Claudio Magris
La escuela tiene que enseñar una larga serie de nociones y -en respuesta a las exigencias de la época y a las vertiginosas transformaciones del mundo y de las formas de entenderlo y organizarlo- una amplia serie también de técnicas, cada vez más complejas. Pero tiene que enseñar todo esto con un espíritu que haga también interiormente libres a los alumnos y estudiantes en relación al mundo y a sus exigencias. Mi instituto (…) nos enseñó a reír pero también a respetar y amar a las cosas y a los profesores de los que nos reíamos y a reírnos sobre todo de nosotros mismos, a darnos cuenta de la modestia y la precariedad de todo saber ante la vida y en primer lugar de nuestras opiniones y convicciones. Creo que fue una valiosa lección contra la arrogancia, el engreimiento intelectual, el fanatismo de todo tipo, la presunción.
Aquella lección de libertad estaba desde luego unida a los estudios clásicos y a su sentido y culto de la palabra, desde las grandes e inmortales a las más graciosas como "adyacencias"; estudiar lenguas muertas que no sirven de inmediato para nada, aprender aquellas perifrásticas, aquellos aoristos y aquellos esse videatur ayuda a entender el orden del mundo y del pensamiento, premisa de la capacidad de juicio y por consiguiente de la libertad y la moral, pero revela así mismo la fuerza y el valor de aquello que aparentemente ya no existe y puede parecer gratuito o peregrino. Todo eso enseña a no hacerse ídolos de las apremiantes, afectadas y amenazadoras pretensiones del mundo.
Pero si los estudios clásicos desempeñan esa extraordinaria función en la formación de la mente y la persona, ha sido altanero o patético asignarles esa función en exclusiva, despreciando injustamente otras orientaciones respecto a la realidad y otros programas de estudio, en potencia igualmente creativos. Esa actitud es un agravio a los estudios clásicos justamente cuando se cree ensalzarlos, porque tergiversa su perenne vitalidad y la desclasa convirtiéndola en una refinada tradición conservadora que se opone a lo nuevo y a la vida; si el latín y el griego son óbice para aprender lenguas modernas o informática, quiere decir que se ha traicionado su significado. Abrir la escuela, del tipo y nivel que sea, al saber científico y tecnológico quiere decir ser fieles al auténtico espíritu clásico, dirigido a la inteligencia del mundo y de la naturaleza… (…)
Una escuela capaz de enseñar realmente nociones, que por supuesto carecen de sentido si no van impregnadas de un espíritu que las convierta en elementos de formación de la persona, pero sin las que la formación no es más que una palabra vacía. Para entender la realidad no basta saber hacer cuentas o conocer la fecha de nacimiento de Julio César, pero no es tampoco suficiente equivocarse en cifras y fechas.
Una apertura a la diversidad del mundo, de las culturas, los valores y las técnicas no podrá prescindir de una jerarquía de juicios de valor, pero tendrá que enseñar a formularlos y unir el respeto por las diversidades con la exigencia del juicio; tendrá que enseñar a darse cuenta de que San Pablo y Lucrecio expresan dos grandes y opuestas concepciones del mundo, pero que las misas negras son bobadas que no merece la pena siquiera refutar y que el lugar de determinadas noticias de sucesos en los periódicos es un rincón y no la primera página.
Es sobre todo la jerarquía de valores lo que hoy vacila en cualquier sector y una escuela como es debido podría contribuir a combatir este fenómeno, enseñando a distinguir entre Mozart, los Beatles, que son muy buenos y que ciertamente vale la pena escuchar pero que no son Mozart, y aquello de lo que no merece la pena siquiera hablar. Democracia no significa poner en el mismo plano la corrección y las incorrecciones gramaticales, sino dar a cada uno la posibilidad de pensar, expresarse y juzgar correctamente. (…)
De la confusa y enrevesada papilla sin sintaxis ni lógica que a menudo nos azota tienen la culpa sobre todo los que presumen –y están con frecuencia autorizados para ello por su profesión y posición- de poder distribuir y enseñar la cultura, de desempeñar una función intelectual, mucho más que los simples usuarios y beneficiarios, como suele decirse. Es raro oír por la calle, en el café o el autobús, incorrecciones gramaticales, lingüísticas y conceptuales como las que se escuchan provenientes de muchas tarimas y tribunas. En la época de la cultura de masas, que constituye un gran progreso general, no son tanto las masas las que cojean culturalmente, cuanto muchas pseudoélites, que dan el tono al clima cultural y hacen que lo que treinta años atrás se leía con agrado en la barbería, amores y penalidades de cabezas más o menos coronadas, se convierta en objeto de debates filosóficos y cursos universitarios.
Personas que pertenecen al establishment cultural dan a menudo muestras, públicamente, de asombrosa ignorancia acerca de las bases y los puntos de referencia esenciales de nuestra civilización y nuestra vida, de lo que tendría que ser obvio saber. Es sintomático que en una reciente película americana de discreta factura, Seven, un policía, en Chicago, esté convencido de que para descubrir a un asesino tiene que leer La divina comedia y vaya a buscarla por extrañas y mohosas bibliotecas como si fuera un misterioso manuscrito perdido, ignorando evidentemente que podía encontrarla en ediciones de bolsillo en cualquier librería. No se trata de exagerar con estas preocupaciones, porque no es más que un pequeño precio pagado al gran proceso de trastocamiento general de todas las barreras, que ha supuesto un gran progreso y puede suponerlo aún. Pero es un precio que parece hacerse exorbitante. (…)
Pedirle a la escuela que lo diga y lo dé todo revela una mentalidad asistencial que educa para la pasividad y perjudica a la formación; los estudiantes piden con acierto que la escuela les haga leer y discutir una novela recién publicada, pero a veces lo piden en un tono que deja traslucir que no se les pasa siquiera por la cabeza el hecho de que se la podrían leer también ellos por su cuenta. (…)
La escuela está al servicio de los estudiantes cuando los libra de condicionamientos económicos y sociales y ofrece a todos ellos las mismas posibilidades de desarrollar su personalidad, cuando los respeta sin mimarles ni adularles y les enseña no a decir envanecidamente su opinión, sino a observar y conocer la realidad con esa atención al objeto que constituye la auténtica independencia intelectual, la capacidad de ver y conocer, muy distinta del presuntuoso hablar ex cátedra.
Mis compañeros y yo le estamos muy agradecidos a un profesor que, cuando alguno de nosotros, con la inevitable presunción de la adolescencia, empezaba a responder a su pregunta diciendo "yo pienso que...", nos interrumpía mandándonos no pensar nunca y aprender hechos, nombres y fechas. Ya entonces -gracias a él, no a nosotros- comprendíamos que era un modo acertado de enseñar a pensar.
De Utopía y desencanto. 1997
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