Soledad Puértolas
SOLEDAD PUÉRTOLAS. La soledad es la oportunidad que tú les das a las ideas para que vengan.
En su discurso de ingreso en la Academia hablará de los secundarios. Y de ellos habla también en 'Compañeras de viaje'. ¿Por qué le interesan tanto? A veces pones la mirada en algo y descubres que lo interesante no estaba allí, sino al lado. Y quieres ir al sitio interesante. O al personaje interesante. Los escritores de cuentos son, en el fondo, escritores de secundarios, porque todo personaje de cuento está sin desarrollar, es un secundario. El principal es el de la novela, aunque alguien como Madame Bovary empieza también siendo secundario. La verdad es que se podría hacer una historia de la literatura a partir de ellos. Son siempre los personajes más ligados a la vida los que dan realidad al protagonista. Son una tentación. También en la vida: yo tenía un novio y quería al hermano del novio, que era más interesante. Es pura curiosidad, y la curiosidad es el motor de la vida.
Cuando se le ocurre un argumento, ¿cómo sabe si será una novela o cuento? Porque a veces una historia conserva su chispa de humor como cuento, pero se convierte en drama si tratas de transformarla en novela. Cuanto más desarrollas un personaje, más te acercas a su cara trágica. El cuento es la perfección, y la novela, la imperfección. Y eso es lo bueno de la novela. En un cuento, todo debe estar medido y compensado. La novela es un saco roto, te lo permite todo. El cuento es más tajante.
Ahora, el cuento titulado Música, de http://www.soledadpuertolas.com/
Cuando llegaba el verano y los niños eran pequeños, empezábamos a pensar en el largo viaje a Galicia, en todos los problemas que el viaje planteaba. Antes de nada, habría que decidir, un año más, si iríamos a la casa familiar o buscaríamos algo por nuestra cuenta. Los inconvenientes de ir a la casa familiar eran evidentes y, si un año íbamos, al siguiente no nos quedaba el menor atisbo de ganas de volver. Pero buscarnos la vida por nuestra cuenta tampoco era un asunto sencillo. Había que ponerse a pensar meses antes de que llegara el calor y nos dejara atontados y sin recursos, de lo contrario, ya estarían comprometidas las casas de alquiler más
interesantes. Por falta de previsión, tuvimos que pasar más de un verano en Madrid, haciendo breves escapadas a un lado y a otro.
Una vez tomada la decisión de pasar el verano en Galicia, ya fuera en la incierta casa de alquiler apalabrada hacía meses o en la agobiante casa familiar, estaba el asunto del coche. Durante aquellos años, tuvimos una ristra de coches, a cual más quebradizo. En diferentes tramos del largo viaje a Galicia, aquellos coches se detenían, con una insultante falta de consideración hacia la posibilidad de que hubiera o no talleres de reparación cerca. O de que fuese domingo y estuvieran todos cerrados. Hubiéramos debido de viajar siempre en días laborales, por el asunto de los talleres. Pero, cada vez que emprendíamos el viaje, nos olvidábamos de la amenaza de la avería -bastantes cosas teníamos que resolver antes de ponernos en marcha-, y nos lanzábamos a la carretera, casi siempre en domingo, paraevitar los camiones.
Uno de los coches que más problemas nos dio fue un viejo Saab que había pertenecido al padre de mi marido. Era un coche muy bonito, marrón metalizado, que nunca funcionó del todo bien, era el típico coche del que se decía que había salido mal. Pero nos gustaba mucho, no sólo porque tenía una línea muy elegante, sino porque era grande y cómodo. Hasta el momento, habíamos tenido un Seat 800, un Diane y un Seat 127.
