jueves, 9 de septiembre de 2010

CUENTO. "El día del Juicio", de José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930)

José Jiménez Lozano

El día del Juicio
Era un día del final del invierno, uno de aquellos en los que la primavera ofrece como un adelanto o una muestra de sí misma; un día muy templado y esplendoroso, y debía de celebrarse alguna clase de fiesta del gobierno, porque por las calles por las que las gentes iban paseando tranquilamente sin ir a ninguna parte, sino realmente para tomar el sol y disfrutar, veían desembocar verdaderas riadas de otras gentes que debían de llegar de fuera de la ciudad. Desde las primeras horas de la mañana se había oído, en toda ella, como un toque de trompeta, pero no un toque militar exactamente, y quizás llamaba a la gente a la celebración que parecía que se estaba haciendo; aunque los transeúntes que se conocían, e incluso los que no se conocían, al oír luego, de nuevo, la trompeta, se preguntaban unos a otros por la razón de este toque realmente maravilloso, y por el motivo de que tantas gentes se apresuraran como si llegaran tarde a algún espectáculo.
-Creo que están poniendo una película del Juicio Final que es muy bonita, en un cine de aquí del centro -dijo ella, la abuela.
Pero Rosita, su nieta, que la acompañaba, contestó que a ellas las habían llevado desde el colegio, porque había mucha historia en la película, y a todas las chicas las había parecido bien. Tenía cosas muy interesantes, y, sobre todo, unos efectos especiales muy impresionantes. Por ejemplo, como cuando llegaba Dios como Juez, y luego también en algunos de los juicios que se hacían, como cuando juzgaban a Pilatos, que se lavaba las manos en una jofaina de plata allí mismo en el juicio y, apenas se las había secado, ya volvían a ponerse rojas. Y ella, la abuela, nunca las había contado eso. ¿Era verdad lo de la película o lo que ella la había contado?
-La verdad es la verdad -dijo la abuela.
Y luego la explicó que Pilatos mismo le había preguntado a Jesús qué era la verdad, y éste le había respondido que él era la verdad. Se lo había repetido muchas veces, y no comprendía cómo todavía ella, su nieta, tenía que preguntar cuál era la verdad. Aunque, pensándolo bien, lo que la película quería decir era que, aunque Pilatos hubiera hecho aquella ceremonia de lavarse las manos, llenas de la sangre del Justo estaban para siempre, y, bien miradas las cosas, no debía de estar mal aquella película. Así que Rosita propuso alargarse hasta el cine en el que la ponían, que no estaban tan lejos de él, y mirar las carteleras y las fotografías, para volver al día siguiente, si la abuela quería, a ver la película. Al fin y al cabo, el cine las cogía de paso de la joyería en la que la abuela había encargado arreglar una antigua pulsera suya que siempre había gustado mucho a Rosita, y la abuela se la iba a regalar ahora que iba a cumplir quince años a la semana siguiente. Así que hacia el cine se dirigieron.
Y lo que vieron, según se iban acercando, fue que había una inmensa cantidad de gente a la puerta, pero que entró en seguida aquella multitud, y que luego volvió a haber otra tanta gente por lo menos, y también entró en un santiamén; y que entonces vieron a un joven o a una joven con un vestido de ángel, y con alas tan blancas como el vestido y una corona de luz en la cabeza, que hacía una señal a alguien de que se acercara, y volvía a aparecer otra muchedumbre que luego entraba igualmente en el cine.
-Vestida de ángel hiciste tú la Primera Comunión, ¿te acuerdas? Aunque no llevabas corona de luz, porque entonces no había los inventos que hay ahora con las luces.
Pero la muchacha no contestó. Ya estaban muy cerca, y el Ángel la estaba fascinando, y dijo:
-El otro día el Ángel no estaba. Ni tampoco había tanta gente.
La abuela dijo que, verdaderamente, el Ángel estaba precioso, y que había sido una buena ocurrencia de propaganda de la película; y, además, el Ángel de la Guarda de cada uno haría de abogado por él el Día del Juicio, y estaba muy bien traído el anuncio. La estaban dando ganas de entrar al cine, dijo la abuela, aunque ya era un poco tarde, y lo que harían entonces era preguntar al Ángel por el día y la hora que serían los mejores para ver la película, en vista de que acudía tanta gente. Pero, cuando ya estaban junto al Ángel, oyeron que esa pregunta era la misma que le estaba haciendo un matrimonio ya de edad, y que el Ángel contestaba:
-El Juicio Final acabará en cuanto el sol se ponga; y ya nunca habrá más mundo. Antes de entrar pueden hacer sus últimos encargos y recomendaciones.
Y luego añadió:
-Pero ¡con calma, con calma! ¡Hagan primero sus encargos y tomen sus últimas disposiciones! ¡Hagan primero sus encargos! Después ya no habrá mundo.
Tenía una voz muy bonita aquel ángel, pero el matrimonio que había preguntado le miró con tanta pena, después de que ellos le habían contestado que eran pobres, no tenían hijos, ni una casa sino muy antigua y de alquiler, ni tampoco tenían nunca ningún encargo que hacer ni ninguna disposición que tomar, que entonces el Ángel les animó a pasar en seguida, mientras les decía que siendo así las cosas era mucho mejor, porque el Juicio sería más breve. Y luego se puso a explicar cómo sería este Juicio a todos los demás.
-El tiempo que canta un gallo —dijo.
-¿Quiere decir que la película no llega a las dos horas? -preguntó un joven que aseguró que ya la había visto, y que volvía porque quería volver a ver lo del juicio de Nerón, que no duraba ni un minuto. Porque le había intrigado mucho este juicio. Ni el Juez ni nadie le decía nada a Nerón. Aparecía allí, se ajustaba la túnica y la corona de laurel de César, y entonces una esclavilla le ponía delante de la cara un espejo, él se volvió a colocar la túnica y la corona, y ella le decía:
-¡Pues ya está!
Y ya estaba el Juicio Final de Nerón. Al joven le parecía escandalosa esta propaganda imperialista; pero quería volver a ver la escena por si se le había escapado algo.
-Ha visto usted perfectamente, joven -dijo el Ángel-. Pero puede volver a pasar, si quiere; y esta vez será su juicio.
La abuela susurró al oído a Rosita que a ver si aquélla iba a ser una película política, porque, si era así, ellas no pintaban nada allí, y entonces el Ángel la aseguró a la abuela que de ninguna manera aquello era una cosa política, y que allí los políticos eran como todos los demás. Salvo que lo primero que les daban era un espejo, pero un espejo de sombra, o de la sombra que habían hecho en el mundo, y luego, cuando se miraban en ese espejo, ya tenían el castigo, porque ya tenían que estarse mirando la eternidad entera.
-Dicen que los efectos especiales son maravillosos, y que Cleopatra no lleva maquillaje, y sale, allí, en salto de cama -dijo una jovencita.
-¡Je! ¡Je! ¡Je! -se rio el Ángel.
Pero que esto ocurriría en la película, y sólo Dios sabía lo que había ocurrido, o lo que ocurriría en el juicio de Cleopatra, si todavía no se había efectuado; pero estaba seguro de que nadie podría darse cuenta de si esta reina llevaba maquillaje o no, e iba vestida o no con un salto de cama, porque, en realidad, los juicios no duraban, como ahora repetía, ni el tiempo de un suspiro.
-¡Pregunten! ¡Pregunten ustedes a los que ya han sido juzgados! -invitó el Ángel a quienes le escuchaban.
-Pero, en ese momento, llegó otro ángel para sustituir al que estaba hablando, porque quizás era la hora del cambio de turno, y el que estaba hablando, que parecía dispuesto a dar información del lugar en el que se podría encontrar a alguno o algunos de los juzgados, cambió de conversación y sólo dijo:
-Pero ¡dense prisa, porque todo va muy rápido! No son ni las cuatro de la tarde, y ya sólo falta por juzgar una cuarta parte del mundo.
De manera que Rosita dijo entonces a la abuela que, como estaba tan cerca la joyería, podían ir primero a recoger la pulsera, y volver con tiempo de sobra para la sesión que comenzaba a las cinco y media. Y esto fue lo que hicieron, y en la joyería no solamente tenían ya arreglada la pulsera, y había quedado perfecta, sino que la abuela se encontró a una amiga suya, de los tiempos en que habían ido juntas al colegio, y que luego había tratado mucho hasta que se casó y se fue a vivir a Gijón. Hacía muchos años que no se veían, pero se reconocieron en seguida, aunque era la abuela la que hacía más aspavientos de extrañeza, y dejaba escapar más grititos de alegría. Y cuando la abuela ya la había dicho cuatro o cinco veces que estaba jovencísima, su amiga contestó:
-Naturalmente, porque ya he sido juzgada.
La abuela abrió unos ojos enormes ante una salida como ésta, e insistió:
-Es que estás como si tuvieras entre los treinta y los cuarenta. ¡Ni una arruga, Dios mío! ¿Cómo te las has arreglado? ¿Qué has hecho?
-Ya te he dicho que he sido juzgada. Es un abrir y cerrar de ojos, Lucía. Como un relámpago, ¡y ya!
