Amin Maalouf
León el Africano (fragmento)Aquel año, el santo mes de ramadán caía en pleno verano y mi padre no solía salir de casa antes del atardecer, pues la gente de Granada estaba nerviosa por el día, tenía frecuentes altercados y su humor sombrío era signo de piedad, puesto que sólo un hombre que no observase el ayuno podía conservar la sonrisa bajo un sol de fuego y sólo un hombre indiferente a la suerte de los musulmanes podía seguir siendo jovial y afable en una ciudad minada por la guerra civil y amenazada por los infieles.
Yo acababa de nacer, por la ineludible gracia del Altísimo, en los últimos días de shabán, algo antes del comienzo del mes santo, y Salma, mi madre, estaba dispensada de ayunar hasta que se repusiera, y Mohamed, mi padre, estaba dispensado de refunfuñar, incluso en las horas de hambre y de calor, pues el nacimiento de un hijo que lleva su nombre y que llevará un día sus armas es para cualquier hombre motivo de legítimo regocijo. Para colmo, yo era el primer hijo y, al oírse llamar "Abu-l-Hasan", mi padre sacaba imperceptiblemente el pecho, se atusaba el bigote y dejaba que se le deslizaran lentamente ambos pulgares a lo largo de la barba mientras los ojos se le iban hacia la alcoba del piso superior donde me hallaba yo envuelto en pañales. Su alegría exuberante no poseía, sin embargo, ni la hondura ni la intensidad de la de Saima que, a pesar de sus dolores persistentes y su extrema debilidad, se sentía nacer por segunda vez con mi venida al mundo, pues mi nacimiento la convertía en la primera mujer de la casa y le aseguraba los favores de mi padre por muchos años.
Fue mucho después cuando me confió sus temores, que yo había apaciguado, si no disipado, sin saberlo. Mi padre y ella, primos, prometidos desde la infancia, casados durante cuatro años sin que ella quedara encinta, habían oído alzarse, a partir del segundo año, el zumbido de un rumor infamante. Tanto que Mohamed había regresado un día con una hermosa cristiana de negras trenzas, comprada a un soldado que la había capturado durante una razzia en las cercanías de Murcia. Le había dado el nombre de Warda, la había instalado en un reducido aposento que daba al patio y llegó a hablar de mandarla a casa de Ismael el Egipcio para que le enseñara
laúd, danza y escritura como a las favoritas de los sultanes.
-Yo era libre y ella era esclava, me dijo mi madre, y el combate entre nosotras era desigual. Ella podía usar a su antojo todas las armas de la seducción, salir sin velo, cantar, bailar, escanciar vino, guiñar los ojos y andar ligera de ropa, mientras que yo estaba obligada, por mi posición, a no abandonar jamás mi reserva y aún menos a mostrar interés alguno por los placeres de tu padre. Este me llamaba "prima". Cuando hablaba de mí, decía respetuosamente la "Horra", la libre, o la "Arabiya", la árabe, y la propia Warda me mostraba toda la deferencia que debe una sirvienta a su ama. Pero, por la noche, el ama era ella.
-Una mañana -proseguía mi madre con un nudo en la garganta a pesar de los años transcurridos-, Sara la Vistosa vino a llamar a mi puerta. Los labios pintados con raíz de nogal, los ojos maquillados con kohol, las uñas esmaltadas con alheña, emperifollada, de los escarpines a la cabeza, con sedas viejas y ajadas, de todos los colores, impregnadas de polvos de olor. Solía pasar a verme -¡Dios tenga misericordia de ella, esté donde esté!- para vender amuletos, brazaletes, perfumes a base de limón, de ámbar gris, de jazmín o de nenúfar y para decir la buenaventura. Se dio cuenta en seguida de que tenía los ojos enrojecidos y, sin necesidad de contarle la causa de mi desdicha, empezó a leer en mi mano como en la arrugada página de un libro abierto. Sin levantar la vista, pronunció lentamente estas palabras, que aún recuerdo:
"Para vosotras, las mujeres de Granada, la libertad es una solapada esclavitud; la esclavitud una sutil libertad". Luego, sin añadir nada, sacó de un capacho de mimbre un minúsculo frasco verdoso: "Esta noche, verterás tres gotas de este elixir en un vaso de horchata y se lo darás tú misma a tu primo. Acudirá a ti como una mariposa que se acerca a una lámpara. Repetirás el gesto dentro de tres noches y, después, dentro de siete"
(Traducción de María Teresa Gallego Urrutia y María Isabel Reverte Cejudo)
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