En el viaje que se destaca ahora en mi memoria, uno de los inevitables y larguísimos viajes con avería, viajábamos dos adultos -mi marido y yo- y tres niños, mis dos hijos, de dos y siete años, y un amigo del mayor. No llevábamos el remolque con el 470 de mi marido, que, junto con los perros, se incorporó a nuestro viaje, también con avería, del siguiente año, cuyo punto de destino fue el más lejano de todos, porque habíamos alquilado una casa al
borde del arenal de Abelleira, junto a la ría de Muros, y fue uno de los veranos más tranquilos y felices de aquella época. Pero en esta ocasión nos dirigíamos a la casa familiar. El coche estaba abarrotado, lleno de maletas y bolsas, y yo no podía evitar pensar en nuestro parecido con la popular historieta de la última página del TBO, “La familia Ulises”, que tanta vergüenza ajena me producía
cada vez que mis ojos se topaban con ella, en aquellas remotas mañanas de domingo de mi infancia, cuando la lectura del TBO era un rito en el que pensaba, ilusionada, durante toda la interminable semana colegial. Al fin, el rito se cumplía, aun cuando yo todavía tenía que esperar un poco más, mientras me distraía con cuentos también comprados en el quiosco, después de misa, porque el TBO no llegaba a mis manos hasta que mi hermana no lo hubiera leído de cabo a rabo. Los dos años que la separaban de mí le concedían, entre otros, el privilegio de ser ella la primera en leer el codiciado
TBO. Yo esperaba, resignada, algo resentida, pero sabía que al fin el TBO sería enteramente mío, por mucho que mi hermana se demorara, quizá para hacerme rabiar. Pero la familia Ulises me producía un gran rechazo. Era absolutamente grotesca. Siempre andaban de un lado para otro, todos juntos, niños, mayores, ancianos, animales -el pavo de Navidad, una gallina que luego serviría para hacer caldo, un loro que alguien les había regalado o
encasquetado a última hora...-, camino de quién sabe qué lugar, el pueblo del padre o de la madre. Se desplazaban en una pequeña camioneta que llenaban hasta el techo e incluso colocaban bultos, atados con cuerdas, sobre el techo. Parecía mentira que al fin cupieran todos en aquella trequetreante camioneta -más bien era como un autobús de los de entonces, pero en pequeño- que levantaba a su paso manifestaciones de burla. La familia Ulises, evidentemente, no era un modelo apetecible. He aquí, que, al cabo de los años, me veía inmersa en ella en calidad de socia fundadora.
Como la mayoría de los niños de la época, mis hijos tenían pasión por la música. Sus gustos musicales no coincidían, porque pertenecían a generaciones distintas, por lo que surgían inevitables peleas para establecer turnos más o menos equitativos para sus casetes. Pero en aquel viaje, el pequeño era aún muy pequeño y todos nos plegamos a los dictados musicales de mi hijo mayor, y, más aún, a los de su amigo, que sentía pasión por Simon
y Garfunkel.
Parecía que, entre empujones, las migas de pan de los bocadillos, los salpicones pegajosos de la coca cola, la música machacona, combinado todo con la eterna pregunta, ¿cuánto queda?, el viaje estaba resultando un éxito - habíamos atravesado ya Castilla-, cuando, en Verín, donde habíamos parado para tomar, nosotros, un café y los niños sus refrescos y sus tigretones y panteras rosas -aquellos espantosos bollos rellenos de crema de chocolate o
de fresa, a los que eran adictos-, el motor no quiso, después del breve descanso, volver a funcionar. Era una de las averías clásicas del Saab, por lo que no suponía una verdadera sorpresa, pero eso aún la hacía más fastidiosa, ¿cómo habíamos sido tan imprudentes?, ¡no hubiéramos debido de parar! Debían de ser alrededor de las seis de la tarde, hora más, hora menos. Un calor de muerte. Por fortuna, no era domingo y encontramos un taller. Llamamos por teléfono, vino la grúa y se llevó el coche averiado. Mi marido se fue con él. Los niños y yo nos quedamos en el bar. Aquel rato a mí se me hizo
interminable, pero no a los niños, que se gastaron todas mis monedas en la máquina de los discos, de la que una vez, por error, salió una canción mexicana cantada por Rocío Dúrcal que, por alguna razón, les gustó, y durante ese verano y el siguiente, el de Abelleira, siempre que íbamos a un bar, la buscaban en la máquina y nunca dejaban de ponerla al menos un par de veces. Al cabo, apareció mi marido y nos comunicó que, como ya era muy tarde y había que ir a buscar no sé que pieza a no sé qué lugar, el coche no
estaría listo hasta la mañana siguiente. Había que hacer noche, lo que suponía, por encima del trastorno, un claro desequilibrio para nuestro presupuesto.
No sé si era finales de julio o principios de agosto, en todo caso, no
resultó fácil encontrar habitaciones. Al fin, en el parador nacional nos ofrecieron un acomodo de urgencia -eso dijeron- en un ala que aún no se había inaugurado. El parador se encontraba a unos kilómetros del centro de Verín. Tuvimos que ir al taller a coger parte del equipaje, lo que necesitábamos para pasar la noche. Los niños, no sólo sus bolsas, sino toda su música. Un gran transistor y las innumerables casetes. Un taxi nos llevó hasta el parador.
Curiosamente, las horas pasadas entre la cafetería, el taller y el taxi,
con mi hijo pequeño en brazos y a veces llorando, cansado o aburrido, y mi hijo mayor y su amigo pidiéndome constantemente monedas para el gramófono y jugando a perseguirse, a empujarse, a hacer rabiar al pequeño, me traen ahora un aire placentero, como si todos esos lapsos de tiempo no hubieran estado impregnados de inquietud ni de cansancio. Quizás sea porque estoy segura de que tanto mis hijos -a pesar del llanto esporádico del pequeño como
el amigo del mayor, se lo pasaron muy bien y yo, con el tiempo, haya hecho mío su bienestar.
Luego, en la habitación destartalada del parador nacional, pusieron su música, el “Puente sobre aguas turbulentas”, cien veces más. Tengo la vaga idea de que mi marido, a la hora de la cena, se llevó a los mayores al comedor y yo me quedé en el cuarto con el pequeño. Imagino que nos traerían algo para cenar. Cuando ya estaban los niños, los tres, en la cama, dejamos abiertas las puertas de los cuartos -no había nadie más en aquel ala, era cierto, como nos dijeron, que aún no estaba terminada del todo y que habían preparado las habitaciones sólo para nosotros- y salimos un momento a respirar el aire de la noche.
Recuerdo ese momento de calma en la noche estrellada y la sensación de que todo estaba en orden y que, en medio de todo, era bueno que el viaje durara tanto. Pero lo recuerdo con música de fondo, no con la que ponían nuestro hijo y su amigo, ni siquiera con la que, en cuanto tenía una oportunidad, ponía mi marido, las inacabables canciones de Bob Dylan. ¿Qué música suena allí, alrededor de este recuerdo? Era una música lejana, como si viniera de un merendero, de una fiesta al aire libre, una música que no tenía nada que ver con nosotros, y quizá por eso la retuve. Era una música que se dirigía a mí, hacia el centro de mi ser. Vagamente
pensé, mientras me llegaban oleadas de aquella música que no era la que le gustaba a mi marido ni a mis hijos ni a sus amigos, que a mí no me habíadado tiempo de saber qué clase de música me gustaba. Aún era muy joven y no lo sabía. Sentí nostalgia por la parte de mi juventud que había dejado atrás, por fiestas al aire libre que no había vivido, por un tocadiscos instalado sobre una mesa baja en el garaje de una casa de verano una noche con olor a mar.
Pero puede que esté mezclando recuerdos, porque hay otro momento de otro viaje con avería en que, sentados en el bordillo de un arcén, junto al coche, bajo la sombra de un árbol, estuvimos detenidos largo rato, todos, mi marido, mis hijos y yo y quién sabe si algún amigo de uno de ellos, esperando no sé a qué -quizá a que se enfriara el motor del coche-, con la radio puesta, y también entonces pensé que había algo en esos viajes interminables que
estaba bien, que me gustaba.
Pozuelo de Alarcón, enero 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario