Ilustración de Alicia en el País de las Maravillas (Glénat), de Xavier Collette ("El País")
Los siete mundos de 'Alicia en el País de las Maravillas'
10/04/2010
Creadores de la literatura, el arte y el cine eligen sus personajes preferidos del clásico de Lewis Carroll, que vuelve al primer plano con nuevas ediciones ilustradas y la película de Tim Burton
El espejo
Por Clara Sánchez
Hay un salón delante del espejo y otro detrás. En el de detrás todo funciona al revés, la realidad se ha invertido y Alicia se siente extraña, tiene que interpretar cada cosa por primera vez. ¿Quién no se siente como Alicia alguna vez al día? ¿Cuántas veces caemos en el mundo al revés sin darnos cuenta? Como el enorme y monstruoso Polifemo que se inclina sobre su espejo, el mar, en un día en calma y se encuentra hermoso. Narciso va más allá aún y se enamora de sí mismo hasta morir. No de sí mismo, sino del que tiene enfrente que es y no es él y que además está en otro sitio: en el agua. Parece que hemos venido a este mundo con un espejo en el cerebro, que es la proyección del yo en las cosas. En las aguas, en las piedras pulidas, en el metal brillante o en el cristal hemos buscado nuestro reflejo desesperadamente. Y a veces más que mirarnos nos asomamos a sus reflejos para descubrir el futuro o para liberarnos de nuestra pequeña realidad.
La mitología está llena de aguas mágicas que actúan como puertas a otras dimensiones desconocidas y lo mismo ocurre con los espejos mágicos, donde se pretende encontrar los lados ocultos del espacio y atravesar la frontera del tiempo. Desde los celtas, a los orientales, pasando por los griegos, todos han encontrado en el espejo la forma de viajar al otro lado de la realidad. Como Alicia, que cuando mete las manos en el espejo, éste se deshace como el agua. Qué audacia la de hacer que la niña atraviese el espejo físicamente, aunque al final la mente lógica y científica de Carroll lo convierta en sueño. Hoy por hoy no existe mejor espejo que el sueño para liberarnos del mundo al derecho. -
El Gato Chesire
Por Andrés Barba
La presentación del gato Chesire, probablemente el personaje que más miedo da y que mayores carcajadas arranca de toda la obra de Carroll (que las dos cosas coincidan en un solo personaje es el termómetro de su genialidad), no sólo es una de las mejores pruebas de que Alicia es un libro disparatado precisamente porque es aplastantemente lógico sino que es además uno de los mejores consejos que se le puede dar a alguien que comienza a vivir y se pregunta qué camino debe seguir:
-"¿Podría decirme, por favor, qué camino debo tomar?
-Eso depende de a dónde quieras ir -respondió el Gato.
-Lo cierto es que no me importa demasiado a dónde... -dijo Alicia.
-Entonces tampoco importa demasiado en qué dirección vayas -contestó el Gato.
-... siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia tratando de explicarse.
-Oh, te aseguro que llegarás a alguna parte -dijo el Gato- si caminas lo suficiente".
La socarronería nihilista del gato Chesire está sólo a un paso milimétrico de Groucho Marx, es lógico sólo porque los demás no lo son, ríe y se carcajea cuando los demás se enfurecen, se burla, pero sólo con saña cuando se trata de los personajes más malvados (la Duquesa, la Reina), es el gran bufón de Alicia en el País de las Maravillas y el gran bufón (los sabios lo saben) ha de ser tomado muy seriamente.
Tal vez uno de los episodios más memorables de Alicia sea el de la Reina intentando decapitar al Gato cuando se aparece en el cielo en forma de cabeza gigante.
¿Cómo decapitar a alguien que es sólo una cabeza? La imposibilidad de cortar la cabeza al gato Chesire es uno de los símbolos más logrados de Alicia, y más contemporáneo también. La risa es la manifestación suprema de la superioridad, pero no de un hombre sobre otro (como cree la Reina) sino del hombre sobre su propia naturaleza. -
El conejo blanco
Por Manuel Gutiérrez Aragón
Es imposible no echar a correr tras un conejo blanco que lleva un reloj al que consulta continuamente, es imposible aunque se esté tendido bajo la sombra, un día de verano a la hora de la siesta. El Conejo Blanco siempre tiene prisa, es el representante de un tiempo veloz y desatinado. El Sombrerero y la Liebre de Marzo, en cambio, pertenecen a un mundo en que el tiempo no corre. Que el tiempo no funcione produce mucha más intranquilidad que el que corra, pase, se pierda.
No sé en qué época exacta de mi niñez leí por primera vez Alicia, pero sí que su comienzo me pareció más irremediable y atractivo que su final. Imposible el conejo, fatal su conejera, en la que transcurre todo el cuento, sin días ni noches. Una madriguera de hongos alucinógenos y pasteles drogados. La caída libre de Alicia en ese agujero sin fin nos lleva al cuento mismo, al interior de la historia. Pero el elegante Conejo Blanco no reaparece para tranquilizarnos, su cuántica expresión temporal siempre le hace marcharse cuando queremos preguntarle algo.
