jueves, 15 de julio de 2010

NOVELA CORTA. "La muerte de Iván Ilich" (6), de Lev tolstói (1828-1910)

Lev Tolstói
La muerte de Iván Ilich (6)

                                                                                VI
Iván Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla.
El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: "Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal", le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser humano en abstracto- fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero "en mi caso -se decía-, en el caso de Vanya, de Iván Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible".
Así se lo figuraba. "Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! -se dijo-. ¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?".
Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento -y más que pensamiento la realidad misma- volvía una vez tras otra y se encaraba con él.
Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de la muerte. Pero -cosa rara- todo lo que antes le había servido de escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no producía ahora efecto alguno. Últimamente Iván Ilich pasaba gran parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se decía: "Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él". Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva. Iván Ilich concentraba su atención en ese dolor y trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse: "¿Pero es que sólo este dolor es verdad?", y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no podían librarle de aquello. y lo peor de todo era que aquello atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo indecible.
Y para librarse de esa situación, Iván Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes, como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.
En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había arreglado -la sala en que había tenido la caída y a cuyo acondicionamiento, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo!, había sacrificado su vida-, porque él sabía que su dolencia había empezado con aquel golpe. Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por la negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.
Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello, aquello era invisible.
Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: "Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez", y de pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. "Está ahí continuamente, royendo como siempre", y ya no podía olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso? "Y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, pero lo es!".
Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirarlo y temblar.
                                                   
                                                   VII
Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso, insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos.
Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste.
Por prescripción del médico le preparaban una alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva.
Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello.
Pero fue cabalmente en esa desagradable función donde Iván Ilich halló consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre venía a llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad. Al principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente a la rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Iván Ilich.
En una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos, perfilados por músculos impotentes.
Entró Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea de sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Iván Ilich -por lo visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro- se acercó al orinal.
-Gerasim -dijo Iván Ilich con voz débil.
Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.
-¿Qué desea el señor?
-Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.
-Por Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos-. No es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.
Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano. Al cabo de cinco minutos volvió con igual paso.
Iván Ilich seguía sentado en el sillón.
-Gerasim -dijo cuando éste colocó en su sitio el utensilio ya limpio y bien lavado-, por favor ven acá y ayúdame-. Gerasim se acercó a él.
-Levántame. Me cuesta mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.
Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo que cuando andaba-le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Iván Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.
-Gracias. ¡Qué bien y con cuánto tino lo haces todo! Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Iván Ilich se sentía tan a gusto con él que no quería que se fuera.
-Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados.
Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que levantaba los pies de Iván Ilich y los ponía en ella. A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.
-Me siento mejor cuando tengo los pies levantados -dijo Iván Ilich-. Ponme ese cojín debajo de ellos.
Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarIos. De nuevo Iván Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los levantaba. Cuando los bajó, a Iván Ilich le pareció que se sentía peor.
-Gerasim -dijo-, ¿estás ocupado ahora?
-No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que de los criados de la ciudad había aprendido cómo hablar con los señores.
-¿Qué tienes que hacer todavía?
-¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para mañana.
-Entonces, levántame las piernas un poco más, ¿puedes?
-¡Cómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.
-¿Y qué de la leña?
-No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello.
Iván Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.
A partir de entonces, Iván Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Iván Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran -más aún, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles: "¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!". Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo "decoro" que él mismo había practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Iván Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: "No se preocupe, Iván Ilich, que dormiré más tarde". O cuando, tuteándole, agregaba: "Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de ajetreo?". Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultarlas, sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Iván Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decirle:
-Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? -expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora.
Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Iván Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más anhelaba -aunque le habría dado vergüenza confesarlo- era que alguien le tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño enfermo. Quería que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto funcionario, que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso, y en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a ello, por lo que esas relaciones le servían de alivio. Iván Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Iván Ilich adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la costumbre, expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal de Casación e insistía porfiadamente en ella. Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Iván Ilich.

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