Elvira Lindo
Hoy, en Domingo, suplemento de "El País":Hacer sangre
ELVIRA LINDO 04/04/2010
Acuérdese de cuando era niño. ¿Qué se le hacía más cuesta arriba, enfrentarse a un profesor o estar enemistado con un grupo de su colegio? Siempre he pensado que en el comportamiento de una clase, en el reparto infantil de papeles (el chulo, el líder, el raro, la graciosa, la listilla, la engreída o el infeliz), está escrita toda la comedia humana. ¿Qué nos dolía más, que el profesor nos echara una bronca o no ser aceptados por nuestros compañeros? La vida nos enseña que por muy rarunos que seamos necesitamos que nuestros iguales nos quieran. Todos los simios superiores tratan de respetar el equilibrio del grupo hasta que de pronto condenan al ostracismo a un miembro. ¿Por qué? Porque se ha enfrentado a la autoridad, porque es débil, porque ronda a una hembra que no le corresponde. El simio defenestrado sufre. Nuestro comportamiento es mucho más sofisticado, pero no tanto como no afirmar que lo que más nos hace sufrir es que nos den de lado. No hace falta que nos golpeen, con que nos insulten ya acusamos un dolor profundo. El pasado año se publicó un trabajo realizado por un grupo de psiquiatras que estudiaban los efectos del insulto sobre el individuo: las personas que han sido reiteradamente maltratadas verbalmente tardan en recuperarse unos cinco años de las secuelas psicológicas. El insulto machacón de una sola persona nos puede hundir la vida, pero el insulto de un grupo que te señala como su chivo expiatorio provoca una gran desconfianza en la condición humana. De un tiempo a esta parte, los grupos de "odiadores" en las redes sociales se han hecho tremendamente populares. Hay grupos que tienen un marcado sesgo humorístico, pero hay otros que no ocultan su cariz amenazante. Las personas con un oficio público han tenido siempre su capilla de fieles y su batallón de detestadores. El cambio se ha producido por la rapidez y la eficacia con que los odiadores han aprendido a organizarse en grupos que no miden el nivel de acoso al que someten al objeto de su odio. Hace unos días, mi amigo el escritor Eduardo Jordá escribió un artículo a raíz de la muerte de Miguel Delibes. El articulista opinaba que el mundo sobre el que había escrito Delibes había pasado a mejor vida y se preguntaba sobre su posible vigencia. Algo sobre lo que el lector tenía todo el derecho a no estar de acuerdo y, como en tantas ocasiones, podía aliviar sus escozores con una carta al director. Probablemente Jordá no tuvo la astucia de esperar un año a exponer sus dudas, cuando hubiera pasado ese momento tan español en que hay que exaltar las virtudes del finado de manera casi agresiva. Para colmo, creo recordar, dijo que Valladolid era una ciudad triste. Escribió Valladolid, pero se refería a tantas y tantas ciudades de inviernos largos y duros. Para muchos, para mí, por ejemplo, Londres, a pesar de tener una vida cultural fascinante, es una ciudad triste por estar bajo un cielo tozudamente gris, y París, una ciudad que me avasalla, a pesar de ser una de las más hermosas del mundo. Y qué. Qué importancia tiene. Pues la tuvo. A los dos días había en Internet un grupo de detestadores organizados que suma ya los seis mil miembros. Seis mil personas que le dieron al click del odio. Seis mil personas dispuestas a desacreditar a un individuo porque había escrito algo que cualquier adulto puede encajar perfectamente. Hay asesinos, violadores, dictadores, hijos de puta, chorizos, individuos que a diario nos avergüenzan por su ordinariez insoportable en todos los medios, pero no, nosotros reservamos nuestra cepa de odio para un señor que ha herido nuestro orgullo identitario. Durante una semana, Jordá, un hombre de natural bondadoso, recibió correos amenazantes y algún anónimo telefónico. El click del odio es gratis, casero, tan facilón que no nos damos cuenta de la reacción desproporcionada que provocamos. En una democracia es necesario, vital, que la gente pueda llevar la contraria. Si los grupos de presión no nos lo permiten, acabaremos todos callados por no herir a nadie. ¿Qué le habría pasado a don Antonio Machado si fuera hoy cuando escribiera sus célebres versos: "Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora"? ¿Habría surgido un grupo para que se le declarara persona non grata en Castilla y León? Cualquiera entiende el amor hacia la ciudad en la que se ha crecido. Yo amo a Madrid, pero entiendo que haya gente que no soporte vivir en una ciudad que propende al caos y a la mala educación. Incluso encuentro belleza en el barrio en el que crecí, un barrio que jamás visitará ningún turista. La buena literatura ha contado y contará la extrañeza del individuo hacia su propia tierra, y eso es necesario porque nos obliga a mirar el mundo con ojos críticos, evita el adocenamiento. No podemos alimentarnos de absurdos orgullos locales. Bernhard echó pestes de Austria; Coetzee, de Suráfrica; a McCourt le quisieron declarar persona non grata en Limerick; de Faulkner se decía que sólo mostraba el lado vergonzoso del Sur. Pero es que los escritores no son cronistas de las bellezas locales. Delibes, por cierto, escribió con maestría sobre la crudeza castellana. Él, que era un hombre exquisito, no habría entendido que para defenderle hubiera que hacer sangre.
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