Tuve esa sensación desde niño, que el Conejo no daba respuestas. El cuento contado y luego escrito por Dodgson -tartamudo y zurdo, por cierto- tiene tal cantidad de significados que unos se montan sobre los otros, como fichas de estudio caídas de pronto al suelo. Uno termina por remontar el sentido: los conejos blancos que llevan reloj en el chaleco son, en realidad, conejos blancos que llevan reloj en el chaleco. Es terrible. -
Alicia en el bosque
Por Ouka Leele
Alucinada, la niña llega a la ventana del mundo real, y allí encuentra que la reina se mueve por los latidos del corazón y que el sombrerero corre al ritmo de un reloj intempestivo gracias al cual siempre llega tarde o, tal vez, demasiado pronto.
Tomar el té es toda una ceremonia encantadora y comer galletas puede ser algo muy relativo. Pensando esto me fui quedando dormida... Caí en un estrecho túnel y al final salí a un bosque infinito en cuyos claros habitaba un conejo blanco, las camas eran de helechos fresquitos, los toros me hacían correr montaña abajo abandonando mi jerseicito rojo y un ciervo azul cristal me señalaba la ruta al cielo.
Al despertar estaba ahí Alicia, era diminuta y muy mona; parecía un tanto cansada de tanto ajetreo, el sombrerero la había dejado agotada y mira que era simpático. Trepó por mis piernas diciendo: ¡Dios mío, qué alta eres! y en seguida subió por mi brazo hasta sentarse en mi mano. Sus mofletitos eran muy, muy sonrosados, respiraba muy rápido y quería contarme que la sonrisa de un gato le había dado sabios consejos y que tenía que ir con ella a conocer a unos gemelos de extraños nombres, que parecían dos huevos. Y que venga, venga, que fuera corriendo con ella a verlos. Pero de pronto, se deshizo en un mar de lágrimas a las que no podía parar y se estaba empezando a formar un charco bajo nosotras bastante incómodo, se me mojaban los zapatos. Decía que estaba harta de correr, que por su tamaño, todo le quedaba muy lejos. Entonces sacó una galleta de su bolsillo y dio un mordisco ofreciéndome a mí la del otro bolsillo, ella creció y creció y yo me volví diminuta, tanto, que me llevó entre sus dedos hasta allí, hasta donde me había prometido.
El sombrerero
Por Ángeles Mastretta
La primera vez que lo escuché, porque al sombrerero loco uno lo escucha, más que verlo, sentí miedo. Entonces yo no sabía que el tiempo puede asesinarse y menos aún que hacerlo fuera correr el riesgo de perder la cabeza. Todo ese prodigioso elogio al sinsentido que es la fiesta del té con el sombrero, la liebre de marzo y el lirón, no lo imaginé entonces como un paraíso. A los nueve años las promesas estaban del lado de la razón. Ninguna majestad había querido condenarme a muerte por cantar. No conocía ese riesgo. En cambio, acercarse a la sinrazón parecía un retroceso y yo quería crecer. Apenas estaba empezando a oír que hay tal cosa como un orden que se llama razón y creía, como todos los niños que buscan un lugar en el prestigioso mundo de los adultos -como la propia Alicia-, que me importaba ser cuerda. Ahora lo que temo es ese orden. Temo las fechas, los cumpleaños y el tiempo acortándose tanto que la hora del té dura apenas minutos. Tomar el té mientras se cae de la nada a la nada sin que eso nos angustie es un privilegio del sombrero loco y de todo aquel que quiera meterse bajo la copa de su encanto. Eternizar el tiempo. Detenerlo entre las cinco y las seis de la tarde. Eso quiero. Esa serenidad de la insensatez con la que habla el sombrerero, al que Lewis Carroll nunca llamó loco, es ahora lo que más ambiciono. No temer que los otros desconfíen de mi locura, ni siquiera considerarla tal, es lo que ahora me rinde al escuchar al sombrerero.
Penalidades del rey de corazones
Por Fernando Aramburu
Yo, señor, nací en el interior de un libro inglés el año 1865, pero ese no es mi problema. Considero improbable que mi actual melancolía provenga del hecho de haber sido obligado a intervenir en una historia absurda, soñada por una niña burguesita y bastante repipi, la verdad sea dicha. Contra ella, créame, no abrigo aversión ninguna puesto que apenas llegué a conocerla. La vi tan sólo una vez. Ni siquiera juzgo preferible que mi destino se hubiera consumado dentro de posibilidades literarias afines a no sé qué mundo real que dicen que hay por ahí, en el cual, por cierto, nunca he estado, de donde me vienen con frecuencia dudas acerca de su existencia. Sepa usted que nací naipe y rey de la dinastía de los corazones. Tengo, por consiguiente, salud de papel. Quizá le interese saber que soy remiso a que me doblen, pero ese tampoco es mi problema. Algo menos llevadera es mi naturaleza indecisa, no del todo valiente, aunque conciliadora. La achaco en parte a mi esposa, naipe también de nacimiento. Es (y no porque lo diga yo) autoritaria y colérica, atributos de tradición varonil no infrecuentes en las mujeres, y por supuesto parlanchina, que es por donde barrunto que les viene la velocidad de su poder a muchas de ellas. Esto, sépalo usted, señor doctor, me abruma tanto como ser ridículo. Adondequiera que vaya he de ejercer contra mi voluntad de marido de la que manda cortar cabezas. Y hasta pienso que a muchos les extraña que yo aún conserve la mía. Me pintan bajo, aunque el sueño de la repipi no especifica mi estatura. Se me conoce como aquel que ciñó la corona real encima de una peluca. ¡Qué bochorno! Ahora mismo a quien en realidad admiro es al rey extranjero ese, el de bastos, con su estaca gruesa y verde, símbolo de la hombría. ¿Estaría usted dispuesto, aunque sólo fuera por compasión, a tratarme a escondidas de mi señora?
La reina de corazones
Por Kirmen Uribe
Cómo me gustaba la escena del juego de croquet en Alicia en el País de las Maravillas. Me gustaba que se utilizaran flamencos en vez de mazas, y erizos en vez de bolas. Pero, sobre todo, me reía cuando la reina gritaba "¡que le corten la cabeza!" cuando aparecía por ahí la cabeza del gato de Cheshire, sin el cuerpo, y el verdugo no sabía a qué atenerse. Es así como funciona el poder muchas veces, de una manera mecánica y absurda.
A mí, la reina de corazones me recordaba a mi abuela. Y es que tenía muy mal genio, casi tanto como la reina. El croquet, por su parte, me hacía pensar en otro juego, en el fútbol. Mis abuelos siempre se enfadaban cuando jugaba el Athletic de Bilbao. Los dos eran muy aficionados. Sin embargo, cuando el partido era televisado, mi abuela se ponía muy nerviosa, por lo que apagaba el televisor y empezaba a hacer punto en su sofá. Mi abuelo hacía de tripas corazón y, como no podía ver el partido, se iba a la cocina y ponía la radio a muy poco volumen para escucharlo. Muy bajito, para no molestar a la abuela. Cuando había novedades, el abuelo iba a la sala donde estaba su mujer haciendo punto y se las contaba. Si el abuelo cruzaba el largo pasillo con el paso lento, la abuela sabía que el gol lo había metido el equipo contrario. "Ya puedes volver a la cocina", le gritaba desde la sala, "ya sé lo que ha pasado". Y el abuelo retornaba a la cocina. Pero si el paso del abuelo era cerrado, rápido, la abuela adivinaba que era el Athletic el que había anotado. Ella sonreía, incluso le dejaba al abuelo darle un beso en la mejilla, mientras seguía haciendo punto.
Y el abuelo volvía a la cocina muy contento. Más contento que con el gol. -
Los libros de 'Alicia'
Alicia en el País de las Maravillas. Ilustraciones de Peter Kuper. Traducción de Teresa Barba y Andrés Barba. Prólogo de A. Barba. Sexto Piso. Madrid, 2010. 224 páginas. 29 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Ilustraciones de Marta Gómez-Pintado. Traducción de Humpty Dumpty. Nórdica. Madrid, 2010. 175 páginas. 18 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Ilustraciones del cómic de Xavier Collette. Glénat. Barcelona, 2010. 72 páginas. 15 euros. Alícia al país de les meravelles. Ilustraciones de John Tenniel. Traducción de Salvador Oliva. Labutxaca. Barcelona, 2010. 144 páginas. 7 euros. Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Al otro lado del espejo y lo que Alicia encontró allí. Traducción, prólogo y notas de Mauro Armiño. Valdemar. Madrid, 2010. 397 páginas. 24 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Alicia a través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado. Ilustraciones de John Tenniel. Traducción y prólogo de Jaime de Ojeda. Alianza. Madrid, 2010. Dos volúmenes. 224 y 304 páginas. 24 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Ilustraciones de Zdenko Basic. Rotulación de Harriet Castor. Traducción de Isabel Margelí. Pirueta. Barcelona, 2010. 26 páginas. 19,95 euros. Alicia en Sunderland. Bryan Talbot. Traducción de Raúl Sastre. Mondadori. Barcelona, 2010. 336 páginas. 24,90 euros. Alicia anotada. Alicia en el País de las Maravillas. A través del espejo. Edición de Martin Gardner. Ilustraciones de John Tenniel. Traducción de Francisco Torres Oliver. Akal. Madrid, 2010. 328 páginas. 55,60 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Traducción de Jaime de Ojeda. Punto de Lectura. Madrid, 2010. 149 páginas. 8,95 euros. Alicia en el País de las Maravillas. Alicia a través del espejo. La caza del snack. Debolsillo. Barcelona, 2010. 384 páginas. 8,95 euros.
Alicia en el País de las Maravillas, la película realizada por Tim Burton, se estrena en España el próximo viernes, 16 de abril.
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