sábado, 12 de junio de 2010

TEATRO. "Resguardo personal", de Paloma Pedrero (Madrid, 1957)

Paloma Pedrero

Resguardo personal
                                                                A Elena Moreno.
                                                               Y a todas las mujeres libres

Se estrenó en el Teatro Lavapiés, de Madrid, dentro del Taller de Autores impartido por Jesús Campos, en 1986, con el siguiente reparto:

Marta, María Luisa Borruel
Gonzalo, Jesús Ruyman
Dirección: Paloma Pedrero

ACTO ÚNICO
ESCENA: Salón-comedor de casa modesta o apartamento. Los muebles son típicos de piso de alquiler: toscos, impersonales y baratos. La decoración, escasa. En la habitación hay signos de mudanza reciente. Al encenderse la luz vemos a Marta. Está arreglada y maquillada, aunque en su rostro hay huellas de cansancio. Abre su bolso de mano y busca un papel que coloca encima de la mesa del teléfono. Va a marcar pero se arrepiente y cuelga. Se sienta en el sofá al lado de una caja de cartón por la que asoma ropa que ella coloca delicadamente.

(Suena el timbre de la puerta. Marta se levanta, se pone el abrigo y se dirige a abrir.)
(En el umbral de la puerta aparece Gonzalo.)

Marta. —(Sin dejarle entrar.) ¿Qué quieres?
Gonzalo. —¿Cómo que qué quiero? Déjame pasar.
Marta. —¿Para qué?
Gonzalo. —Tenemos que hablar.
Marta. —Ahora no puedo. Tengo prisa. Iba a salir en este momento.
(Gonzalo empuja la puerta y se introduce dentro de la casa.)
Gonzalo. —Creo que me debes una explicación.
Marta. —¿Otra? No me quedan.
Gonzalo. —¿Dónde está Nunca?
Marta. —Tú sabrás. Estaba en tu casa. Tal vez se cansó y salió a tomar el sol.
Gonzalo. —Ha desaparecido. Tú eres la única que tiene las llaves del piso y sabías que iba a estar dos días fuera. Te has llevado a la perra, ¿no?
Marta. —(Mirando alrededor.) Llámala. Estará deseando verte.
Gonzalo. —(Abriendo las puertas de las habitaciones.) ¡Nunca! (Silba.) ¡Nunca! ¡Nunca, soy yo...!
Marta. —Ya lo ves. No está.
Gonzalo. —¿Dónde está la perra? No me voy a enfadar, Marta. Sólo quiero que me des una explicación. Me la has quitado.
Marta. —¿Me vas a denunciar? No te lo aconsejo. Vas a hacer un ridículo espantoso. (Se ríe.) Ya lo estoy viendo: marido agraviado denuncia a su esposa por secuestro de perrita cariñosa. (A carcajadas.) ¡Qué divertido!, ¿no?
Gonzalo. —No empieces a ponerme nervioso. Estoy intentando ser razonable. Te pido que no me hagas perder los estribos.
Marta. —Grita, grita. Es muy sano. Sé que lo necesitas.
Gonzalo. —(Levantando la voz.) ¡Deja de hablarme en ese tono! ¡Vas a conseguir que ocurra lo que estoy intentando evitar! ¿Dónde está la perra?
Marta. —Habla bajito, por favor. No me encuentro bien del todo. Llevo dos días sin salir de casa. Todavía estoy un poco...
Gonzalo. —¿Qué te pasa?
Marta. —Fiebre. He estado con cuarenta grados.
Gonzalo. —¿Te ha visto un médico?
Marta. —He tenido unos delirios terribles. Anteanoche me desperté gritando; soñé que te habías convertido en una araña roja...
Gonzalo. —(Preocupado.) ¡Cuándo tuviste los primeros síntomas? ¿Dolor? ¿Inflamación? ¿Has tomado antitérmicos? ¿Quieres que te explore?
Marta. —No te preocupes, ya estoy bien. He tomado antibióticos y hoy ya no tengo fiebre. Por cierto, Gonzalo, cuando anestesiáis a un enfermo para operarle, ¿oye?
Gonzalo. —¿Cómo que si oye? Bueno, si es una anestesia de tipo quirúrgico, evidentemente no.
Marta. —¿Y si es superficial? Si es superficial, ¿escucha lo que pasa a su alrededor?
Gonzalo. —Pues... sí, pero, ¿por qué me preguntas eso?
Marta. —No, era una imagen. Cuando deliraba con la fiebre me sentía como anestesiada. (Pausita.) Pero lo oía todo.
Gonzalo. —Te noto cansada. No deberías estar sola.
Marta. —¿A qué hora ha llegado tu tren? Te esperaba antes. Te has retrasado diez minutos. Llegaste a Chamartín a las seis y media, ¿no?
Gonzalo. —¿Por qué lo sabes?
Marta. —Te esperaba.
Gonzalo. —Sabías que iba a venir por la perra, claro. Estás reconociendo que te la llevaste.
Marta. —La recuperé. Abrí la puerta y vino corriendo hacia mí. "Ah, no", le dije yo, y le expliqué claramente su situación. Entonces ella decidió libremente que prefería vivir conmigo. Te aseguro que no la coaccioné.
Gonzalo. —Me desconciertas, Marta. No sé si es que estás desarrollando un nuevo sentido del humor o es que te estás quedando conmigo.
Marta. —(Con sorna.) No, no tengo ningún interés en quedarme contigo. Tengo prisa.
Gonzalo. —Escúchame. Vamos a hablar como personas civilizadas. Nos estamos jodiendo la vida demasiado el uno al otro. Esto no tiene sentido.
Marta. —(Mostrándole un poster.) ¿Qué te parece si pongo este cartel en esa pared? Está todo tan feo...
Gonzalo. —¡He venido a hablar contigo!
Marta. —¿Me vas a dar el piano? El piano era de mi padre, me lo regaló a mí.
Gonzalo. —¡Cállate! Quiero..., estoy jodido, Marta. ¿No te das cuenta?
Marta. —(Le mira fijamente.) Ya lo sé. No soportas sentirte abandonado. Te pone enfermo. Pues deberías tranquilizarte, porque es mentira; tú me dejaste primero y después yo... me fui.
Gonzalo. —Yo nunca te he dejado. Eso no es verdad.
Marta. —No, claro, sólo trabajabas tanto... Pues estás mejor ahora. Al menos no me hablas de sístoles y diástoles.
Gonzalo. —No te entiendo.
Marta. —No pretendo que me entiendas a estas alturas. Soy un poco... paranoica, pero no gilipollas.
