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Vicente Gallego
Maneras de escuchar un blues
Es hermosa esta noche de verano,
aunque no más hermosa
que cualquier otra noche de verano.
Es hermosa esta noche en que estoy solo,
y fumo y he dejado
en penumbra la casa mientras sueña
un dulce y triste blues,
un blues tan triste y dulce como otros.
Nada en mí, ni en la noche, ni en la música,
se diría especial, y sin embargo
existe algo muy hondo en esas cosas
que parecen sencillas:
una extraña grandeza que no acaba
de ser exaltación, tragedia, paz,
pero que es todo eso, y es también
un sentir claramente
que para que esto ocurra ha sido necesario
apurar estos años, acumular recuerdos,
haber ganado
y haber perdido tantas cosas.
Para que este piano suene así,
para temblar así con esta música,
ha sido necesario
ir llenándola poco a poco
de belleza y de daño, ir llenándola
con nuestra propia vida, para que se parezca
a nuestra propia vida, y suene así:
tan insignificante
y tan grande, tan triste, tan hermosa.
Baldomero Lillo
Víspera de difuntos
Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de los tableros de las puertas desvencijadas.
El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la voz inconfundible del mar.
En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.
Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.
La voz monótona murmura:
-...Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame, por la salvación de tu alma, que serás para ella como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!”.
La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.
(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo y la voz plañidera continúa:)
-Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.
Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles hasta quedarme sin aliento.
Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir y venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como un puño. Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cogerla en mis brazos y comérmela a caricias.
(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias y su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse en seguida.)
-...La enfermedad -aquí la voz se hizo opaca y temblorosa- me postraba a veces por muchos días en la cama. ¡Era de ver entonces sus cuidados para atenderme! ¡Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.
Siempre silenciosa acudía a todo, iba a la compra, encendía el fuego, preparaba el alimento. De noche, a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ángel:
-¿Me llamas, mamá; necesitas algo?
Rechazábala con suavidad, pero sin hablar. No quería que el eco de mi voz delatase la emoción que me embargaba. Y ahí, en la oscuridad de esas largas noches, sin sueño, asaltábame tenaz y torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de mi conducta, aparecíaseme en toda su horrenda desnudez. Mordía las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíale perdón y hacía protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.
(La vendedora, sin cambiar de postura, oía sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo.)
-Mas la luz del alba -prosigue la enlutada- y la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita!, pensaba. ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! Y en vano trataba de resistir al extraño y misterioso poder que me impelía a esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos, me horrorizaban.
Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura. Y su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.
-¡Cómo la odiaba entonces, Dios mío, cómo!
(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se agigantaba y su tono adquirió lúgubres inflexiones.)
-Fue a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas y sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo y pensaba que era necesario cambiar sus ligeros vestidos por otros más adecuados a la estación. Pero no lo hacía... y el tiempo era cada vez más crudo... apenas se veía el sol.
(La narradora hizo una pausa, un gemido ahogado brotó de su garganta, y luego continuó:)
-Hacía ya tiempo que había apagado la luz. El golpeteo de la lluvia y el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado y caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos me sacó de aquella somnolencia, crispáronse mis nervios y aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.
Mas, terminado un acceso, empezaba otro más violento y prolongado. Me refugié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada; todo inútil. Aquella tos, seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.
No pude resistir más y me senté en la cama y, con voz que la cólera debía de hacer terrible, le grité:
-¡Calla, cállate, miserable!
Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos y las ropas, pero la tos triunfaba siempre.
No supe cómo salté al suelo y cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné y busqué a tientas en la oscuridad aquella larga y dorada cabellera y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió, sin duda, mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia y procurando desasirse clamó con indecible espanto:
-¡No, no, perdón, perdón!
Mas yo había descorrido el cerrojo... Una ráfaga de viento y agua penetró por el hueco, y me azotó el rostro con violencia.
Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:
-¡No, no, mamá, mamá!
Reuní mis fuerzas y la lancé afuera y, cerrando en seguida, me volví al lecho estremecida de terror.
(La propietaria escuchaba atenta y muda, y sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca y velada disminuía su diapasón.)
-Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecía, a veces, percibir entre el ruido del viento y de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes.
Poco a poco sus voces de:
-¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo, mamá! -fueron debilitándose, hasta que, por fin, cesaron por completo.
Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podía resguardarse de la lluvia, y la voz del remordimiento se alzó acusadora y terrible en lo más hondo de la conciencia:
-¡La maldición de Dios -me gritaba- va a caer sobre ti...! ¡La estás matando...! ¡Levántate y ábrele...! ¡Aún es tiempo!
Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenía en él, atormentada y delirante.
¡Qué horrible noche, Dios mío!
(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos de silencio y luego la voz más cansada, más doliente, prosiguió:)
Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hacia la ventana y vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado y el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, y no podía. De pronto, la vista del jergón vacío que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria y me reveló de un golpe lo sucedido.
Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta y una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.
Y estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, más bien me arrastré que anduve hacia la puerta; pero, cuando ponía la mano en el cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbito mi cuerpo se dobló como un arco y tuve la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el pavimento. Tenía los miembros magullados, el rostro y las manos llenos de sangre.
Me levanté y abrí... Falta de apoyo, se desplomó hacia adentro. Hecha un ovillo, con las piernas encogidas, las manos cruzadas y la barba apoyada en el pecho, parecía dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella y la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, más blanco que las sábanas, qué miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel y huesos!
Cruzábanlo infinitas líneas y trazos oscuros. Demasiado sabía yo el origen de aquellas huellas, ¡pero nunca imaginé que hubiera tantas!
Poco a poco fue reanimándose, hasta que, por fin, entreabrió los ojos y los fijó en los míos. Por la expresión de la mirada y el movimiento de los labios, adiviné que quería decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:
-¡La he visto! ¿Sabes? ¡Qué contenta estoy! ¡Ya no me abandonará más, nunca más!
(La ventolina parecía decrecer y el ruido del mar sonaba más claro y distinto, entre los tardíos intervalos de las ráfagas.)
-Le tomó el pulso y la miró largamente (gime la voz).
Lo acompañé hasta el umbral y volví otra vez junto a ella. Las palabras hemorragia... ha perdido mucha sangre... morirá antes de la noche, me sonaban en los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentía esa inquietud y angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decía y pensé en los preparativos del funeral. Abrí el baúl y extraje de su fondo la mortaja destinada para servirme a mí misma. Y, sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.
Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacía de espaldas respirando trabajosamente. Nunca, como entonces, me pareció más grande la semejanza. Los mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro y la misma boca pequeña, con la contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé ¡Qué felices son! Y convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí:
-¡He cumplido mi juramento, ahí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura, sin mancha, santificada por el martirio!
Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino... De súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele, mientras se la ponía delante de los ojos:
-Mira, ¿qué te parece el vestido que te estoy haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡Y qué confortable y abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra; dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!
Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se había puesto de cara a la pared. En vano le grité:
-¡Ah! ¡Testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por la fuerza.
Y echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo y la volví de un tirón: estaba muerta.
(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta, invade la tienda, oscureciéndola casi por completo. Y apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aún por un instante resonar la voz:)
-Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores más frescas y las más hermosas coronas.
En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria, con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas y modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su frufrú de cosas muertas los pétalos de tela y de papel pintado:
-¡Mañana es día de difuntos!
En "El País":
1. Continuará. Columna de Maruja Torres.
2. "Cuando escribes, tratas de ser mejor guionista que Dios". Entrevista al escritor Santiago Roncagliolo. Por Tereixa Constenla.
3. Música de futbolistas. Por Vicente Verdú.
4. En la cama con el móvil, la tele y el correo. Reportaje de Javier Martín. El dormitorio deja de ser íntimo y se va llenando de aparatos y actividades que obstaculizan el descanso y la sexualidad. La copulación electrónica. Análisis de Vicente Verdú.
5. Memoria y olvido en la era de Internet. Artículo de Ernesto Hernández Busto, ensayista (premio 'Casa de América' 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenultimosDias.com
¿Cómo dejar atrás algo que la Red ha fijado como un recuerdo imborrable? La banalización de lo privado con el auge de las redes sociales nos hará perder algo que nos ha pertenecido durante siglos: nuestra intimidad.
Vicente Gallego
Generación espontánea
Este día nublado invita al odio,
predispone a estar triste sin motivo,
a insistir por capricho en el dolor.
Y sin embargo el viento, y esta lluvia,
suenan hoy en mi alma de una forma
que a mí mismo me asombra, y hallo paz
en las cosas que ayer me perturbaban,
y hasta el negro del cielo me parece
un hermoso color.
Cuando no soportamos la tristeza,
a menudo nos salva una alegría
que nace de sí misma sin motivo,
y esa dicha es tan rara, y es tan pura,
como la flor que crece sobre el agua:
sin raíz ni cuidados que atenúen
nuestro limpio estupor.
Baldomero Lillo
La cruz de Salomón
Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado, habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino, relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.
Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.
Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.
El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:
-¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!
El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:
-¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida...! Por supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.
Estas razones doblegaron la resistencia del forastero quien, vaciando de un sorbo un vaso de ponche, exclamó:
-Pues bien, ya que estoy entre caballeros voy a contarles el caso que, como he dicho, pasó tres años atrás y fue también en una trilla...
No mentaré nombre de lugar ni de persona. ¡Se cuenta el milagro, pero no se nombra el santo!
Todos asintieron con la cabeza.
Un gran silencio se hizo en el auditorio y después de un instante la voz musical y cadenciosa del Cuyanito se alzó diciendo:
-Desde el momento que lo vi fue antipático. En el camino me lo presentó un compadre y nos fuimos juntos a la trilla. Nos tocó ser compañeros en algunas corridas, hasta que un estrellón que me dio intencionalmente contra la puerta de la “era”, y al que contesté con un caballazo, nos hizo francamente enemigos. Le tomé una ojeriza a muerte y conocí que él me pagaba con la misma moneda.
Todo el día lo pasábamos corriendo de firme detrás de las yeguas, y al oscurecer, después de la comida, se armó en la ramada una de cantos y palmoteos que alarmó hasta las lechuzas de la montaña.
Yo que estaba un poco alegrillo y en disposición para divertirme, había tomado asiento al lado de una tocadora de guitarra: una morena con ojos de esos que parecen decir, cuando nos emborrachan con sus miradas: ¡Cuidado que te chamuscas, moscardoncito!
Entusiasmado con la muchacha estaba tallándole de lo lindo, cuando, de repente, al volver con un vaso de ponche para obsequiar a la prenda, encontré el asiento ocupado por aquel guapetón de los demonios. Fue tan grande el disgusto que me trabó la lengua de pura rabia, pero pude dominarme y, con buenas palabras, le dije que el sitio ese me pertenecía y que respetara mi derecho. Me contestó con toda insolencia que de ahí no lo movía nadie y que me fuese con la música a otra parte.
Yo, que tenía aún el ponche en la mano, se lo tiré con vaso y todo y se armó la gresca en un santiamén. A decir verdad, confieso que llevé en la batalla la peor parte. Mi enemigo, aunque ya era viejo, era mucho más hombre y de mejores puños. Nos apartaron y lo desafié entonces para fuera de la ramada. Sin decir una palabra me siguió. Las mujeres empezaron a gritar pidiendo que nos atajaran, pero los hombres nos hicieron un cerco, y tirando a un lado el poncho y el sombrero desenvainamos los cuchillos.
Mi compadre, un hombre muy ladino, se metió por medio y dijo que antes de pelear debían ajustarse las condiciones del desafío y que yo, como ofendido, tenía derecho para elegir las que mejor me pareciesen. Ciego de coraje dije que las únicas condiciones eran que se amarrase el pie izquierdo del uno con el pie derecho del otro y, en seguida, se apartase todo el mundo lo más lejos posible. Así se hizo, y con una faja de seda nos sujetaron por los tobillos. Cuando estuvimos bien trabados, mi compadre, que nos había pedido los cuchillos para impedir, según dijo, una traición, los puso de nuevo en nuestras manos. Al entregarme el mío me miró a los ojos de un modo raro, conociendo en el acto de apretar la empuñadura que no era la de mi puñal. Y lo mismo debió advertir mi contrario, porque bajó la vista para fijarla en la hoja que relumbraba a la luz de la luna... Levanté el brazo y le clavé el cuchillo en el corazón. Cayó redondo, corté de un tajo la amarra y saltando a mi caballo galopé toda la noche hacia la cordillera, divisando las primeras nieves.
Mi compadre, que me acompañó una parte del camino, me refirió que, sospechando que el arma de mi enemigo tuviese algún maleficio, se le ocurrió aquella astucia del cambio, que me libró de una muerte segura, pues el puñalito ese tenía marcada la cruz de Salomón, contra la cual, como se sabe, no hay quite ni barajo que valga.
Y para corroborar el narrador lo que decía, llevó la diestra a la cintura y extrajo de su vaina un magnífico puñal con mango de cobre cincelado y anillos de plata, el cual pasó de mano en mano en torno de la mesa, examinando cada uno de los oyentes la famosa cruz de Salomón grabada en la hoja (dos H mayúsculas muy juntas).
Uno de los últimos que la tuvo en su poder fue el Abajimo, muchacho de veinte años a lo sumo, delgado y esbelto, de rostro infantil. Llegado de las provincias del norte, tenía en aquellos contornos gran nombradía como fabricante de frenos y espuelas, objetos que cincelaba y plateaba con primor. Retirado de la mesa, nadie había fijado en él la atención, ignorándose si estaba ahí desde un principio o si acababa de llegar.
De pronto, enderezando el mozo su esbelta figura y con el rostro alegre de niño que tropieza con un juguete que creía extraviado, dijo con acento sorprendido y gozoso:
-¡Vaya con la casualidad! Este puñal es trabajo mío. La hoja, de acero de lima vieja, está templada al aceite y puede cortar un pelo en el aire.
Y mientras hablaba iba acercándose al forastero, quien lo veía venir un sí es no es inquieto, pero aquella sonrisa bonachona y aquella ingenua alegría desterraron de su espíritu una naciente sospecha.
Entretanto, el joven, poniéndole el arma a la altura de los ojos decía:
-¡Vaya y qué cosa más rara! Esto que a usted le parece la cruz de Salomón son las iniciales del nombre de mi padre: Honorio Henríquez... ¡a quien mataste a traición, cobarde!
Y, veloz como el rayo, sepultó el puñal en el pecho de su dueño, que rodó bajo la silla sin exhalar un gemido.
La última frase pronunciada con acento iracundo y la acción imprevista que la acompañó, hicieron dar un salto en su silla a los circunstantes, pero, paralizados por la sorpresa que les produjo la terrible escena, no dieron un paso para detener al Abajino, quien, llevando a la diestra el puñal tinto en sangre, abandonó con altivo y fiero continente la ramada. Un momento después, y mientras los del grupo se miraban aún consternados, resonó en el silencio de la campiña dormida el furioso galope de un caballo que se alejaba a revienta cinchas por el camino de la montaña.
El personaje de Florita, apareció por primera vez en el tebeo "EL Coyote" en 1947, creado y dibujado por Vicente Roso (Vinaroz 1920, +Barcelona 1996). Tal fue el éxito del personaje que, al poco de aparecer en aquella publicación, las lectoras enviaron un aluvión de solicitudes pidiendo que se ampliase el espacio dedicado a Florita.
De esta forma, en 1949, nace la revista femenina "Florita", con ilustraciones de este gran dibujante, cuyas historietas, a veces informales, otras anecdóticas, siempre guardaban un estilo inconfundible e inédito. Florita se desenvuelve en un ambiente de clase media con matices marcadamente norteamericanos. Sin duda se nota la influencia que la obra de Alex Raymond tuvo sobre Roso. Tal fue el éxito del dibujante de Vinaroz, que en los Estados Unidos llegó a ser considerado como uno de los mejores del mundo, en el estilo realista.
"Florita" era un compendio de historietas de varios personajes, de moda y recetas culinarias. Entre los personajes que frecuentaban los números de esta publicación, cabe destacar a "Mopsy" de la autora americana Gladys Parker y "Mark Trail" de Edward Benton Dodd.
Para ver más.
Vicente Gallego
LO QUE AL DÍA LE PIDO
Lo que al día le pido ya no es
que me cumpla los sueños, que me entregue
los deseos cumplidos de otros días
porque al fin he aprendido que los sueños
son igual que las alas de un insecto
y al tocarlos el hombre se deshacen;
y es que un sueño al cumplirse es otra cosa
que no ayuda a volar.
Lo que al día le pido es ese sueño
que al rozarlo se parta en otros sueños
lo mismo que una bola de mercurio
y que brille muy lejos de mis manos.
Lo que al día le pido empieza a ser
más difícil incluso de alcanzar
que los sueños cumplidos, porque exige
la fe antigua en los sueños.
Lo que al día le pido es solamente
un poco de esperanza, esa forma modesta
de la felicidad.
Juan Valera
El pescadorcito Urashima
Vivía muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.
Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años; al menos las japonesas los viven.
Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:
-Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizá mejor que la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago.
Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.
Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al mediodía a echar una siesta.
Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:
-Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.
Tomó entonces Urashima un remo y la princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía o imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh, qué sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro.
Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida, pónlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el palacio parecía. Y todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios de la mar y el marido de la adorable princesa?
Allí vivieron dichosos más de tres años, paseando todos los días por entre aquellos árboles con hojas de esmeraldas y frutas de rubíes.
Pero una mañana dijo Urashima a su mujer:
-Muy contento y satisfecho estoy aquí. Necesito, no obstante, volver a mi casa y ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, Déjame ir por poco tiempo y pronto volveré.
-No gusto de que te vayas -contestó ella-. Mucho temo que te suceda algo terrible; pero vete, pues así lo deseas y no se puede evitar. Toma, con todo, esta caja, y cuida mucho de no abrirla. Si la abres, no lograrás nunca volver a verme.
Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en la costa de su país natal.
Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas, por cierto, estaban allí como antes; pero los árboles habían sido cortados. El arroyuelo, que corría junto a la choza de su padre, seguía corriendo; pero ya no iban allí mujeres a lavar la ropa como antes. Portentoso era que todo hubiese cambiado de tal suerte en sólo tres años.
Acertó entonces a pasar un hombre por allí cerca y Urashima le preguntó:
-¿Puedes decirme, te ruego, dónde está la choza de Urashima, que se hallaba aquí antes?
El hombre contestó:
-¿Urashima? ¿Cómo preguntas por él, si hace cuatrocientos años que desapareció pescando? Su padre, su madre, sus hermanos, los nietos de sus hermanos, ha siglos que murieron. Esa es una historia muy antigua. Loco debes de estar cuando buscas aún la tal choza. Hace centenares de años que era escombros.
De súbito acudió a la mente de Urashima la idea de que el Palacio del Dragón, allende los mares, con sus muros de coral y su fruta de rubíes, y sus dragones con colas de oro, había de ser parte del país de las hadas, donde un día es más largo que un año en este mundo, y que sus tres años en compañía de la princesa, habían sido cuatrocientos. De nada le valía, pues, permanecer ya en su tierra, donde todos sus parientes y amigos habían muerto, y donde hasta su propia aldea había desaparecido.
Con gran precipitación y atolondramiento pensó entonces Urashima en volverse con su mujer, allende los mares. Pero ¿cuál era el rumbo que debía seguir? ¿Quién se lo marcaría?
-Tal vez -caviló él-, si abro la caja que ella me dio, descubra el secreto y el camino que busco.
Así desobedeció las órdenes que le había dado la princesa, o bien no las recordó en aquel momento, por lo trastornado que estaba.
Como quiera que fuese, Urashima abrió la caja. Y ¿qué piensas que salió de allí?
Salió una nube blanca que se fue flotando sobre la mar. Gritaba él en balde a la nube que se parase. Entonces recordó con tristeza lo que su mujer le había dicho de que después de haber abierto la caja, no habría ya medio de que volviese él al palacio del dios de la mar.
Pronto ya no pudo Urashima ni gritar, ni correr hacia la playa en pos de la nube.
De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa.
¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la princesa, hubiese vivido aún más de mil años.
Dime: ¿no te agradaría ir a ver el Palacio del Dragón, allende los mares, donde el dios vive y reina como soberano sobre dragones, tortugas y peces, donde los árboles tienen esmeraldas por hojas y rubíes por fruta, y donde las escamas son plata y las colas oro?
Madrid, 1887.
Esta web ofrece manuales, juegos, trucos y actividades que podemos seguir para aprender mecanografía. Podemos elegir el idioma y tipo de teclado y hay disponibles varios exámenes, que podemos realizar en cualquier momento para analizar nuestro nivel. Un buen lugar para practicar un poco.
Fuente: Antonio Manfredi. "El Día de Córdoba".
Manuel Vicent
En "El País":
Sortilegio
MANUEL VICENT 26/09/2010
En el interior de un cuarto oscuro permanece el retrato de Dorian Gray. Mediante el pacto que el pintor ha hecho con las leyes secretas de la belleza se produce un sortilegio. El propio Dorian Gray de carne y hueso, que le ha servido de modelo, permanecerá siempre joven a la luz del día y toda la ruina física que regala el paso del tiempo la asumirá el retrato y en él se reflejarán los vicios, caídas y deseos frustrados de la vida. En el cuarto oscuro la figura representada se irá degradando. Sus ojos se inundarán de linfa amarilla, la piel tomará un color de tierra, la cabeza lentamente se cubrirá de ceniza, aparecerán manchas ocres en el dorso de las manos y bajo las sedas ajadas de la camisa y de los pantalones de terciopelo ya raídos se le caerán flácidas las carnes, mientras el joven Dorian Gray con el atractivo inalterable en el rostro, la mirada brillante, la tensión en los músculos, seguirá seduciendo, bebiendo y bailando en fiestas interminables. Este relato de Oscar Wilde es solo literatura. En la vida corriente de cada uno el sortilegio de Dorian Gray se produce al revés. El cuarto oscuro es nuestro pasado y en él permanecen intactos el niño, el joven, el adulto, el ser fuerte y tal vez indomable que fuimos un día. Mientras a pleno sol nuestro cuerpo con los años se va destruyendo, esos seres maravillosos que nos habitaron sucesivamente, si uno no los ha asesinado, siguen vivos en el espacio oscuro de nuestra memoria. Conservan la primera inocencia, la turbulenta pubertad, los deseos juveniles de cambiar el mundo, la limpia ideología de comprometerse por los demás, el derecho a equivocarse, la firmeza del cuerpo y el mismo espíritu de libertad. Si no hubiera espejos nadie conocería su propio rostro. Solo envejeceríamos en la mirada de los otros. Ese sería un juicio inapelable. Pero esos seres vivos del pasado tan puros que llevamos dentro son también un espejo velado y la verdadera destrucción espiritual se produce cuando uno no reconoce la propia imagen al reflejarse en ellos. En este caso Dorian Gray ya viejo con todos esos seres muertos a cuestas irá en un descapotable rojo a una fiesta. Con una copa en la mano, lleno de melancolía, verá bailar en el jardín a las muchachas cubiertas de flores y esa será su condena.
En "El País":
1. "No llamemos arte al arte contemporáneo". Entrevista a Marc Fumaroli, pensador y ensayista. El viejo polemista francés vuelve a la carga. Si hace 20 años fustigó con saña la 'grandeur' cultural de la V República, de Malraux a Jack Lang, su nuevo ensayo se las ve con lo que considera las grandes falacias culturales de nuestro tiempo. Por J. M. Martí Font.
2. "Mis novelas son el depósito de mi veneno, todas nacen de un dolor". Reportaje de Elsa Fernández-Santos. Bret Easton Ellis vuelve a los personajes de 'Menos que cero' con 'Suites imperiales'.
3. Un ventanal abierto. Por Enrique Vila-Matas.
4. Padres de primera, padres de segunda. Reportaje de Pere Ríos. El lugar de residencia decide si un niño tiene o no derecho a crecer junto a sus dos progenitores en caso de divorcio - Aragón prima la custodia compartida - Su ejemplo se extiende pese al Código Civil.
5. Agenda para una estudiante de Derecho. Artículo de Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
6. (PRE)PARADOS. "Ante la explotación y los abusos, hemos decidido crear un sindicato". Reportaje de Fernando Navarro. La crisis ha agravado la situación de los profesionales sin convenio laboral.
Vicente Gallego
Variación sobre una metáfora barroca
Alguien trajo una rosa
hace ya algunos días, y con ella
trajo también algo de luz;
yo la puse en un vaso y poco a poco
se ha apagado la luz y se apagó la rosa.
Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.
Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.
Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?
Jonathan Swift
Primera Parte
Un viaje a Liliput
Capítulo 1
El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado...
Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.
Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos.
Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mim maestro, por quien fui recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.
Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria.
El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera.
No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a eso de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho.
El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente de lo que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Así mismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia.
En esta web podemos ver directamente documentales muy interesantes de varios países, todos en lengua española y algunos muy actuales.
Fuente: Antonio Manfredi. "El Día de Córdoba".
Santos Juliá
En Domingo, suplemento de "El País":
Miedo a la razón
SANTOS JULIÁ 26/09/2010
Dos siglos y medio han transcurrido desde que la ciudad de Edimburgo se constituyera en capital de la razón, capital of the mind, como ha sido llamada. Allí, hacia 1750, en un cargado ambiente presbiteriano, se abrió paso la única respuesta posible a lo que dos siglos y medio después el papa de Roma llama "la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios": la que procede de la razón emancipada de la religión. Los Estados que lo han conseguido han disfrutado de paz religiosa, requisito básico, en países de diferentes confesiones cristianas, de la paz civil.
España no lo consiguió. En España, la razón ha languidecido sometida a la religión desde el origen mismo del Estado moderno, cuando la Inquisición sirvió de privilegiado instrumento para mantener, por medio de una política de destrucción sistemática de la razón, el monopolio de oferta religiosa en manos de la Iglesia católica. Cierto, ese monopolio ahorró a España las guerras de religión que ensangrentaron Europa durante décadas; en contrapartida, ese mismo monopolio está en la raíz de un permanente estado de guerra civil, larvado o activo, desde los días de la revolución liberal del siglo XIX hasta el fin de las dictaduras del siglo XX.
Cuando Benedicto XVI, con su persistente miedo a la Ilustración, pretende reservar a la religión un papel propio, corrector de la razón, en el proceso democrático que de otra manera carecería de sólido fundamento ético, la respuesta es inevitablemente: no, gracias. Hemos acumulado una experiencia tan devastadora del papel de la fe, la religión y la Iglesia como protagonista o partícipe en el proceso político que mejor pasamos de él. En España, la religión católica como religión oficial del Estado, desde la primera Constitución liberal de 1812 hasta las Leyes Fundamentales de la dictadura, no ha traído en el ámbito de la convivencia civil más que discordias y desgracias, la última de ellas perdurable aún en la memoria de todos: sin el ingrediente religioso, el terror desencadenado por la rebelión militar en julio de 1936 no habría sido tan devastador y duradero como lo fue el que se abatió durante y después de la guerra civil sobre las tradiciones y las personas leales a la República.
