lunes, 12 de abril de 2010

PRENSA. CÓMIC. LITERATURA ADAPTADA AL CÓMIC (6). "Fahrenheit 451", de Ray Bradbury

Portada de la novela gráfica

En "elpais.com", esta información:

La segunda vida de Fahrenheit 451


'Babelia' avanza la versión gráfica del clásico de Ray Bradbury con el texto donde el escritor desvela el origen de su libro.

WINSTON MANRIQUE SABOGAL 12/04/2010

Contundente, inquietante y fiel. Emocionante. Así es la versión en novela gráfica de Fahrenheit 451 que ha hecho Tim Hamilton y que cuenta con la bendición y participación entusiasta de su propio creador, Ray Bradbury. "Es el rejuvenecimiento", 57 años después, de un libro surgido de muchos otros y que ahora es la suma de "pastiches de mis vidas anteriores, de mis antiguos miedos e inhibiciones, y mis predicciones del futuro, extrañas, misteriosas y no reconocidas", confiesa el escritor norteamericano en la introducción del libro. La novela, que salió este verano en Estados Unidos, la publicará en España 451 Editores la última semana de abril. Por lo pronto, Babelia avanza hoy en ELPAIS.com un pasaje clave de la obra y la citada introducción.
La historia de los bomberos, entre ellos Guy Montag, dedicados a quemar libros con un lanzallamas porque supuestamente la lectura propicia la infelicidad, en vista de que ayuda a pensar, despertar la curiosidad y a no estar conformes, la escribió Bradbury por entregas en 1953 en Playboy. Una denuncia de la censura de libros en Estados Unidos (son los años del macarthismo), los sistemas totalitarios y una crítica social; a la vez que es homenaje y reivindicación de la lectura. Ahora él mismo ha vuelto a acercarse a esa distopía y pesadilla futurista que ha marcado a varias generaciones de lectores. La versión final de esta novela gráfica la recuerda el autor así: "Volví a sacar a escena a todos los personajes y los hice desfilar en mi máquina de escribir, dejando que mis dedos contasen las historias y recuperasen los fantasmas de otros cuentos, de otros tiempos".
En esa introducción, Bradbury desvela de dónde y cómo surgió la novela que empezó titulándose El bombero. Es la suma de cuatro relatos en cascada, El peatón, Los exiliados, Usher II y Pilar de fuego, y un episodio que vivió una noche de 1950. Fue cuando iba caminando con un amigo por la avenida Wilshire de Los Ángeles cuando una patrulla de la policía los detuvo y les preguntó qué estaban haciendo: "Poner un pie delante del otro", les contestó él. Un episodio que es otro relato en sí mismo, y el germen que convertiría un libro suyo en un título clave en cualquier biblioteca.
No es la primera vez que el ilustrador y artista Tim Hamilton adapta una obra importante. Recientemente convirtió en novela gráfica el clásico de R. L. Stevenson La isla del tesoro. Hamilton ha publicado sus trabajos en medios como The New York Times Book Review, Cicada, Mad y Nickelodeon y con varias editoriales.
Para quienes no hayan leído la novela original, estas ilustraciones son claras, muy narrativas y emocionantes sobre el mensaje social que transmite Bradbury y despertarán el interés por la obra original. Y para los que ya han leído Fahrenheit 451 cada dibujo, cada viñeta, cada página es una evocación y una manera de introducirse de verdad en ese mundo desasosegante. El trazo, el color y la puesta en página de las imágenes han dado con el tono de crítica del libro. Una atmósfera donde el fuego y el humo tienen un gran protagonismo junto a los rostros de los personajes y la manera como Guy Montag va cambiando hasta encontrarse en el bosque con los hombres que memorizan libros para poder transmitirlos oralmente. Todo ello precedido de la pregunta con que Ray Bradbury finaliza su introducción: "¿Qué libro le gustaría a usted memorizar y defender de cualquier censor?".

Aquí podemos enlazar con un extracto de la novela gráfica.

Y ahora podemos leer el comienzo de la novela:

Primera parte: ERA ESTUPENDO QUEMAR
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.
Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas.
Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado. Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales. Esa sonrisa nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta donde él podía recordar.
Colgó su casco negro y lo limpió, dejó con cuidado su chaqueta a prueba de llamas; se duchó generosamente y, luego, silbando, con las manos en los bolsillos, atravesó la planta superior del cuartel de bomberos y se deslizó por el agujero. En el último momento, cuando el desastre parecía seguro, sacó las manos de los bolsillos y cortó su caída aferrándose a la barra dorada. Se deslizó hasta detenerse, con los tacones a un par de centímetros del piso de cemento de la planta baja.
Salió del cuartel de bomberos y echó a andar por la calle en dirección al «Metro» donde el silencioso tren, propulsado por aire, se deslizaba por su conducto lubrificado bajo tierra y lo soltaba con un gran ¡puf! de aire caliente en la escalera mecánica que lo subía hasta el suburbio.
Silbando, Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el tranquilo aire de la medianoche, Anduvo hacia la esquina, sin pensar en nada en particular. Antes de alcanzarla, sin embargo, aminoró el paso como si de la nada hubiese surgido un viento, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.
En las últimas noches, había tenido sensaciones inciertas respecto a la acera que quedaba al otro lado aquella esquina, moviéndose a la luz de las estrellas hacia su casa. Le había parecido que, un momento antes de doblarla, allí había habido alguien. El aire parecía lleno de un sosiego especial, como si alguien hubiese aguardado allí, silenciosamente, y sólo un momento antes de llegar a él se había limitado a confundirse en una sombra para dejarle pasar. Quizá su olfato detectase débil perfume, tal vez la piel del dorso de sus manos y de su rostro sintiese la elevación de temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona podía haber elevado por un instante, en diez grados, la temperatura de la atmósfera inmediata. No había modo de entenderlo. Cada vez que doblaba la esquina, sólo veía la cera blanca, pulida, con tal vez, una noche, alguien desapareciendo rápidamente al otro lado de un jardín antes de que él pudiera enfocarlo con la mirada o hablar.
Pero esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su subconsciente, adelantándosele a doblar la esquina, había oído un debilísimo susurro. ¿De respiración? ¿O era la atmósfera, comprimida únicamente por alguien que estuviese allí muy quieto, esperando?
Montag dobló la esquina.
Las hojas otoñales se arrastraban sobre el pavimento iluminado por el claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. Su cabeza estaba medio inclinada para observar cómo sus zapatos removían las hojas arremolinadas. Su rostro era delgado y blanco como la leche, y reflejando una especie de suave ansiedad que resbalaba por encima de todo con insaciable curiosidad. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan fijos en el mundo que ningún movimiento se les escapaba. El vestido de la joven era blanco, y susurraba. A Montag casi le pareció oír el movimiento de las manos de ella al andar y, luego, el sonido infinitamente pequeño, el blanco rumor de su rostro volviéndose cuando descubrió que estaba a pocos pasos de un hombre inmóvil en mitad de la acera, esperando.
Los árboles, sobre sus cabezas, susurraban al soltar su lluvia seca. La muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder, sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco de fénix en su pecho, volvió a hablar.

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