domingo, 11 de julio de 2010

NOVELA CORTA. "La muerte de Iván Ilich" (3), de Lev Tolstói (1828-1910)


La muerte de Iván Ilich (3)
III
Así vivió Iván Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era ya un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había rehusado ya varios traslados cuando surgió de improviso una circunstancia desagradable que perturbó por completo el curso apacible de su vida. Esperaba que le ofrecieran el cargo de presidente de tribunal en una ciudad universitaria, pero Hoppe de algún modo se le había adelantado y había obtenido el puesto. Iván Ilich se irritó y empezó a quejarse y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos, quienes comenzaron a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los nombramientos siguientes.
Eso ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Iván Ilich. Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les bastaba para vivir, y, por otra, que todos le habían olvidado; peor todavía, que lo que para él era la mayor y más cruel injusticia a otros les parecía una cosa común y corriente. Incluso su padre no se consideraba obligado a ayudarle. Iván Ilich se sentía abandonado por todos, ya que juzgaban que un cargo con un sueldo de tres mil quinientos rublos era absolutamente normal y hasta privilegiado. Sólo él sabía que con el conocimiento de las injusticias de que era víctima, con el sempiterno refunfuño de su mujer y con las deudas que había empezado a contraer por vivir por encima de sus posibilidades, su posición andaba lejos de ser normal.
Con el fin de ahorrar dinero, pidió licencia y fue con su mujer a pasar el verano de ese año a la casa de campo del hermano de ella.
En el campo, Iván Ilich, alejado de su trabajo, sintió por primera vez en su vida no sólo aburrimiento, sino insoportable congoja. Decidió que era imposible vivir de ese modo y que era indispensable tomar una determinación.
Después de una noche de insomnio, que pasó entera en la terraza, decidió ir a Petersburgo y hacer gestiones encaminadas a escarmentar a aquellos que no habían sabido apreciarle y a obtener un traslado a otro ministerio.
Al día siguiente, no obstante las objeciones de su mujer y su cuñado, salió para Petersburgo. Su único propósito era solicitar un cargo con un sueldo de cinco mil rubIos. Ya no pensaba en tal o cual ministerio, ni en una determinada clase de trabajo o actividad concreta. Todo lo que ahora necesitaba era otro cargo, un cargo con cinco mil rublos de sueldo, bien en la administración pública, o en un banco, o en los ferrocarriles, o en una de las instituciones creadas por la emperatriz María, o incluso en aduanas, pero con la condición indispensable de cinco mil rublos de sueldo y de salir de un ministerio en el que no se le había apreciado.
Y he aquí que ese viaje de Iván Ilich se vio coronado con notable e inesperado éxito. En la estación de Kursk subió al vagón de primera clase un conocido suyo, F. S. Ilin, quien le habló de un telegrama que hacía poco acababa de recibir el gobernador de Kursk anunciando un cambio importante que en breve se iba a producir en el ministerio: para el puesto de Pyotr Ivanovich se nombraría a Iván Semyonovich.
El cambio propuesto, además de su significado para Rusia, tenía un significado especial para Iván Ilich, ya que el ascenso de un nuevo funcionario, Pyotr Petrovich, y, por consiguiente, el de su amigo Zahar Ivanovich, eran sumamente favorables para Iván Ilich, dado que Zahar Ivanovich era colega y amigo de Iván Ilich.
En Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Iván Ilich buscó a Zahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un nombramiento en su antiguo departamento de justicia.
Al cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: "Zahar en puesto de Miller. Recibiré nombramiento en primer informe".
Gracias a este cambio de personal, Iván Ilich recibió inesperadamente un nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados del escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de cinco mil rublos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado. Iván Ilich olvidó todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos y contra el ministerio y quedó plenamente satisfecho.
Iván Ilich volvió al campo más contento y feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y entre ellos se concertó una tregua. Iván Ilich contó cuánto le había festejado todo el mundo en la capital, cómo todos los que habían sido sus enemigos quedaban avergonzados y ahora le adulaban servilmente, cuánto le envidiaban por su nuevo nombramiento y cuánto le quería todo el mundo en Petersburgo.
Praskovya Fyodorovna escuchaba todo aquello y aparentaba creerlo. No ponía peros a nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la ciudad a la que iban a mudarse. E Iván Ilich vio regocijado que tales planes eran los suyos propios, que marido y mujer estaban de acuerdo y que, tras un tropiezo, su vida recobraba el legítimo y natural carácter de proceso placentero y decoroso.
