lunes, 14 de junio de 2010

PRENSA CULTURAL. "Babelia". "El resplandor de la biblioteca", por Dag Solstad

Dag Solstad
El resplandor de la biblioteca

DAG SOLSTAD 05/06/2010

La literatura noruega del siglo XX, como la danesa o la sueca, procede de unas clases populares educadas en la lectura. El autor participará en la mesa redonda de EL PAÍS y 'Babelia' en la Feria del Libro de Madrid el 13 de junio.

Los países nórdicos son cinco: Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia. Mientras que Escandinavia consta de Dinamarca, Noruega y Suecia, y aquí me concentraré en los países escandinavos, que son los que mejor conozco. Desde fuera puede resultar difícil distinguir entre los tres países escandinavos, pero el tema que voy a tratar tampoco nos lo exige necesariamente. Aunque vistos desde dentro, existen tales diferencias que a nosotros nos resulta complicado decir que se trata del mismo asunto. Un ejemplo es el hecho de que, a pesar de que se trata de tres países luteranos, la religión funciona de modo diferente en cada uno de ellos. Los orígenes luteranos del cineasta Ingmar Bergman, por ejemplo, son de un carácter institucional y académico, mientras que la mayoría de los autores noruegos con orígenes religiosos se han criado en una tradición popular, de predicadores no académicos. La religiosidad institucional sueca, por tanto, nos resulta a los noruegos poco menos que incomprensible. Para eso nos reconocemos más en el escritor sueco Per Olov Enquist, aunque al leerlo pensamos asombrados: vaya, quién diría que la popular Iglesia pentecostalista ha tenido tanta fuerza en ese país, siempre habíamos creído que se trataba de un fenómeno particularmente noruego. Este mismo asunto se aprecia en el hecho de que una característica de la literatura escandinava del siglo XX es que procede de las profundidades de las clases populares, y no de las capas altas de la sociedad. Aunque este rasgo es aplicable a todos ellos, existen no obstante grandes diferencias, diferencias apenas visibles desde fuera, pero desde luego decisivas a la hora de hablar de una literatura danesa, sueca o noruega. Las diferencias están ahí, son de carácter histórico y cultural, visibles para nosotros, invisibles para el gran mundo.
Ahora bien, ese rasgo común, el hecho de que los autores sean en gran medida reclutados en las clases populares, es fácil de percibir. Aparte de en Estados Unidos, esto sólo ocurre en Escandinavia y resulta realmente curioso. Ya en torno a 1850 aparecieron en Noruega autores característicos que procedían del campesinado pobre, escritores que más tarde han sido incluidos entre los clásicos de nuestra literatura nacional. No emergieron como parte de un levantamiento social, sino como resultado de una estrategia de instruir a las clases populares que impregnó nuestro país. La meta era elevar la educación del pueblo. Crear un pueblo ilustrado. Colegios públicos. Bibliotecas públicas. Jabón. Baños de vapor en las ciudades. Periódicos. Libertad de reunión.
La práctica totalidad de los escritores noruegos son resultado de esta estrategia de ilustración popular que empapó el país, sin importar la procedencia de sus antepasados. Casi todos somos además hijos de la socialdemocracia y de la eclosión social del movimiento obrero. Echando un vistazo a mi propia generación y, por ejemplo, a aquellos con los que colaboré en una revista de jóvenes literatos a finales de la década de 1960, podría decir que dos eran hijos de intelectuales, uno de un campesino pobre, otros dos de campesinos normales y corrientes, y otro procedía del ambiente proletario de las fábricas; en nuestro círculo cercano había además dos escritores hijos de predicadores. Y luego estaba yo. ¿Quién era yo? Yo era un chico pobre. Antes de debutar como escritor y entrar en la redacción de una revista en la capital, me crié en una pequeña ciudad de la costa noruega como el hijo de una dependienta viuda. Se me ofrecieron todas las posibilidades. Se me ofreció una educación. No fui ninguna lumbrera, el chico pobre era un vago que hacía novillos y prefería leer novelas a estudiar la gramática inglesa. Pero no me avergonzaba de ello, no estaba agradecido por las posibilidades que se me brindaban y tampoco nadie me exigía agradecimiento. ¡Menos mal! Yo leía novelas. La literatura mundial y la nacional, indistintamente, pero sólo aquella que me gustaba, sólo aquellos autores a los que admiraba y que me entusiasmaban: Dostoievski, Grass, Gombrowicz, Sandemose, Mykle, Kafka, Camus, y más tarde Thomas Mann, Proust, Céline, Borges, Márquez, Singer, Kundera, Freud, Kierkegaard. Así esperamos los hijos y las hijas del pueblo a que llegara nuestro tiempo. Los nombres de nuestros autores preferidos podían variar algo, pero el factor común era esa mezcla de la literatura mundial y la nacional, lo particular de mi lista seguramente es la ausencia de la literatura angloamericana.
Y lo que es más importante: junto a nosotros, junto a los escritores noruegos del futuro, había miles y miles de personas haciendo lo mismo. Eran los nuevos lectores, los que provenían del pueblo llano. Muchos de ellos eran como yo, un chico socialdemócrata que aterrizó en el extremo del ala izquierda. Mis futuros lectores: procedían del pueblo y eran unos jodidos esnobs, no se contentaban con dominar el mando a distancia del televisor en cuyas entrañas el Estado y el comercio luchaban por la hegemonía. Sino que conocían el resplandor de la biblioteca, porque se habían educado entre los tesoros de los miles y miles de metros de estantes de las bibliotecas populares. Buscaron una lectura que aspirara a lo sublime, o lo imposible, si se quiere. Yo fui un joven muy solitario, ignoraba por completo que ya había sido inscrito en un enorme ejército, que desde luego no era el de la OTAN.
Lo cierto es que así fue la década de 1960 en Noruega, y es probable que en todos los países escandinavos fuera igual. No me atrevo a hablar más que de mi propio país, e incluso dentro de él me siento limitado a mi propia generación, aunque la estire hasta considerar que abarca media vida en ambas direcciones. Si en estos momentos la literatura nórdica se considera interesante desde fuera, desde luego no se puede deber al factor dinero, en el que se supone que al menos los noruegos estamos nadando. Permitidme decirlo: Noruega siempre fue el primo económicamente pobre en la familia escandinava. Ahora, por fin, parece que la pequeña Noruega tiene una base lo bastante sólida como para apostar por la cultura en la misma medida en que siempre lo han hecho países como Dinamarca y Suecia. Pero no, los fundamentos de la literatura seria noruega se pusieron mucho antes de que la edad del petróleo, según dicen, nos cambiara a todos. En Noruega, una política literaria sensata, aunque bastante austera, puesta en marcha para salvar la literatura nacional de un país pequeño de la destrucción propiciada por la nueva realidad mediática que surgió en la década de 1950, ha dejado huellas duraderas tras 50 o 60 años de funcionamiento. Apoyada también por la ya mencionada explosión que tuvo lugar en la educación de la juventud en la década de 1960. Esa explosión en la cual aún nos recreamos. Antes de que el comercialismo se hiciera con la hegemonía y, como casi todos los ganadores, se quedara con todo, convirtiendo a todos en clientes y consumidores.

Dag Solstad (Sandefjord, Noruega, 1941), es autor de cinco libros sobre la Copa del Mundo de Fútbol (de 1982 a 1998) y participará en la mesa redonda 'El legado de los países nórdicos al mundo', organizada por EL PAÍS y 'Babelia' en Feria del Libro el domingo 13 de junio a las 13.00.

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