martes, 23 de noviembre de 2010

LA COMPRENSIÓN LECTORA (1), por Emilio Sánchez Miguel. Del Informe "La lectura en España, 2008". Coordinador: José Antonio Millán

La comprensión lectora (1)
Probablemente, la noción de comprensión lectora haya quedado asociada a la resonancia que han tenido en la opinión pública los informes internacionales que muestran que nuestros escolares alcanzan unos logros decepcionantes cuando han de interpretar textos escritos. Estas páginas no tratan directamente de explicar el porqué de esa situación, pero será inevitable que tras aclarar en qué consiste el complejísimo proceso mental que encierra la comprensión de los textos y el largo camino que media hasta llegar a ser un lector competente, podamos enjuiciar con mejores bases el reto educativo que hemos asumido al proponernos universalizar la alfabetización de toda la población. Antes, sin embargo, hay una cuestión previa que debemos atender y que quizás sea la que asalte en primer lugar a alguien ajeno a este tema: cómo es posible saber algo sobre lo que «hacemos mentalmente» cuando nuestros ojos se desplazan silenciosos por la página impresa y extraemos e interpretamos la información contenida en ella. Parece obvio que, sin la certeza de que este fenómeno es estudiable, este capítulo tendría muy poco sentido. De esta manera, hay cuatro preguntas que intentaremos contestar en las páginas que siguen: ¿Qué ocurre en nuestra mente cuando se interpreta un texto escrito? ¿Cómo nos convertimos en lectores competentes? ¿Qué reto educativo encierra el intentar conseguir que toda la población sea competente? A estas preguntas hay que añadir la que sirve de preámbulo: ¿cómo es posible estudiar este tipo de fenómenos de forma rigurosa y válida?

¿Qué hacemos cuando leemos y cómo podemos llegar a saberlo?

Quizás la mejor manera de aclarar cómo puede estudiarse la actividad mental durante la lectura sea presentar sucintamente algunos experimentos y mostrar el tipo de conclusiones que nos permiten trazar. Veamos el primero de los que hemos seleccionado en el que se plantea a los sujetos participantes (adultos universitarios) la tarea de leer un texto muy sencillo como el que sigue:

(1)
Juan se estaba preparando para correr un maratón en el mes de agosto.
Después de hacer algunos ejercicios de calentamiento se puso (se quitó) la camiseta y empezó a hacer jogging.
Recorrió la mitad del camino alrededor del lago sin demasiada dificultad.

El texto se presenta oración a oración en la pantalla del ordenador, de manera que cuando los participantes del experimento dan por concluida la lectura de una oración presionan el teclado y, de inmediato, aparece la siguiente oración, repitiéndose este procedimiento hasta finalizar toda la lectura.
Normalmente se toman los tiempos que median entre cada presión del teclado. En el caso del experimento que ahora estamos relatando [Glenberg, Meyer y Lindem 1987], se compara el comportamiento de los participantes en dos versiones del texto (1). En una de ellas se afirma que Juan «se puso» la camiseta justo antes de empezar el entrenamiento, mientras que en la segunda versión se nos dice que Juan «se quitó» esa misma camiseta antes de iniciarlo. Es importante resaltar que el resto de las oraciones son igualmente compatibles desde el punto de vista sintáctico, semántico y pragmático con cualquiera de las dos versiones de la segunda oración.
El momento crítico del experimento reside en que al concluir la lectura de la tercera oración —y tras apretar una vez más el teclado— aparece en el centro de la pantalla la palabra «camiseta», ante la que los participantes deben decidir, tan rápido como puedan, si formó o no parte del texto. Ciertamente, la palabra camiseta apareció en las dos versiones y en la misma posición, pero ocurre que desde el punto de vista semántico, «camiseta» y «Juan» quedan irremediablemente unidos en una de las dos versiones, mientras que aparecen disociados en la otra ¿Afectará esta diferencia al tiempo que se tarda en decidir si camiseta formó parte del texto? La respuesta es claramente afirmativa: cuando «Juan» y «camiseta» quedan semánticamente asociados, los participantes necesitan 1.150 milisegundos en tomar la decisión, mientras que cuando se lee la versión en la que Juan ya no lleva la camiseta mientras recorre el lago, la respuesta se demora hasta los 1.350 milisegundos: casi un 20% más de tiempo. ¿Cómo interpretar estos resultados?
Parece que mientras los lectores van leyendo e interpretando el significado de las palabras y oraciones del texto, crean simultáneamente en su mente un modelo de lo que allí está siendo relatado o descrito; un modelo en el que los referentes de las palabras del texto «ocupan» un lugar y asumen entre sí ciertas relaciones espaciales, temporales o causales. De ahí que cuando se termina la interpretación de la tercera oración de (1), quienes imaginan a un Juan «vestido», no tienen que verificar si había o no una camiseta en el texto pues «la tienen», ahí, en su modelo; mientras que en la versión «descamisada», deben recordar su existencia. En otras palabras: la clave es si la camiseta está en el primer o segundo plano de nuestra conciencia, y si se da este último caso, se necesitan 200 milisegundos para recuperar esa información de la memoria.
Se sobreentiende, y las evidencias así lo avalan, que el modelo que vamos construyendo se va modificando o actualizando a medida que ciertos elementos surgen del texto y otros van desapareciendo. En otras palabras, los lectores no tienen presente, al menos no en primer plano, todo cuanto se ha ido extrayendo del texto sino más bien algunos de sus elementos que sirven de guía en el proceso de interpretación ulterior.
Siguiendo esa misma metodología podríamos llegar a saber cuán complejos llegan a ser esos modelos. Así, si un lector se enfrenta al siguiente texto:

(2)
El dragón estaba llevándose a rastras a la muchacha. Un héroe llegó y se enfrentó al dragón

cabe plantearnos si además de colocar —siguiendo las instrucciones del texto— a dragones y muchachas (princesas) en ciertas relaciones espaciales y temporales, un lector puede enriquecer ese escenario imaginando —infiriendo desde sus conocimientos— razones para la acción del héroe o algún rasgo del dragón o de la muchacha. Los datos sugieren que los lectores sólo llevan a cabo las inferencias estrictamente necesarias para alcanzar una coherencia entre las acciones o acontecimientos leídos. En (2) esa coherencia queda garantizada infiriendo una razón para la acción del héroe, sin necesidad de considerar con qué se llevó a cabo la acción ni las consecuencias futuras que puedan derivar de ella. Por supuesto, alguien podría detenerse a recrear con todo detalle estos elementos de la escena, pero entonces dejaría de leer y se dedicaría a pensar en lo que ha leído. Recuérdese que intentamos mostrar lo que ocurre mientras leemos y aquí, uniendo todo cuanto hemos expuesto, podemos defender estas tres ideas:

1. Los lectores tienden a construir un modelo mental de lo que leen; un modelo que es actualizado constantemente respecto de los elementos constituyentes (la camisa puede desaparecer y reaparecer) y de las relaciones (temporales, causales, espaciales) que se establecen ellos («el héroe lucha» para «salvar a la muchacha»).
2. Esa labor está dedicada a buscar una representación coherente en la que encajen (espacial, temporal o causalmente) los elementos y relaciones establecidas en el texto.
3. Los elementos que no están en primer plano pueden ser recuperados de la memoria con cierta rapidez, pero lo cierto es que no pueden considerarse un gran número de ideas o elementos a la vez.
Poco cuesta plantearnos que construir esos modelos con las acciones de un príncipe y un dragón o las más elementales aún de un corredor de fondo puede ser muy diferente de hacerlo cuando nos enfrentamos a materiales más complejos de los que tenemos pocos conocimientos previos. De hecho, lo que sabemos es que en esos casos los lectores tienden a conseguir logros más modestos. Por ejemplo, tras leer un texto en el que se describe el trazado de una ciudad o se establece cómo llegar a un determinado lugar de la misma, un lector puede resumir o recordar ese trayecto pero mostrarse incapaz de hacer alguna inferencia sobre las relaciones entre los elementos de ese trazado.
Decimos que, en este caso, los lectores se limitan a derivar o extraer del texto
las ideas allí contenidas y que, consecuentemente, alcanzan únicamente una comprensión superficial del material. Por el contrario, cuando a partir del texto se construye un modelo sobre la situación referida en sus palabras y oraciones, se habla de una comprensión profunda.
Igualmente llamativos son los trabajos que muestran un comportamiento de los lectores que cabe denominar «perezoso»: se les pide que lean un texto que expone información inconsistente, y se observa si hay indicios implícitos o explícitos de que han detectado esa inconsistencia. Valga como ejemplo, el siguiente texto empleado por Otero y Campanario [1990].

(3)
La superconductividad es la desaparición de la resistencia al paso de la corriente eléctrica. Hasta ahora solamente se había conseguido enfriando ciertos materiales a temperaturas bajas, próximas al cero absoluto. Ello dificultaba enormemente sus aplicaciones técnicas. Muchos laboratorios trabajan actualmente en la obtención de aleaciones superconductoras. Y muchos materiales con esta propiedad que tienen una aplicabilidad técnica inmediata han sido descubiertos recientemente. Hasta ahora, la superconductividad ha sido alcanzada incrementando considerablemente la temperatura de ciertos materiales.

Una lectura atenta nos lleva a detectar que lo que se dice en la segunda oración y en la última constituye una flagrante contradicción. En otras palabras, no es posible construir un modelo mental en el que ambos hechos sean compatibles. ¿Qué hacen los sujetos tras leer este texto? Los datos de Otero y Campanario [1990] revelan que buena parte de los lectores fallan a la hora de detectar esta incoherencia y sucumben a la «ilusión» de haber comprendido (3).
Podemos concluir como resumen de este primer apartado que contamos con una amplia variedad de recursos metodológicos que nos permiten obtener de forma rigurosa indicadores comportamentales de los lectores: tiempos de respuesta (latencia), tiempos de lectura, recuerdo, pensamientos en voz alta, registro de los movimientos oculares o las técnicas de neuro-imagen. Más relevante aún, en los últimos 35 años hemos asistido a un importante proceso de acumulación de conocimientos generados mediante esas técnicas de recogida de datos. Lo cierto es que, como ha ocurrido tantas veces en la historia de la ciencia, cuando un fenómeno puede analizarse de forma más precisa de lo habitual, gracias al desarrollo de nuevos instrumentos de observación y de medida, la realidad cobra una perspectiva nueva y lo que en un principio parecía un todo indiviso (la materia, la célula, los acontecimientos históricos o sociales) puede ser descompuesto en elementos (procesos diferentes, en nuestro caso) que contribuyen de forma organizada a ese todo que inicialmente resultaba inaccesible. Veamos en el siguiente apartado qué conocimientos se han generado sobre la comprensión lectora que apoyan la teoría que cabe considerada estándar [Kintsch 1998].

c Del texto, los autores, 2008
c De la edición, 'Fundación Germán Sánchez Ruipérez' y Federación de Gremios de Editores de España, 2008
ISBN 978-84-89384-75-0
Depósito legal: M-56753-2008
Impreso en España. Printed in Spain

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