martes, 26 de agosto de 2014

PRENSA CULTURAL. Sobre el escritor yugoslavo Slavko Goldstein y su libro "1941, el año que retorna"

   En "Babelia":
LIBROS

“Diga que soy yugoslavo”

Slavko Goldstein publica sus memorias '1941, el año que retorna'

El escritor combatió en la Segunda Guerra Mundial y presidió el Partido Social Liberal


Slavko Goldstein, en un retrato reciente. / MARCO AMBROSINI
El otro día, antes de presentarlo al público, le pregunté a Slavko Goldstein (Karlovac, Yugoslavia, 1928), el autor de 1941, el año que retorna (Cómplices):
—¿Cómo prefiere que le llame, señor Goldstein? ¿Escritor croata o escritor yugoslavo?
—Diga usted yugoslavo.
Como tantos de su generación, el señor Goldstein ha tenido una vida agitada, sacudida por terribles acontecimientos. Siendo una vida también relativamente larga, le ha dado para combatir como partisano en la Segunda Guerra Mundial; para vivir unos años en Israel y regresar; crear una editorial; fundar y presidir el Partido Social Liberal en febrero de 1989, y al cabo de un año y medio, cuando comprobó que se había infiltrado en él el nacionalismo y que repuntaba en el país el antisemitismo, abandonarlo; para asistir a la repetición de las guerras civiles y la descomposición de Yugoslavia; y, en fin, para exponer su memoria de todo ello con gran talento narrativo, en un libro de factura muy compleja e interesante, en la que se alternan y simultanean la microhistoria con los acontecimientos históricos generales, el testimonio personal de su peripecia particular y familiar, con una masa enorme de datos precisos, exhumados de los archivos.
El objetivo del libro de Goldstein es explicarse y explicar por qué a finales del siglo XX croatas y serbios repitieron la guerra fratricida que habían librado cincuenta años atrás. Por qué un país considerable en el Este europeo se ha convertido en nada menos que siete Estados insignificantes.

Después de la invasión de Yugoslavia por los ejércitos alemanes, en 1941, el abogado nacionalista Ante Pavelic volvió de 12 años de exilio, al frente de sus ustachas (“alzados” o “insurgentes”) ardientes de resentimiento y sed de venganza, para fundar un Estado croata independiente, títere de las fuerzas del Eje —Alemania e Italia—; inmediatamente procedieron a efectuar la limpieza étnica del territorio, contra las comunidades serbias, gitanas y judías con determinación y ferocidad. Esa limpieza en realidad era una tarea imposible, porque casi la mitad de los habitantes de la Croacia independiente pertenecían a esas etnias. A falta de cámaras de gas, el exterminio de hombres, mujeres y niños se realizaba a tiros, a hachazos, a martillazos, o a degüello con "mataserbios", un cuchillo curvo, sujeto a un brazalete de cuero que el verdugo se ataba al brazo y con el que podía degollar en cadena, de forma bastante descansada.
"El fanatismo al servicio de la ideología se convirtió en heredero del fanatismo al servicio de la religión", dice Goldstein. "Viene de la necesidad humana de creer y ser fiel y leal a lo Absoluto, hasta el punto de ser intolerante con el otro y con cualquiera que sea diferente".
El genocidio —cientos de miles de víctimas— obtuvo entre otras consecuencias una contraria al objetivo que perseguía: nutrió de voluntarios las filas de los partisanos que luchaban contra los alemanes y los ustachas. Este fue el caso del niño Slavko Goldstein. Su padre, librero y propietario de una biblioteca en Karlovac, izquierdista e influyente en su comunidad, de etnia judía, reunía demasiados “factores de riesgo” para sobrevivir, y ya en los primeros días de la ocupación desapareció en un campo de concentración.
—No sabemos cómo murió, pero nos lo suponemos.
Su madre y él no tuvieron otra alternativa que presentar el cuello o combatir. A la primera ocasión que se presentó escaparon al bosque, y se incorporaron a los partisanos comunistas. Slavko fue guerrillero a los 13 años y acabó la guerra, cuatro años después, con el grado de teniente. Pero la victoria resultó amarga, por la pérdida de tantos amigos y conocidos, porque las represalias produjeron nuevas matanzas masivas y, en fin, por la imposición de un régimen totalitario satélite de la URSS, con sus purgas políticas a imagen y semejanza de las estalinistas. Goldstein se dio de baja del partido y emigró a Israel. Allí permaneció un par de años, conoció la democracia y leyó los libros de Koestler que denuncian el totalitarismo socialista, pero cuando supo que su país había roto con la URSS, que el régimen de Tito empezaba un deshielo y se iba volviendo progresivamente liberal y tolerante, decidió que valía la pena regresar para colaborar en ese proceso.