Iván Ilich había vuelto al campo por breves días. Tenía que incorporarse a su nuevo cargo el diez de septiembre. Por añadidura, necesitaba tiempo para instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a éste todos los enseres de la provincia anterior y comprar y encargar otras muchas cosas; en una palabra, instalarse tal como lo tenía pensado, lo cual coincidía casi exactamente con lo que Praskovya Fyodorovna tenía pensado a su vez.
Y ahora, cuando todo quedaba resuelto tan felizmente, cuando su mujer y él coincidían en sus planes y, por añadidura, se veían tan raras veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el caso desde los primeros días de su matrimonio. Iván Ilich había pensado en llevarse a la familia en seguida, pero la insistencia de su cuñado y la esposa de éste, que de pronto se habían vuelto notablemente afables e íntimos con él y su familia, le indujeron a partir solo.
Y, en efecto, partió solo, y el jovial estado de ánimo producido por su éxito y la buena armonía con su mujer no le abandonó un instante. Encontró un piso exquisito, idéntico a aquel con que habían soñado él y su mujer. Salones grandes altos de techo y decorados al estilo antiguo, un despacho cómodo y amplio, habitaciones para su mujer y su hija, un cuarto de estudio para su hijo -se hubiera dicho que todo aquello se había hecho ex profeso para ellos. El propio Iván Ilich dirigió la instalación, atendió al empapelado y tapizado, compró muebles, sobre todo de estilo antiguo, que él consideraba muy comme il faut, y todo fue adelante, adelante, hasta alcanzar el ideal que se había propuesto. Incluso cuando la instalación iba sólo por la mitad superaba ya sus expectativas. Veía ya el carácter comme il faut, elegante y refinado que todo tendría cuando estuviera concluido. A punto de quedarse dormido se imaginaba cómo sería el salón. Mirando la sala, todavía sin terminar, veía ya la chimenea, el biombo, la rinconera y las sillas pequeñas colocadas al azar, los platos de adorno en las paredes y los bronces, cuando cada objeto ocupara su lugar correspondiente. Se alegraba al pensar en la impresión que todo ello causaría en su mujer y su hija, quienes también compartían su propio gusto. De seguro que no se lo esperaban. En particular, había conseguido hallar y comprar barato objetos antiguos que daban a toda la instalación un carácter singularmente aristocrático. Ahora bien, en sus cartas lo describía todo peor de lo que realmente era, a fin de dar a su familia una sorpresa. Todo esto cautivaba su atención a tal punto que su nuevo trabajo oficial, aun gustándole mucho, le interesaba menos de lo que había esperado. Durante las sesiones del tribunal había momentos en que se quedaba abstraído, pensando en si los pabellones de las cortinas debieran ser rectos o curvos. Tanto interés ponía en ello que a menudo él mismo hacía las cosas, cambiaba la disposición de los muebles o volvía a colgar las cortinas. Una vez, al trepar por una escalerilla de mano para mostrar al tapicero -que no comprendía cómo quería disponer los pliegues de las cortinas-, perdió pie y resbaló, pero, siendo hombre fuerte y ágil, se afianzó y sólo se dio con un costado contra el tirador de la ventana. La magulladura le dolió, pero el dolor se le pasó pronto. Durante todo este tiempo se sentía sumamente alegre y vigoroso. Escribió: "Estoy como si me hubieran quitado quince años de encima". Había pensado terminar en septiembre, pero esa labor se prolongó hasta octubre. Sin embargo, el resultado fue admirable, no sólo en su opinión sino en la de todos los que lo vieron.
En realidad, resultó lo que de ordinario resulta en las viviendas de personas que quieren hacerse pasar por ricas sin serlo de veras, y, por consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma condición: había damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces brillantes y mates... en suma, todo aquello que poseen las gentes de cierta clase a fin de asemejarse a otras de la misma clase, y la casa de Iván Ilich era tan semejante a las otras que no hubiera sido objeto de la menor atención; pero a él, sin embargo, se le antojaba original. Quedó sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la estación y la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde un criado con corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había sido adornado con plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el despacho, la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y rebosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y asustado al tapicero.
-No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo me di un golpe aquí... mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va pasando... No es más que una contusión.