"Pasar por las armas a la señora Institución" fue consigna católica para exterminar físicamente, en nombre y defensa de la fe católica, verdadera esencia de la única España, la autonomía de la razón tan frágilmente representada por la Institución Libre de Enseñanza. Víctima ella misma de la revolución social, la Iglesia católica se erigió en verdugo de la razón y de la libertad, acompañando, bendiciendo y legitimando las operaciones de limpieza, depuración y exterminio de quienes eran tachados de Anti-España y anatematizados como enemigos de la fe. No es una historia medieval, ni exclusiva de los siglos imperiales. Es una historia de ayer, que marcó una buena porción de nuestro siglo XX.
De manera que cuando volvemos a oír estas banalidades sobre el "mero" consenso social como fundamento ético del proceso político, sobre la revelación como fuente de interpretación de la llamada ley natural, sobre el imprescindible lugar de la religión como correctora de la razón y sobre ateísmo igual a nazismo (dicho esto, para más escarnio, por un alemán) no queda más remedio que recordar que ninguna religión, especialmente las monoteístas y de libro, ha sido nunca fundamento de libertad y convivencia civil. Más aún, cuando la religión se organiza en iglesia y se constituye en un poder separado, a resguardo de las leyes aprobadas por consenso social, tiende a abusar de su posición y conducirse como una asociación de malhechores, como lo prueba el encubrimiento de ese crimen que es el abuso masivo de menores, calificado como "un error del pasado" por la Iglesia católica de Bélgica.
Lo cual no quiere decir nada sobre el papel que los católicos, como los fieles de cualquier otra religión, pueden y deben desempeñar en el proceso democrático. Porque una cosa es la fe del creyente que da sentido a su vida como miembro de una comunidad si así lo decide en el ejercicio de su libre voluntad garantizado por la ley, y otra el poder de una religión institucionalizada como iglesia que deriva de sus creencias una ideología con la pretensión de corregir el proceso político. A este respecto, en España, tan católica, la jaculatoria habrá de ser: que Dios nos proteja del poder corrector de su Iglesia.
En "El País":
1. "La barbarie es fruto de la mediocridad". Entrevista al escritor John Le Carré. Por Íker Seisdedos.
2. ¿Republicanas? Prostitutas o débiles mentales. Artículo de Mercè Rivas, periodista, autora de Los sueños de Nassim y Vidas.
3. El sadismo político ordinario. Artículo de Josep Ramoneda. Jugando a las deportaciones de gitanos, Sarkozy ha emborronado su mandato presidencial para siempre. Con su cinismo político ha despertado las bajas pasiones de la ciudadanía sin reparar en sus consecuencias.
4. (PRE)PARADOS. "En tipos de contratos y subvenciones ya se ha explorado casi todo". Reportaje de Amanda Mars. Los políticos asumen que las normas e incentivos tienen una eficacia limitada.
Salvador Rueda
La sandía
Cual si de pronto se entreabriera el día
despidiendo una intensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne roja la sandía.
Carmín incandescente parecía
la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.
Tajada tras tajada, señalando
las fue el hábil cuchillo separando,
vivas a la ilusión como ningunas.
Las separó la mano de repente,
y de improviso decoró la fuente
un círculo de rojas medias lunas.
A quién debe darse crédito
Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.
-Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?
-Pues nada... Confío en su amistad de usted..., y espero...
-Desembuche usted, compadre.
-La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.
-¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Hasta dentro de seis o siete días no volverá. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, ¡qué diablos!, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.
El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.
El que le pedía prestado el burro dijo, con enojo:
-No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio se valiese de un engaño. El burro está en casa.
-Oiga usted -replicó el tío Pedro-. Quien aquí debe enojarse soy yo.
-¿Y por qué el enojo?
-Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.