Gonzalo. —Yo siempre te he tenido en mente.
Marta. —Me has tenido en casa. Tengo un vecino que dice que lo mejor de estar casado es no tener que preocuparse de pasear a la novia.
Gonzalo. —¿Por qué no me lo dijiste?
Marta. —No ha sido grave. Ya sabes que mis fiebres son psicosomáticas.
Gonzalo. —¿Por qué no me dijiste que me estabas poniendo los cuernos?
Marta. —¡Qué expresión más desacertada! ¿Tú sabes de dónde viene? Nunca he conseguido averiguar el significado.
Gonzalo. —Si al menos te hubieras enrollado con ese gilipollas discretamente... pero no, tenías que subirle a casa. Que te viera el portero.
Marta. —-Jamás lo hicimos en nuestra cama.
Gonzalo. —¡Eso es lo de menos! Ya te he dicho que lo que no soporto es... ¡Me siento traicionado!
Marta. —Gonzalito, déjalo ¿quieres? Se me hace muy aburrido... No nos entendemos. La gente no se puede comunicar con todo el mundo, es normal. Es una cuestión de ondas... La tuya y la mía chocan y ¡plaf!, caos, caos, caos...
Gonzalo. —¿Sigues con él?
Marta. —No. Estoy intentando encontrar la paz.
Gonzalo. —Ya sabía yo que era un hijo de puta. Me alegro de que, al menos, te hayas dado cuenta.
Marta. —Estaba hablando del caos.
Gonzalo. —O sea, que sigues viéndole.
Marta. —Qué más da.
Gonzalo. —Sabes que no me da igual.
Marta. —No estoy con nadie. Ya te he dicho que necesito estar sola.
Gonzalo. —¿Hasta cuándo?
Marta. —Hasta que olvide y vuelva a creer en cosas imposibles.
Gonzalo. —Necesito que vuelvas a casa. Esto es absurdo.
Marta. —Es totalmente absurdo. Me ha costado mucho tomar esta decisión pero ya está, ya la he tomado.
Gonzalo. —Tienes que volver. No me acostumbro a estar solo.
Marta. —Es una cuestión de aprendizaje.
Gonzalo. —Marta, yo te quiero. Te juro que te quiero.
Marta. —Ya lo sé. Me enseñaste algo que no conocía...
Gonzalo. —Vuelve a casa. Podemos arreglar las cosas...
Marta. —Me enseñaste lo insólito del amor: la destrucción.
Gonzalo. —Quiero seguir viviendo contigo. Creo que no está todo perdido...
Marta. —Puede ser que la destrucción sea parte del amor...
Gonzalo. —Mira, Marta, he estado pensando mucho en nosotros, sé que soy un tío jodido pero... voy a hacer un esfuerzo por salvar nuestra relación.
Marta. —Sí, eres muy jodido y bastante sordo.
Gonzalo. —Tienes que comprenderme. Sabes que tengo muchas responsabilidades. Estoy luchando para que me den la plaza de Jefe de Servicio. Tengo treinta camas a mi cargo. Me paso diez horas diarias en el quirófano...
Marta. —¡No! Lo de siempre no, por favor. Sueño con personas deformes, con extracorpóreas, transfusiones, ecocardiogramas..., tic-tac, tic-tac, tic-tac, corazones que nunca se paran.
Gonzalo. —Lo hago por nosotros, por nuestros hijos. Quiero ganar dinero para que vivamos bien...
Marta. —Eso es interesante. ¡Suerte! Nos equivocamos; yo necesito otras cosas y tú otra mujer.
Gonzalo. —No me hagas perder la paciencia. He decidido que te perdono... que te comprendo. Sé que estás un poco... desequilibrada y sé también que yo, en parte, soy responsable. Vamos a ayudarnos. Si no me echas una mano, no voy a conseguir sacar la plaza.
Marta. —¡Me importa un carajo! ¡Dios, toda la vida con el mismo rollo!
Gonzalo. —¡No me quieres escuchar!
Marta. —No.
Gonzalo. —No tienes interés en hablar conmigo, ¿no?
Marta. —Sí.
Gonzalo. —¿Sí?
Marta. —Sí que no, que no tengo interés.
Gonzalo. —¿Vas a volver a casa?
Marta. —No.
Gonzalo. —Te advierto que no te lo voy a pedir más.
Marta. —Te lo agradezco. Tengo prisa.
Gonzalo. —Es tu última oportunidad.
Marta. —No la quiero.
Gonzalo. —Es increíble el resentimiento que tienes. Estás enferma.
Marta. —Sí, me provocas palpitaciones.
Gonzalo. —¡No te consiento que me hables así!
Marta. —Me tengo que ir.
Gonzalo. —¿A dónde?
Marta. —Vete, Gonzalo. Lárgate de mi casa. No te he invitado a venir.
Gonzalo. —Está bien, tú lo has querido. He venido aquí por algo...
Marta. —Por algo que no está. (Mira su reloj.) ¡Dios mío, las ocho menos once minutos! (Se dirige hacia la puerta. gonzalo se pone delante para no dejarla salir.)