Así pues, empezaron a vivir en su nuevo domicilio, en el que cuando por fin se acomodaron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía falta una habitación más. Y aunque los nuevos ingresos, como siempre sucede, les venían un poquitín cortos (cosa de quinientos rublos) todo iba requetebién. Las cosas fueron especialmente bien al principio, cuando aún no estaba todo en su punto y quedaba algo por hacer: comprar esto, encargar esto otro, cambiar aquello de sitio, ajustar lo de más allá. Aunque había algunas discrepancias entre marido y mujer, ambos estaban tan satisfechos y tenían tanto que hacer que todo aquello pasó sin broncas de consideración. Cuando ya nada quedaba por arreglar hubo una pizca de aburrimiento, como si a ambos les faltase algo, pero ya para entonces estaban haciendo amistades y creando rutinas, y su vida iba adquiriendo consistencia.
Iván Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora de comer. Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier mancha en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de persiana, le sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación que cualquier desperfecto le acongojaba.) Pero, en general, su vida transcurría como, según su parecer, la vida debía ser: cómoda, agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve, tomaba café, leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí ya estaba dispuesto el yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se echaba de golpe encima: solicitantes, informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas y administrativas. En ello era preciso saber excluir todo aquello que, siendo fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales; era también preciso evitar toda relación que no fuese oficial y, por añadidura, de índole judicial. Por ejemplo, si llegase un individuo buscando informes acerca de algo, Iván Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste recurriese a él en su capacidad oficial -para algo, pongamos por caso, que pudiera expresarse en papel sellado-, Iván Ilich haría sin duda por él cuanto fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el individuo en cuestión la apariencia de amigables relaciones humanas, o sea, la apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación oficial terminaría también cualquier otro género de relación. Esta facultad de separar su vida oficial de su vida real la poseía Iván Ilich en grado sumo y, gracias a su larga experiencia y su talento, llegó a refinarla hasta el punto de que a veces, a la manera de un virtuoso, se permitía, casi como jugando, fundir la una con la otra. Se permitía tal cosa porque, de ser preciso, se sentía capaz de volver a separar lo oficial de lo humano, y hacía todo eso no sólo con facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo. En los intervalos entre las sesiones del tribunal fumaba, tomaba té, charlaba un poco de política, un poco de temas generales, un poco de juegos de naipes, pero más que nada de nombramientos, y cansado, pero con las sensaciones de un virtuoso -uno de los primeros violines que ha ejecutado con precisión su parte en la orquesta- volvía a su casa, donde encontraba que su mujer y su hija habían salido a visitar a alguien, o que allí había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus clases, preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de la comida, si no tenían visitantes, Iván Ilich leía a veces algún libro del que a la sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de testigos y aplicarles la ley correspondiente. Ese trabajo no era ni aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando hubiera podido estar jugando a las cartas; pero, si no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer. El mayor deleite de Iván Ilich era organizar pequeñas comidas a las que invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y, al igual que su sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas podían ser copia de otras reuniones de la misma índole.
En cierta ocasión dieron un baile. Iván Ilich disfrutó de él y todo resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios preparativos, pero Iván Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamó "imbécil y mentecato"; y él se agarró la cabeza con las manos y en un arranque de cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy divertido. Había asistido gente de postín e Iván Ilich había bailado con la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad "Comparte mi aflicción". Los deleites de su trabajo oficial eran deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de la vanidad. Pero el mayor deleite de Iván Ilich era jugar al vint. Confesaba que, al fin y al cabo, por desagradable que fuese cualquier incidente en su vida, el deleite que como un rayo de luz superaba a todos los demás era sentarse a jugar al vint con buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por supuesto (porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque fingiendo que a uno no le importaba), y enzarzarse en una partida seria e inteligente (si las cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de vino. Después de la partida, Iván Ilich, sobre todo si había ganado un poco (porque ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena disposición de ánimo.
Así vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de carantoñas, se metían volando en la sala de los platos japoneses en las paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin.
Los jóvenes hacían la rueda a Liza, y el fiscal Petrischev, hijo de Dmitri Ivanovich Petrischev y heredero único de la fortuna de éste, empezó a cortejarla, al punto de que Iván Ilich había hablado ya de ello con Praskovya Fyodorovna para decidir si convendría organizarles una excursión o una función teatral de aficionados.
Así vivían, pues. Y todo iba como una seda, agradablemente y sin cambios.

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