Tuve que renunciar a publicar ciertos libros,
pero por lo menos mantuve los puestos de trabajo. Para mí esto
era lo prioritario.
Como veterano de la guerra, conocía —incluso había sido camarada de armas— a todas las personalidades del nuevo régimen. Fue amigo de Milovan Djilas, el comandante partisano, íntimo colaborador de Tito y su sucesor in pectore, y luego, autor de La nueva clase (el primer libro que denunció desde dentro del sistema comunista la perversa arquitectura del poder en ese mundo) y de Conversaciones con Stalin, entre otras joyas de importancia histórica que no están disponibles en español.
—Yo era de Djilas. Estaba de acuerdo con él. Asistí a su caída. Tito aceptaba la crítica hasta cierto punto; estaba dispuesto a asumir para el Estado cierto grado de liberalización, pero no transigía con el multipartidismo, que dada su formación como bolchevique no podía aceptar. Él estaba convencido de que con un solo partido el Estado es más eficiente, preserva la energía que se pierde en debates innecesarios, se ahorran conflictos; y como Djilas porfiaba, pasó nueve años en la cárcel.
Goldstein se dedicó al periodismo cultural y a escribir guiones para el cine, y en 1960 fundó la editorial Novi Liber, que él, consciente de que en su país a una marea de liberalización (1953, 1960) seguía una resaca de intransigencia, gestionó con prudencia política y sentido posibilista. La editorial aún existe. Es un hombre que tanto por escrito como de viva voz expresa sus convicciones desapasionadamente, y pone empeño en comprender los motivos del otro. Superviviente y testigo de tantos horrores, cronista de acontecimientos de una repugnancia incomparable, da una impresión de serenidad y de honestidad sin sentimentalismos, antirromántica.
—Tuve que renunciar a publicar ciertos libros, pero por lo menos mantuve los puestos de trabajo. Para mí esto era lo prioritario.

En el libro, Goldstein sostiene
que el más trágico error
del régimen de Tito
fue cerrar en falso las heridas
El capítulo 18, ‘Historia de dos pueblos’, es especialmente instructivo. Explica con lujo de detalles la siembra del odio eterno entre dos pueblos vecinos, uno mayoritariamente poblado por croatas y el otro por serbios, que hasta 1941 se habían llevado con el aceptable desdén característico de tantos pueblos contiguos. Una brigada de ustachas llegados desde Zagreb preparó desde Prkos (el pueblo croata) el exterminio de los habitantes (serbios) de Banski Kovacevac, y los vecinos de Prkos no se atrevieron a advertir a los de Kovacevac. Los supervivientes de la matanza y sus descendientes siempre consideraron que los otros fueron cómplices de los verdugos. Cuarenta años más tarde, se presentó la ocasión de tomarse la revancha…
1941 sostiene que el más trágico error del régimen de Tito fue cerrar en falso las heridas de la Segunda Guerra Mundial y no haber aclarado, en exhaustivos debates públicos, quién exactamente hizo o no hizo qué, y por qué lo hizo, durante la guerra. El duelo no tuvo su catarsis, ni los implicados pudieron explicarse. El silencio impuesto bajo la consigna de unidad mantuvo vivos los rencores y el temor al vecino, y tras la muerte del mariscal, cuando el régimen colapsó, el año 1941 se repitió.
—Yo en 1990 estaba convencido de que si se llegaban a producir escaramuzas, después de los primeros cien muertos todos recordarían los horrores de la Segunda Guerra Mundial y enseguida pararían… Siempre he pecado de ingenuo y de optimista.
1941, el año que retorna. Slavko Goldstein. Traducción de Maja Drnda. Cómplices. Barcelona, 2014. 550 páginas. 29,90 euros.

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