Julia Uceda
Para conocerla un poco mejor, reproducimos el principio del artículo aparecido en la revista Ínsula, en mayo del 2008, firmado por Jacobo Cortines, de la Universidad de Sevilla:
La mirada interior de Julia Uceda
Siempre que me he aproximado a la poesía de Julia Uceda, he tenido la sensación de haber penetrado en un territorio nuevo y misterioso, con sus nieblas y tinieblas, pero también con sus destellos y deslumbramientos. Porque frente a las falsas respuestas que tantas veces se oyen, es preferible escuchar una interrogación continua, aunque ésta nos lleve por caminos poco transitados, por ásperas regiones, por fronteras inquietantes entre límites indecisos. Pero si existen respuestas, es allí en lo desconocido donde pueden encontrarse las pequeñas o grandes verdades que hacen habitable el mundo. Preguntar es vivir, y en este sentido la poesía de Julia Uceda es una explosión de vida, de indagación en aquello que parece ser lo más natural y, sin embargo, es lo más misterioso. Esta cualidad interrogativa, escudriñadora, es inherente a su creación poética desde los comienzos. La imagen de la primera mariposa en cenizas nos pone en el camino de humo que hemos de recorrer hasta llegar a la última zona desconocida .
Al leer una vez más los primeros libros de Julia Uceda, el tiempo sumido en el olvido parece regresar en las nieblas de la memoria. Y me lleva a aquellos primeros años de los sesenta, una década que en España no fue especialmente prodigiosa, cuando la conocí en la Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla. Julia era entonces profesora de clases prácticas de Literatura Española, algo absolutamente indefinido que ella convirtió en un magisterio muy concreto. Éramos muy pocos los alumnos que asistíamos a aquellos comentarios, a aquellas conversaciones que podían girar la hora entera sobre un verso de Góngora, tal vez aquel de las Soledades: «mariposa en cenizas desatada », una frase del Buscón de Quevedo, o la afición al vino del niño Lázaro de Tormes. En sus clases, de libre asistencia, no había exámenes ni otro tipo de torturas. Sólo se sometía a examen, por parte de todos, de ella y de nosotros, la palabra del texto, desde sus múltiples significaciones o lecturas hasta su materia física: sus vocales, sus acentos, sus consonantes; esa música que ella especialmente diseccionaba como una experta cirujana en una lección de anatomía literaria. Por estos años Julia tenía ya publicados dos libros de poesía: Mariposa en cenizas, aparecido en una meritoria editorial de Arcos de la Frontera de escasa difusión, Alcaraván, 1959, un poemario lleno de vivencias existenciales, con mucha fuerza y desgarro, y un gran dominio del ritmo, marcado especialmente por los endecasílabos y alejandrinos; y Extraña juventud , Rialp, 1962, que se difundió algo más que el anterior por haber obtenido el accésit al Adonais; una nueva entrega en la que profundizaba en sus temas más personales, en ese «vivir para la muerte», siempre tan interrogativo. Sabíamos que preparaba entonces su tesis doctoral sobre el poeta José Luis Hidalgo y que era colaboradora habitual de revistas como «ÍNSULA», «Ágora» o de los «Anales» de la propia Universidad hispalense.
Para nosotros, aquel pequeño grupo en la confusa juventud que saltaba de la literatura a la filosofía, a la música, al arte y a la pérdida del tiempo en las alocadas ansias de vivir, Julia era una llamada a la reflexión, al compromiso, a la seriedad, a la renuncia de los paraísos más o menos artificiales. Introspectiva, callada, extraña ante lo ajeno -la hostilidad de lo vulgar o de la vanagloria-, nunca extraña para la sinceridad que sólo se da en el ámbito de lo íntimo, Julia fue una especie de guía en la selva oscura de nosotros mismos. Su visión del mundo estaba ya esculpida en sus versos. Era una mirada que enseñaba a mirar, a ver las cosas cercanas más allá de su proximidad y de su apariencia. No había la menor sombra de cansancio en esa mirada interior que siempre intentaba avanzar más, llegar al fondo, superar los límites, mostrarse insatisfecha ante el conformismo generalizado. Y fue ese inconformismo suyo, tan característico de su personalidad, el que la llevó a dar el salto a la otra orilla, a dejar atrás una ciudad estrecha, monótona y amordazada, la cerrada Sevilla de entonces, en la que seguía sintiéndose una extraña, y optó por irse, lejos, lejos de los muros de la Universidad donde enseñaba, lejos de la ciudad dormida en sus cielos azules, lejos de cuanto para ella era superficialidad y vacío.
Cruzó el Atlántico y encontró en Michigan, en su Universidad, nuevos aires, nuevas aulas donde relacionarse con una juventud abierta, nuevos libros, muchos libros que aún le siguen abriendo horizontes. Allí permaneció varios años, entre la docencia y una autoformación que sólo en la soledad del rompimiento podría conseguir. Y luego la aventura de Irlanda. Los verdes e íntimos paisajes. El misterio de Dublín, con tantas resonancias literarias. Seguía escribiendo, incorporando a su universo poético muchas nuevas experiencias, todas ellas interiorizadas, como no podían ser de otra manera. Algún lector se encontraría con un nuevo libro: Sin mucha esperanza (Madrid, Ágora, 1966), un título muy significativo de la denuncia del dolor del mundo; un libro que expresaba su rebeldía interior y que insistía en el inexorable paso del tiempo. Poco después, en 1968 y en la misma editorial, aparecieron los Poemas de Cherry Lane , donde las fronteras entre la realidad y el misterio tendían a desaparecer, un vivir en y desde los sueños, más allá de toda vigilia restrictiva. El lector podría preguntarse quién era su autora. Un ser lejano con un mundo muy propio, apenas conocido en su tierra. ¿Su tierra, cuál de ellas? Porque Julia Uceda seguía siendo la gran desconocida. Otras voces, desde las plataformas de Madrid o Barcelona, eran las que se oían, aunque no fuesen tan puras como la de ella.
Cuando pasados unos años compré un ejemplar de Campanas en Sansueña (Madrid, Dulcinea, 1977), supe que Julia había regresado a España y que había escogido Galicia para vivir y seguir escribiendo. Este nuevo libro fue, para mí, como una sacudida de conciencia, como si de pronto la tuviese otra vez delante en clase, o hablase con ella por los corredores o algún patio de la Facultad. La lectura de este libro supuso en mi interior la caída de muchos idolillos que me había fabricado, el derrumbe de mucha mampostería esteticista, de muchos obstáculos que impedían contemplar a unos locos sobre la yerba, a un guerrero vencido, a un rostro vuelto hacia la pared, al largo invierno de España. Ese libro me hizo ver que a pesar de tantos cambios como había presenciado, éstos no habían hecho desaparecer del mundo ni el dolor, ni la soledad, ni la injusticia, ni la hipocresía ni muchos otros horrores de los que hablábamos tiempo atrás.
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