miércoles, 8 de diciembre de 2010

PRENSA CULTURAL. "Babelia". Sobre la literatura de Castilla y León (3), por Gustavo Martín Garzo. "Las ratas", de Miguel Delibes

Gustavo Martín Garzo

El hilo de oro (reportaje en Babelia)

Las ratas
Miguel Delibes, 1962

   Cuando Delibes escribe Las ratas lo hace para denunciar la postración del campo castellano. Sin embargo, la novela es un poema sobre la infancia. El Nini, su pequeño protagonista, es la creación más compleja y cautivadora de toda su obra. Su saber es ante todo comunicación, encuentro con lo real. Miguel Delibes nos dice en Las ratas que todo niño es un ser asombroso, el ser -como escribió Bachelard- que realiza el asombro de ser. La obra de Miguel Delibes es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano.


Miguel Delibes

Un fragmento de Las ratas:

   El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir el lodazal. Restrega­ba la moneda que portaba en la mano contra los muros de adobe y al llegar a la primera esquina exa­minó el brillo nacido en el borde con pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atrave­só sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes de divisar los establos del Podero­so oyó la voz caliente de Rabino Chico charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Po­deroso y tenía fama de comprender el lenguaje de los animales.
   El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabi­no, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre pro­venía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello, don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un Congreso Interna­cional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la ca­pital cada vez que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces, cada vez que un forastero mos­traba interés por su particularidad, el Viejo Rabino se soltaba la pretina y se la enseñaba.
   Con estas relaciones, el Viejo Rabino, al decir del Undécimo Mandamiento, se torció y dejó de frecuen­tar la iglesia. Don Zósimo, el Curón, que por enton­ces andaba de párroco en el pueblo, le decía: "Rabi­no, ¿por qué no vienes a misa?". El Viejo Rabino se encampanaba y respondía: "No hay Dios. Mi abuelo era un mono. Don Eustasio lo dice". Y cuando esta­lló la guerra, cinco muchachos de Torrecillórigo, ca­pitaneados por el Baltasar, el del Quirico, se presen­taron con los mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el del Quirico, lo empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: "Ahora voy a enseñarte yo dón­de deben pastar las cabras". El Viejo Rabino parpa­deaba y sólo dijo: "¿Qué quieres?". Y el Baltasar, el del Quirico, dijo: "Que te vengas con nosotros". El Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba a los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente:
   "Aguarda un momento". Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y calzaba las alpargatas de goma y dijo: "Hasta luego". Después le dijo a Baltasar: "Cuando quieras".
   Al día siguiente, el Antoliano encontró el cadáver en las Revueltas y cuando se presentó con él en la casa, al Rabino Chico, que apenas era un muchacho, aunque con dos vértebras coxígeas de más, se le ce­rró la boca y no había manera de hacerle comer.

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