La abuela estaba desconcertada, y miraba a Rosita y luego a su amiga, y volvía a repetir las miradas, y su amiga trató de explicarla y de tranquilizarla; porque en realidad el Juicio era la cosa más fácil del mundo. Se entraba allí, y había bastante gente que estaba en semicírculo como para una rueda de reconocimiento que hubiera montado la policía, y, en seguida, sin que nadie te dijera nada, sabías que tenías que reconocerle, y que él tenía que reconocerte entre tantos que estaban allí junto a ti.
-¿A quién tenías que reconocer, y quién te tenía que reconocer? -preguntó la abuela.
-¿A quién crees tú que puede ser a quien tienes que reconocer, y quien tiene que reconocerte?
Y, como para sacar un poco del desconcierto a la abuela, añadió que se dieran prisa abuela y nieta a ser juzgadas, y luego volvieran por allí, y charlarían un poco, porque ella había adivinado en seguida de quién era aquella pulsera y se había esperado a que fuera alguien a recogerla, pero no podía pensar que pudiera ser la abuela. Porque ¿cuántos años podía tener la abuela? En realidad aquella muchacha que la acompañaba tenía que ser su biznieta, o su tataranieta.
A la abuela no la gustó nada esta intromisión de su amiga en su vida, y menos en cuestiones de años, y nada más salir de la tienda lo que dijo a Rosita fue que su amiga Carmen siempre había sido una excelente mujer, pero algo entrometida; y siempre había estado muy preocupada por cuidarse y de estar como si el tiempo no pasase por ella, y esto sí que lo había conseguido, ciertamente. Y no se explicaba cómo. Había estado torpe al no haberla pedido que la informara sobre qué tratamiento seguía.
-¡Ya te diré algunas cosas de ella! -añadió-. Era muy enamoradiza desde que tenía tu edad más o menos, pero el enamoriscamiento sólo la duraba hasta la hora de cenar. Era curioso. Una vez... otra vez... otro día... aquel muchacho... la monja... una noche...
Y, de repente, se echó a llorar la abuela, diciendo:
-¡Ay, Rosita, que no es una película! ¡Ay, Rosita, que es el Juicio Final de verdad, y yo no estoy preparada!
-¡Vamos, abuela, que es una película, y yo la he visto!
Entonces ella se paró, su rostro se endureció, miró a Rosita con unos ojos como taladros, y la dijo que ella estaba tan segura de esto como de que su amiga Carmen hacía más de treinta años que había muerto, y claro que estaría juzgada, pero ¿qué hacía allí en la joyería? Era verdad que, sin esperarlo nadie, había llegado el Juicio de los vivos y los muertos.
Así que Rosita sacó de su bolso el telefonillo, llamó a su madre y la dijo que la abuela estaba diciendo cosas muy raras sobre el Juicio Final sin haber visto la película, y que decía que se había encontrado con una muerta. ¿Qué hacía?
La madre de Rosita contestó, muy alarmada, que se fuese con la abuela a la pastelería La Calabresa, que estaba cerca de donde Rosita llamaba, y se sentasen allí a tomar un chocolate y unos hojaldres, que tanto la gustaban a la abuela. Ella llegaría en seguida, en cuanto se enterase, además, de qué era aquello del Juicio Final de lo que todo el mundo hablaba.
-Y, por cierto, Rosita, que has dejado de cualquier manera las cosas en tu habitación, y mil veces te he dicho que mi abuela, la madre de mi madre, tu abuela con la que estás, siempre decía que una mujer no debía salir de casa sin dejar la cocina ordenada y limpia, así que mucho más un dormitorio, porque luego, pasase lo que pasase, incluso si llegaba el Juicio Final, no tenía importancia.
-¿Se lo digo a la abuela? -preguntó Rosita.
Y la madre de Rosita ya no contestó, aunque se la oía hablar con alguien que la decía que lo del Juicio Final no era ninguna película, sino una realidad, y que la policía andaba investigando si los que montaban este espectáculo tenían el permiso o no, porque algunos decían que era algo de los ecologistas y otros de los de la extrema derecha.
Pero, por fin, dijo su madre a Rosita:
-Tú espérame allí con la abuela, que yo voy para allá; aunque a lo mejor tardo un poco, porque dicen que hay un gentío inmenso por todas partes con lo del Juicio Final. Tu padre todavía no ha podido llegar a casa desde la oficina, y dice que de un coche a otro, cuando están parados ante los semáforos, preguntan si es verdad que no se va a poner el sol esta tarde. Así que vosotras dos ¡tranquilas!

1 comentario:

Unknown dijo...

Gràcias a todos por colgar este relato, me ha ayudado mucho.