esa hora, la más hermosa del día.
   Stanislav besó a la muchacha. Ella recostó la cabeza sobre el cojín y cerró los ojos. Ambos se inflamaron. A los pocos minutos Stanislav la besaba sin cesar y en un arrebato de pasión ciega e insaciada comenzó a zarandear por la habitación su cuerpo delgadito y febril. Le rompió la blusa y el sujetador. Rimma, con los labios secos y ojerosa, ponía sus labios a los besos y con una mueca retorcida, dolorosa, protegía su virginidad. En uno de esos instantes picaron a la puerta. Rimma vagó aturdida por la habitación, apretando contra su pecho los jirones de la blusa destrozada.
   Tardaron en abrir. Era un compañero de Stanislav. Aquél, con la burla apenas oculta en la mirada, siguió a Rimma, que se escurrió de la habitación. Pasó a ocultas a su cuarto, cambió de blusa y se apoyó en el cristal frío de la ventana para calmarse.
   En el monte de piedad a Varvara Stepánovna por la plata familiar sólo le dieron cuarenta rublos. Diez rublos pidió a Marjotski, y fue a pedir el resto a casa de los Tijónov, a pie del Strastnoi a la Pokrovka. Estaba tan azorada que se olvidó del tranvía.
   En casa, además de los Rastojin amotinados, le esperaba para un asunto Mirlits, adjunto de abogado, un joven alto, con raíces podridas en lugar de los dientes y con ojos grises, húmedos y bobalicones.
   Hacía un tiempo, por falta de dinero, Varvara Stepánovna decidió hipotecar con poder la casa del marido en Kolomna. Mirlits trajo el texto de la hipoteca. A Varvara Stepánovna la cosa le pareció no del todo clara, que debiera consultar a alguien antes de rematar el asunto, pero demasiados sobresaltos -se dijo- le habían caído en suerte... Vayan con Dios todos ellos, los huéspedes, las hijas, las groserías.
   Tratados los asuntos, Mirlits descorchó una botella de Muscat-Lunel de Crimea, que trajo consigo -conocía la debilidad de Varvara Stepánovna. Bebieron un vaso y se dispusieron a repetir. Las voces crecieron, a Varvara Stepánovna se le puso roja la nariz carnosa, las ballenas del corsé le sobresalían y podían contarse. Mirlits decía chistes y se desternillaba. Rimma, con la blusa nueva, cambiada, permanecía silenciosa en un rincón.
   Bebido el Muscat-Lunel, Varvara Stepánovna y Mirlits salieron a dar una vuelta. Varvara Stepanovna se notaba un poco borracha, sentía vergüenza de ello, mas por otra parte le daba igual, porque la vida, vaya por Dios, bastantes sinsabores tenía.
   Varvara Stepánovna regresó antes de lo que esperaba porque los Boiko, a los que quería ver, no estaban. Al regresar se asombró del silencio en la casa. A esa hora las chicas solían bromear con los estudiantes, carcajear, corretear. Sólo se oía ruido en el baño. Varvara Stepánovna entró en la cocina, desde cuya ventana podía observarse lo que pasaba en el baño.
   Se acercó al ventano y vio un cuadro extraordinario, raro; vio esto:
   el horno, en el que calentaban el agua, se puso al rojo vivo. La bañera estaba llena de agua hirviente. Ante el horno se hallaba Rimma de rodillas. Tenía en las manos unas tenacillas para rizar el pelo. Las calentaba al fuego. Ante la bañera estaba Ala desnuda. Sueltas las largas trenzas. De los ojos le caían lágrimas.
   -Acércate -dijo a Rimma-. Escucha, a ver si da golpes...
   Rimma puso la oreja sobre su barriga tierna, un tanto abultada.
   -No da -respondió-. De todas formas, no debes dudar.
   -Voy a morir -musitó Ala-. El agua me escaldará. No lo aguantaré. Deja las tenacillas. Tú no sabes cómo se hace.
   -Todos lo hacen así -profirió Rimma-. Basta de gimotear, Ala. No es cosa de ponerte a parir, ¿verdad?
   Ala se disponía a entrar en la bañera, y no tuvo tiempo: en ese momento se oyó la voz inolvidable, débil, ronca de su madre:
   -¿Qué estáis haciendo, hijas?
   Dos horas después, Ala, abrigada, mimada y llorada, yacía en la cama ancha de Varvara Stepánovna Lo contó todo y se sintió aliviada. Se imaginaba pequeñita, con una ridícula pena infantil.
   Rimma, sin ruido, sin palabras, se movía por la habitación, hizo la limpieza, preparó té a su madre, la obligó a cenar, hizo todo para que el dormitorio estuviera limpio. Después encendió una lamparilla en la que desde hacía dos semanas no echaban aceite; al desvestirse procuró no hacer ruido y se acostó al lado de su hermana.
   Varvara Stepánovna estaba sentada a la mesa. Veía la lamparilla, su llama inmutable de un rojo oscuro, que iluminaba pobremente a la Virgen María. La chispa le seguía causando un ligero y raro mareo. Las niñas se durmieron pronto. Ala tenía la cara blanca, grande y tranquila. Rimma, arrimada a ella, suspiraba en sueños y temblaba.
   Cerca de la una de la madrugada Varvara Stepánovna encendió una vela, se puso ante sí una cuartilla y escribió al marido:
   "Querido Nikolai: hoy estuvo Mirlits, un judío muy decente, y mañana vendrá el señor que da el dinero por la casa. Creo hacer bien, pero cada vez estoy más intranquila, porque no confió en mí. Sé que tienes tus sinsabores, tu trabajo y no debiera escribirte eso, pero nuestra casa, Nikolai, no se arregla. Las niñas se hacen mayores, hoy la vida exige muchas cosas -cursillos, taquigrafía-, las chicas quieren más libertad. Hace falta un padre, quizá haya que gritarles, pero en mí no se puede confiar. Sigo creyendo que tu viaje a Kamchatka fue un error. Si estuvieras aquí nos mudaríamos al Starokolenni, allí se alquila un pisito muy soleado.
   Rimma adelgazó y tiene mal aspecto. Todo el mes cogimos nata en la lechería de enfrente y las niñas mejoraron mucho, pero hemos dejado de cogerla. Mi hígado tan pronto se deja sentir como se calma. Escribe más a menudo. Después de tus cartas me cuido, no como arenques y el hígado me deja tranquila. Ven, Kolia. Descansaríamos. Saludos de las niñas. Te beso muy fuerte. Tu Varia".

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