Félix J. Palma
Londres, 1896: la aparición de la empresa de "Viajes Temporales Murray" hace realidad el sueño más codiciado por el hombre: viajar en el tiempo. Claire Haggerty vivirá una historia de amor con un hombre del año 2000; Andrew Harrington querrá viajar al pasado para salvar a su amada de las garras de Jack el Destripador. Pero así mismo se abre una peligrosa puerta para que desde el futuro arriben viajeros con peores intenciones. Aclamada por miles de lectores, El mapa del tiempo es una fantasía histórica imaginativa y trepidante, una historia de amor y aventuras que transporta al lector al fascinante Londres victoriano en su propio viaje en el tiempo.
(Texto de la contracubierta)
Éstas son sus primeras páginas:
A Andrew Harrington le hubiese gustado poder morir más de una vez para no tener que escoger una única pistola entre las muchas que su padre atesoraba en las vitrinas del salón. Las decisiones nunca habían sido su fuerte. De hecho, mirada al trasluz, su existencia se revelaba como un cúmulo de elecciones erróneas, la última de las cuales amenazaba con proyectar su larga sombra sobre el futuro. Pero aquella vida de desatinos tan poco ejemplarizante estaba a punto de concluir. Esta vez creía haber elegido correctamente, pues había elegido dejar de elegir. Ya no habría más errores en el futuro porque ni siquiera habría futuro. Iba a desmantelarlo sin contemplaciones, apoyándose en la sien derecha una de aquellas armas. No parecía haber otra salida: aniquilar el futuro era el único modo a su alcance de exterminar el pasado.
Estudió el contenido de la vitrina, el mortífero menaje que su padre había ido adquiriendo con mimo desde que regresara del frente. Su progenitor adoraba aquellas armas, pero Andrew sospechaba que no las coleccionaba movido por la nostalgia, sino por la fascinación que le producía contemplar las distintas alternativas que el hombre iba concibiendo a lo largo de los años para arrebatarse la vida de manera no oficial. Con un desinterés que contrastaba con la devoción de su padre, sus ojos recorrieron aquellos enseres de apariencia dócil, casi doméstica, que traían el trueno a la mano y que habían eximido a las guerras de la desagradable intimidad del cuerpo a cuerpo. Andrew intentó calcular qué clase de muerte se escondía, como una alimaña al acecho, dentro de cada una de ellas. ¿Cuál le hubiese recomendado su padre para abrirse la cabeza? Imaginó que las pistolas de chispa, esas antiguallas que debían cargarse por el hocico, introduciendo la pólvora, la munición y un taco de papel a modo de tapón cada vez que uno quería efectuar un disparo, le proporcionarían una muerte noble, pero también parsimoniosa, terca. Era preferible la muerte impetuosa que le ofrecían los modernos revólveres, acurrucados en sus lujosos estuches de madera forrados de terciopelo. Consideró un Colt Single Action de aspecto manejable y eficaz, pero lo desechó al recordar que ese era el revólver que había visto enarbolar a Buffalo Bill en su circo del Salvaje Oeste, aquel espectáculo patético con el que simulaba sus correrías transoceánicas valiéndose de algunos indios importados y una docena de búfalos apáticos que parecían alimentados con opio. No quería enfrentar su muerte como una aventura. También rechazó un hermoso Smith & Wesson, el arma que había dado muerte a Jesse James, por no estimarse a la altura del bandido, así como un revólver Webley, concebido especialmente para frenar a los robustos indígenas en las guerras coloniales, y que se le antojaba excesivamente pesado. Examinó entonces un gracioso Pepperbox de tambor rotatorio, que era el preferido de su padre, pero albergaba serias dudas de que aquella arma ridícula y afectada pudiera expulsar una bala con la suficiente convicción. Finalmente se decidió por un elegante Colt de cachas de madreperla fabricado en 1870, que le arrebataría la vida con la delicadeza de una caricia de mujer.
Lo tomó de la vitrina con una sonrisa insolente, recordando todas las veces que su padre le había prohibido tocar las pistolas. Pero ahora el ilustre William Harrington se encontraba en Italia, probablemente intimidando a la Fontana de Trevi con su mirada valorativa. También había sido una agradable casualidad que sus padres hubiesen decidido emprender su viaje por Europa en la misma fecha que él había estipulado para su suicidio. Dudaba de que alguno de los dos alcanzara a descifrar el verdadero mensaje encriptado en su gesto -que había preferido morir solo, como había vivido-, pero le bastaba con la mueca de disgusto que sin duda compondría su padre al descubrir que se había matado a sus espaldas, sin su autorización.
Abrió el armarito donde se guardaba la munición e introdujo seis balas en el tambor del revólver. Suponía que no iba a necesitar más que una, pero nunca se sabía lo que podía pasar. Después de todo, era la primera vez que se suicidaba. Luego se la guardó en un bolsillo de la levita envuelta en un paño, como si fuera la fruta que pensaba comer durante algún paseo, y continuando con su repertorio de desafíos dejó la vitrina abierta. Si hubiese demostrado ese coraje antes, pensó, si se hubiese atrevido a enfrentarse a su padre en el momento oportuno, ella todavía estaría viva. Pero para cuando lo hizo ya era demasiado tarde. Y llevaba ocho largos años pagando aquel retraso. Ocho largos años en los que el dolor no había hecho más que crecer, propagándose por su interior como una hiedra maldita, envolviéndole los órganos con su húmedo tacto, pudriéndole el alma. Pese a los esfuerzos de su primo Charles, pese a la distracción de otros cuerpos, el dolor por la muerte de Marie se resistía a ser enterrado. Pero esta noche acabaría todo. Veintiséis años eran una bonita edad para morir, pensó, y se palpó con satisfacción el bulto del bolsillo. Ya tenía el arma. Ahora solo necesitaba un lugar apropiado para llevar a cabo la ceremonia. Y únicamente existía un lugar donde poder hacerlo.
Con el peso del revólver en el bolsillo, confortándolo como un talismán, bajó las majestuosas escaleras de la mansión Harrington, situada en la lujosa Kensington Gore, muy cerca de la entrada oeste de Hyde Park. Aunque no pensaba dedicarle ninguna mirada de despedida a las paredes que habían sido su hogar durante casi tres décadas, no pudo evitar que un impulso malsano le hiciera detenerse ante el retrato que presidía el vestíbulo. Desde el marco dorado, su padre lo miró con desaprobación. Altivo y majestuoso, a duras penas envainado en su viejo uniforme de infantería, con el que de joven había combatido en la guerra de Crimea hasta que una bayoneta rusa le había desgarrado un muslo, legándole una cojera que imponía a su caminar un balanceo perturbador, William Harrington arrojaba sobre el mundo una mirada de burlona censura, como si para él el universo fuese una obra malograda que había dado por perdida hacía tiempo. ¿Quién había mandado cubrir con aquel velo de inoportuna niebla la batalla que se desarrolló ante la asediada Sebastopol, de manera que nadie pudiera ver la punta de su bayoneta? ¿Quién había decidido que una mujer era la persona más adecuada para pastorear el destino de Inglaterra? ¿Era realmente el Este el mejor sitio por donde podía salir el sol? Andrew no había llegado a conocer a su padre sin aquella agreste hostilidad supurándole de los ojos, por lo que no sabía si había nacido con ella o se la habían contagiado en Crimea los fieros otomanos, pero lo cierto era que no había desaparecido de su rostro como una viruela pasajera pese a que el destino que se abrió ante sus botas de soldado sin futuro al volver del frente sólo podía calificarse de benévolo. ¿Qué importaba que hubiese tenido que recorrerlo con bastón si le había conducido hasta donde lo había hecho? Porque, sin necesidad de pactar con ningún demonio, el hombre de bigote espeso y rasgos pulcramente ordenados que mostraba el lienzo se había convertido en uno de los caballeros más ricos de Londres de la noche a la mañana. Nada de todo lo que tenía ahora se había atrevido siquiera a soñarlo cuando deambulaba con la bayoneta en ristre en aquella guerra remota.
Pero cómo lo había conseguido era uno de los secretos mejor guardados de la familia; y, por lo tanto, un absoluto misterio para Andrew.
Y ahora se avecina el aburrido momento en el que el joven debe decidir qué sombrero y qué abrigo escoger de todos los que atestan el armario del vestíbulo, porque incluso para la muerte hay que estar presentable. Se trata de una escena que, conociendo a Andrew, puede durar varios exasperantes minutos, y que veo innecesario detallar, así que voy a aprovechar la oportunidad para darles la bienvenida a esta historia que acaba de empezar, y que, tras una larga reflexión, he decidido comenzar por este momento y no por otro; como si también yo hubiese tenido que escoger un principio de entre los muchos que se aprietan en el armario de las posibilidades. Probablemente, cuando acabe de relatarles esta historia, si siguen aquí para entonces, algunos de ustedes pensarán que he errado a la hora de escoger el hilo del cual empezar a tirar de la madeja, que hubiese sido más acertado respetar el orden cronológico y comenzar por la historia de la señorita Haggerty. Tal vez, pero hay historias que no pueden empezar por su principio, y posiblemente esta sea una de ellas.
Así que olvidémonos por el momento de la señorita Haggerty, olviden incluso que la he mencionado, y continuemos con Andrew quien, adecuadamente pertrechado ya de abrigo y sombrero, e incluso de unos gruesos guantes para escamotear sus manos a los rigores del invierno, acaba de salir de la mansión. Una vez fuera, el muchacho se detuvo al comienzo de la escalinata que conducía a los jardines, que se derramaba a sus pies como un oleaje de mármol. Desde allí, estudió el mundo donde se había criado, repentinamente consciente de que, si todo salía bien, ya no volvería a verlo. Sobre la mansión Harrington descendía ahora la noche con la morosa suavidad con la que cae un velo. Una luna llena, de un blanco deslucido, presidía el cielo, volcando su lechoso fulgor sobre los acicalados jardincitos que rodeaban la casa, la mayoría de ellos entorpecidos con parterres, setos y sobre todo fuentes, unos enormes surtidores de piedra adornados con pomposas esculturas de sirenas, faunos y demás parientes imposibles. Los había por docenas, porque su padre, al carecer de un espíritu refinado, no tenía otro modo de mostrar su poderío que el amontonamiento de cosas lujosas e inservibles. Aunque en el caso de las fuentes aquella desaforada acumulación era disculpable, pues se aliaban para arrullar la noche con una suerte de nana liquida que invitaba a cerrar los ojos y olvidarse de todo cuanto no fuera aquel borboteo embriagador. Más allá, tras una vasta extensión de césped perfectamente rasurado, se alzaba, grácil como un cisne remontando el vuelo, el gigantesco invernadero donde su madre se recluía la mayor parte del día, dejándose hipnotizar por las flores de ensueño que brotaban de las semillas traídas de las colonias.
(Una )CRÍTICA DE LA NOVELA:
Hace poco comentábamos en esta página el libro “Una venus mutilada“, en el que Germán Gullón hablaba de unas características para definir las novelas de entretenimiento; estas características eran las siguientes: 1) que produzcan una experiencia emocional y generen placer en la audiencia; 2) que consigan atraer la atención sin distracciones, concentrada, del lector; y 3) que la obra no obligue a nada. Podemos atrevernos a considerar la primera y la segunda como extensibles a casi cualquier obra de creación literaria (se aceptan matices), pero es indudable que el rasgo distintivo es el tercero. La novela de entretenimiento es la que no obliga al lector a nada: no le induce a pensar, no le plantea dificultades —ya sean técnicas (de estilo narrativo) o morales—, no le empuja hacia la reflexión.
Todo esto viene a cuento porque el último libro de Félix J. Palma, “El mapa del tiempo”, se engloba sin ningún tipo de duda dentro del género de la novela de entretenimiento.
AQUÍ PODEMOS SEGUIR LEYENDO LA CRÍTICA.
(Otra) CRÍTICA DE LA NOVELA:
Vaya, resulta que sí es posible. Resulta que un escritor español sí que puede adentrarse con éxito en el territorio escasamente explorado que media entre los cargantes novelones metafísicos y el best-seller raso. Resulta que un escritor español sí que puede enganchar al lector desde la primera página con una vertiginosa trama de acción, romance y aventuras, sin necesidad de apelar a los socorridos templarios, sin pretender hispanizar a Dan Brown y sin rebajar el tono de la prosa hasta límites sonrojantes. Resulta que, a pesar de contar con tan escasos precedentes, la literatura patria sí que apunta maneras para que una nueva generación de escritores, dispuestos a no renunciar ni a lo uno ni a lo otro, alardeen de su capacidad para fabular, de su cultura cinematográfica, de su imaginación enfermiza y de su potencial creativo, sin que ello implique una escritura telegráfica y facilona.
SEGUIR LEYENDO CRÍTICA.
Y ahora, una entrevista a Félix J. Palma, en "El Día de Córdoba".
PUBLICADA POR ALIANZA EDITORIAL, EN BOLSILLO, TIENE 672 PÁGINAS Y ESTÁ EN LA BIBLIOTECA.
lunes, 14 de junio de 2010
BIBLIOTECA. "El mapa del tiempo", novela de Félix J. Palma
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