Gonzalo. —Tú no sales de aquí hasta que no me digas dónde está la perra.
Marta. —Quítate de ahí. Tengo algo muy urgente que hacer.
Gonzalo. —Devuélveme lo que me has robado.
Marta. —¡Es mía! Yo la he criado, la he cuidado cuando estuvo enferma...
Gonzalo. —Eso es una chorrada. Yo la sacaba a mear...
Marta. —¡Mentira! Yo le daba de comer, le hacía todo...
Gonzalo. —¿Quién la pagó?
Marta. —Tú no compras nada, imbécil. Nada que esté vivo. ¡Y quítate de ahí...!
Gonzalo. —¿Dónde está la perra?
Marta. —(Después de una pausa.) ¿Quieres saber dónde está? ¿Quieres que te lo diga? En la Perrera Municipal.
Gonzalo. —¿Que la has metido en la Perrera?
Marta. —De tu casa a la Perrera directamente. ¿Qué te crees? ¡Que iba a estar aquí esperándote?
Gonzalo. —¡Eres una hija de puta...!
Marta. —Y no te molestes en ir a buscarla porque no te la van a dar. Tengo un papel en el que consta que yo soy su dueña y sólo entregando ese resguardo te la dan.
Gonzalo. —¡Dame ese papel ahora mismo!
Marta. —¡Me has quitado todo pero a la perra no la vuelves a ver!
(Marta intenta salir de nuevo. Gonzalo la agarra.)
Marta. —¡Déjame salir! ¡Tengo que irme!
Gonzalo—¡El papel...!
Marta. —Esta tarde termina el plazo para ir a recogerla. La perrera la cierran a las ocho. Me quedan ocho minutos. (Histérica.) ¡Ocho minutos!
Gonzalo. —¿Para qué?
Marta. —Me dieron setenta y dos horas. Si no voy ahora mismo y cierran, la sacrifican esta noche.
Gonzalo. —¡Eso es mentira!
Marta. —¡Te lo juro por Dios! (Llorando.) He estado enferma y sola. No he podido salir a la calle antes.... Cuando has llegado me iba a buscarla. Por favor, te lo suplico, déjame salir. ¡No me queda tiempo!
Gonzalo. —No. (Marta se lanza hacia él y le golpea.)
Marta. —¡Hijo de puta! ¡Eres un...! ¡La van a matar por tu culpa!
Gonzalo. —Por la tuya. Fuiste tú quien la llevó al matadero.
Marta. —(Suplicante.) Todavía tengo tiempo. La Perrera está aquí al lado... Quedan cuatro minutos...
Gonzalo. —No.
Marta. —(Le entrega el resguardo.) Toma, vete tú. Corre, yo te digo dónde...
Gonzalo. —No.
Marta. —¿Cómo? ¿No vas a ir?
Gonzalo. —Los caprichos de loca hay que pagarlos. (Lee el papel y mira el reloj.) Se acabó, ya no hay tiempo.
Marta. —Eres tú. Lo veo tan bien, tan claro... Siento cierta felicidad por no haberme equivocado. Eres depreciable. Eres una araña roja; te has comido mis raíces, mis hojas..., has matado a mi perra...
Gonzalo. —Tú la has matado. Estás loca, Marta. Y sólo por orgullo...
Marta. —Sólo por odio.
Gonzalo. —Estás más grave de lo que pensaba.
Marta. —Puede sentirse satisfecho con su trabajo, doctor.
Gonzalo. —Las ocho.
Marta. —Adiós.
Gonzalo. —Un momento, tengo que cerciorarme. (Se dirige al teléfono.)
Marta. —¿Qué vas a hacer?
Gonzalo. —Llamar a la perrera.
Marta. —(Señalando el resguardo.) El teléfono viene ahí.
(Gonzalo marca el número. Espera y cuelga.)
Gonzalo. —Han cerrado. (Satisfecho.) Tu perrita ya... (Hace un gesto de inyectar y rompe el papel en pedazos. Marta se derrumba.) Adiós. (Sale.)
(Marta mira hacia la puerta. Después de unos segundos de angustia comienza a reírse a carcajadas. Corre hacia una caja de embalaje, la abre y sale Nunca, desperezándose.)
Marta. —(Sorprendida.) ¿Ya estás despierta? Pobrecita... Muy bien, te has portado estupendamente. (Le da algo de comer.) ¿Has oído, Nunca? Necesitaba que lo oyeras todo, que supieras cómo es tu padre. Bueno, ya te vas a ir espabilando... Sólo ha sido un sueñecito. (Saca una jeringuilla de la caja.) La culpa es de Gonzalo; esto era suyo. (La tira con desprecio.) ¿Has visto como todo ha salido bien? Le conozco tanto... Sabes, yo misma me creía que era verdad; casi me muero. Pero ya se acabó, ya no volverá a molestarnos... por lo menos a ti, ¿nos vamos a la calle? Hale...
(Nunca mueve el rabo contenta. Marta coge la cadena. Salen.)
TELÓN
____________________

Fuente: Paloma Pedrero. "Resguardo personal". Juego de noches. Nueve obras en un acto. Edición de Virtudes Serrano. Madrid: Cátedra, 1999. Reproducción autorizada por la autora.


Fuente: http://www.ensayistas.org/curso3030/textos/teatro/resguardo.htm

No hay comentarios: