domingo, 16 de mayo de 2010

PRENSA CULTURAL. Biografía de Carmen Laforet. 'Nada': primeras páginas

Carmen Laforet
En "El País":
Todo sobre la chica de 'Nada'


Una biografía desvela los trágicos fantasmas de Carmen Laforet

CARLES GELI - Barcelona - 15/05/2010
Nada: inopinado oasis en pleno erial literario de 1945. Un relámpago, primera novela de una chica de 24 años que estrenó el premio Nadal de la editorial Destino. Éxito total. Inmediatamente, sonrisa de ella que será una máscara. Y también, un "querer ser invisible", un horror en caída libre hacia la página en blanco y una huida sinfín que acabará, reforzada por una enfermedad neurovegetativa, con la imposibilidad de levantar un bolígrafo.
Es la triste vida de Carmen Laforet, estrella rutilante de las letras españolas de posguerra y ahora motivo de una primera biografía con la que Anna Caballé e Israel Rolón, han obtenido el premio Gaziel 2009. Carmen Laforet. Una mujer en fuga (RBA) son 515 páginas rebosantes de material inédito, de las que puede extraerse una gran conclusión, según Caballé: "Uno se ha de enfrentar a sus fantasmas; huir de ellos acaba teniendo un coste brutal". El libro rebosa de dramáticos espectros.
- Cenicienta en Canarias. ¿Fue feliz alguna vez Laforet? A ratos. Sin duda, los dos años que pasó de pequeña en el piso de sus abuelos, donde nació el 6 de septiembre de 1921, y hasta noviembre de 1923, cuando la familia marchó a Las Palmas. La felicidad total se alargó sólo hasta 1934, cuando su madre muere. El marido se casó con la peluquera de su mujer, que se esmeró en borrar a la madre de unos niños a los que mortificaría. Y el padre lo consintió. "Carmen le adoraba y su actitud la destrozó". Lo disimuló con su pose fantasiosamente despreocupada, una máscara. Al final, una obsesión: la figura de una odiosa madrastra es omnipresente en tres de sus novelas, con protagonistas huérfanos: Nada (1945), La isla y sus demonios (1952) y La insolación (1963).
- A la literatura, por un abrigo. Un chantaje moral al padre y el pretexto de los estudios de Filosofía y Letras la llevan a su primera huida: Barcelona. Pero el piso de los abuelos ya no es el paraíso: es fiel reflejo de la gris ciudad española de posguerra, miseria que aguantó nueve meses y que, unida a un amor frustrado, serán el germen de Nada. No tiene dinero para comprar un abrigo, así que instigada por su tía Carmen se presenta en diciembre de 1942 a un premio literario del Frente de Juventudes. Lo gana. Y gracias a una de las 600 cartas que escribirá, dará pistas de que prepara una novela.
- El doble filo de 'Nada'. Como un relámpago: el último día de convocatoria del primer premio Nadal aterriza un paquete con Nada. Deslumbrante: la frustración que destila la sociedad de la inmediata posguerra y la perspectiva femenina le dan la victoria contra pronóstico. El amigo intelectual de su mejor amiga, Manuel Cerezales, la ha inscrito tras leerla y sugerirle cambios. ¿Y de que la retocara? "Vi el manuscrito original y no hay nada de nadie más", testimonia Caballé. Del éxito al enigma pasan apenas semanas: 5.000 pesetas de premio (vivía con 200 al mes de su padre), libro más vendido de 1945, pero también cosas extrañas: "La escribí en ocho meses", declara, cuando la rehacía y rompía desde dos años atrás. ¿Por qué mentir?
- Patito feo entre intelectuales. Sorprende la falta de calado intelectual y hermetismo del personaje, que contrasta con las virtudes de la obra. "Ella no quería ser escritora profesional, quería vivir y de golpe se vio fiscalizada y eso la rompió emocionalmente". A la familia Nada le ha sentado fatal, al verse retratada por los cuatro costados. Cerezales, con quien se casa embarazada de dos meses en otra muestra de su espíritu libre, le dice que la literatura no es autobiografía... Empiezan las inhibiciones y presiones: tendrá cinco hijos entre 1946 y 1957 y las necesidades económicas la fuerzan a un articulismo olvidable y a unos cuentos algo mejores (La llamada, 1954). Nueva huida: así retrasa afrontarse a otra novela. Lo detecta y se lo dice Ramón J. Sender desde su exilio en EE UU. Será el único intelectual que la respetará. "Nada está escrita con toda libertad y fuerte componente autobiográfico; forzada por las inhibiciones, se volvió muy costumbrista: quería que su obra no transparentara". La tumba la sellaría Cerezales, de quien se separará en 1970 con la condición de que firmara ante notario que no podría escribir nada sobre sus 24 años de vida conyugal. "Mi pulverización como ser humano".
- Mujeres, anfetaminas, tarot. La vocación se le fue esfumando poco a poco. En 1964, confiesa: "soy una mala escritora". Desesperada, vive ya desde 1952 una etapa de misticismo religioso. Queda para rezar por las mañanas con una nueva amiga, Lili Álvarez, famosísima tenista finalista en Wimbledon. Pero esa conversión religiosa parece ser fruto del amor: se dibuja una pulsión homosexual."Siempre buscó mujeres fuertes, bíblicas, pero no creo que consumara su homosexualidad: se reprimió".
Ni viajando de verdad (París, EE UU, Roma...) se aleja de sus dificultades. Al contrario, recrudecen: desde los 60 avanza una enfermedad neurovegetativa y vive en un constante tiovivo emocional, quizá debido al Minilip, medicación a base de anfetaminas para adelgazar. "Digamos que le acabó gustando la química", suaviza la biógrafa. "Escribir me da una pereza casi invencible (...). Me horroriza, pero así, patológicamente, cualquier forma de aparición en público". Escribe, cuando puede, y rompe. Nada le gusta. Tanto, que ni devolverá nunca corregidas las galeradas que en 1973 le hacen llegar de Al volver la esquina. "Sabía que ese libro no estaba ya nada bien", cree Caballé. La desesperación la llevó a aficionarse al tarot, al que acabaría consultando su vida. Pero llegó a un bloqueo físico y mental que no podía ni levantarse de la cama, ni firmar un cheque. "Tengo que realizar algo bueno, malo o regular, pero realizarlo", se grita. El 28 de febrero de 2004 falleció, quizá con la sensación de que los fantasmas habían ganado.


Ahora, unas páginas de Nada:
Al amanecer, las ropas de la cama, revueltas, estaban en el suelo. Tuve frío y las atraje sobre mi cuerpo.
Los primeros tranvías empezaban a cruzar la ciudad, y amortiguado por la casa cerrada, llegó hasta mí el tintineo de uno de ellos, como en aquel verano de mis siete años, cuando mi última visita a los abuelos. Inmediatamente tuve una percepción nebulosa, pero tan vívida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvías, cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita improvisada para cerrar las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. O por las noches, cuando el calor no me dejaba dormir y el traqueteo subía la cuesta de la calle de Aribau, mientras la brisa traía olor a las ramas de los plátanos, verdes y polvorientos, bajo el balcón abierto. Barcelona era también unas aceras anchas, húmedas de riego, y mucha gente bebiendo refrescos en un café... Todo lo demás, las grandes tiendas iluminadas, los autos, el bullicio, y hasta el mismo paseo del día anterior desde la estación, que yo añadía a mi idea de la ciudad, era algo pálido y falso, construido artificialmente como lo que demasiado trabajado y manoseado pierde su frescura original.
Sin abrir los ojos sentí otra vez una oleada venturosa y cálida. Estaba en Barcelona. Había amontonado demasiados sueños sobre este hecho concreto para no parecerme un milagro aquel primer rumor de la ciudad diciéndome tan claro que era una realidad verdadera como mi cuerpo, como el roce áspero de la manta sobre mi mejilla. Me parecía haber soñado cosas malas, pero ahora descansaba en esta alegría.
Cuando abrí los ojos vi a mi abuela mirándome. No a la viejecita de la noche anterior, pequeña y consumida, sino a una mujer de cara ovalada bajo el velillo de tul de un sombrero a la moda del siglo pasado. Sonreía muy suavemente, y la seda azul de su traje tenía una tierna palpitación. Junto a ella, en la sombra, mi abuelo, muy guapo, con la espesa barba castaña y los ojos azules bajo las cejas rectas.
Nunca les había visto juntos en aquella época de su vida, y tuve curiosidad por conocer el nombre del artista que firmaba los cuadros. Así eran los dos cuando vinieron a Barcelona hacía cincuenta años. Había una larga y difícil historia de sus amores —no recordaba ya bien qué..., quizás algo relacionado con la pérdida de una fortuna—. Pero en aquel tiempo el mundo era optimista y ellos se querían mucho. Estrenaron este piso de la calle de Aribau, que entonces empezaba a formarse. Había muchos solares aún, y quizás el olor a tierra trajera a mi abuela reminiscencias de algún jardín de otros sitios. Me la imaginé con ese mismo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, entrando por primera vez en el piso vacío, que olía aún a pintura. "Me gustará vivir aquí —pensaría al ver a través de los cristales el descampado—, es casi en las afueras, ¡tan tranquilo!, y esta casa es tan limpia, tan nueva...". Porque ellos vinieron a Barcelona con una ilusión opuesta a la que a mí me trajo: el descanso, en un trabajo seguro y metódico. Fue su puerto de refugio la ciudad que a mí se me antojaba como palanca de mi vida.
Aquel piso de ocho balcones se llenó de cortinas —encajes, terciopelos, lazos—; los baúles volcaron su contenido de fruslerías, algunas valiosas. Relojes historiados dieron a la casa su latido vital. Un piano —¿cómo podía faltar?—, sus lánguidos aires cubanos en el atardecer.
Aunque no eran muy jóvenes tuvieron muchos niños, como en los cuentos... Mientras tanto, la calle de Aribau crecía. Casas tan altas como aquélla y más altas aún formaron las espesas y anchas manzanas. Los árboles estiraron sus ramas y vino el primer tranvía eléctrico para darle su peculiaridad. La casa fue envejeciendo, se le hicieron reformas, cambió de dueños y de porteros varias veces, y ellos siguieron como una institución inmutable en aquel primer piso.
Cuando yo era la única nieta pasé allí las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro también desbordaba; había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era encantador. Todos los tíos me compraban golosinas y me premiaban las picardías que hacía a los otros. Los abuelos tenían ya el pelo blanco, pero eran aún fuertes y reían todas mis gracias. ¿Todo esto podía estar tan lejano?...
Tenía una sensación de inseguridad frente a todo lo que allí había cambiado, y esta sensación se agudizó mucho cuando tuve que pensar en enfrentarme con los personajes que había entrevisto la noche antes. "¿Cómo serán?", pensaba yo. Y estaba, allí, en la cama, vacilando, sin atreverme a afrontarlos.
La habitación con la luz del día había perdido su horror, pero no su desarreglo espantoso, su absoluto abandono. Los retratos de los abuelos colgaban torcidos y sin marco de una pared empapelada de oscuro con manchas de humedad, y un rayo de sol subía hasta ellos.
Me complací en pensar en que los dos estaban muertos hacía años. Me complací en pensar que nada tenía que ver la joven del velo de tul con la pequeña momia irreconocible que me había abierto la puerta. La verdad era, sin embargo, que ella vivía, aunque fuera lamentable, entre la cargazón de trastos inútiles que con el tiempo se habían ido acumulando en su casa.
Tres años hacía que, al morir el abuelo, la familia había decidido quedarse sólo con la mitad del piso. Las viejas chucherías y los muebles sobrantes fueron una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados de tapiar la puerta de comunicación amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya se quedó la casa en el desorden provisional que ellos dejaron.
Vi, sobre el sillón al que yo me había subido la noche antes, un gato despeluzado que lamía sus patas al sol. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que le rodeaba. Me miró con sus grandes ojos al parecer dotados de individualidad propia; algo así como si fueran unos lentes verdes y brillantes colocados sobre el hociquillo y sobre los bigotes canosos. Me restregué los párpados y volví a mirarle. Él enarcó el lomo y se le marcó el espinazo en su flaquísimo cuerpo. No pude menos de pensar que tenía un singular aire de familia con los demás personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones. Le sonreí y empecé a vestirme.
Al abrir la puerta de mi cuarto me encontré en el sombrío y cargado recibidor hacia el que convergían casi todas las habitaciones de la casa. Enfrente aparecía el comedor, con un balcón abierto al sol. Tropecé, en mi camino hacia allí, con un hueso, pelado seguramente por el perro. No había nadie en aquella habitación, a excepción de un loro que rumiaba cosas suyas, casi riendo. Yo siempre creí que aquel animal estaba loco. En los momentos menos oportunos chillaba de un modo espeluznante. Había una mesa grande con un azucarero vacío abandonado encima. Sobre una silla, un muñeco de goma desteñido.
Yo tenía hambre, pero no había nada comestible que no estuviera pintado en los abundantes bodegones que llenaban las paredes, y los estaba mirando, cuando me llamó tía Angustias.
El cuarto de mi tía comunicaba con el comedor y tenía un balcón a la calle. Ella estaba de espaldas, sentada frente al pequeño escritorio. Me paré, asombrada, a mirar la habitación porque aparecía limpia y en orden como si fuera un mundo aparte en aquella casa. Había un armario de luna y un gran crucifijo tapiando otra puerta que comunicaba con el recibidor; al lado de la cabecera de la cama, un teléfono.
La tía volvía la cabeza para mirar mi asombro con cierta complacencia.
Estuvimos un rato calladas y yo inicié desde la puerta una sonrisa amistosa.
—Ven, Andrea —me dijo ella—. Siéntate.
Observé que con la luz del día Angustias parecía haberse hinchado, adquiriendo bultos y formas bajo su guardapolvo verde, y me sonreí pensando que mi imaginación me jugaba malas pasadas en las primeras impresiones.
—Hija mía, no sé cómo te han educado...
(Desde los primeros momentos, Angustias estaba empezando a hablar como si se preparase para hacer un discurso.)
Yo abrí la boca para contestarle, pero me interrumpió con un gesto de su dedo.
—Ya sé que has hecho parte de tu bachillerato en un colegio de monjas y que has permanecido allí durante casi toda la guerra. Eso, para mí, es una garantía. Pero... esos dos años junto a tu prima —la familia de tu padre ha sido siempre muy rara—, en el ambiente de un pueblo pequeño, ¿cómo habrán sido? No te negaré, Andrea, que he pasado la noche preocupada por ti, pensando... Es muy difícil la tarea que se me ha venido a las manos. La tarea de cuidar de ti, de moldearte en la obediencia... ¿Lo conseguiré? Creo que sí. De ti depende facilitármelo.
No me dejaba decir nada y yo tragaba sus palabras por sorpresa, sin comprenderlas bien.
—La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda España no hay una ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona... Estoy preocupada con que anoche vinieras sola desde la estación. Te podía haber pasado algo. Aquí vive la gente aglomerada, en acecho unos contra otros. Toda prudencia en la conducta es poca, pues el diablo reviste tentadoras formas... Una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza. ¿Me entiendes?
—No, tía. Angustias me miró.
—No eres muy inteligente, nenita.
Otra vez nos quedamos calladas.
Te lo diré de otra forma: eres mi sobrina; por lo tanto, una niña de buena familia, modosa, cristiana e inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tú en Barcelona encontrarías multitud de peligros. Por lo tanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi permiso. ¿Entiendes ahora?
—Sí.
—Bueno, pues pasemos a otra cuestión. ¿Por qué has venido? Yo contesté rápidamente:
—Para estudiar.
(Por dentro, todo mi ser estaba agitado con la pregunta.)
—Para estudiar letras, ¿eh?... Sí, ya he recibido una carta de tu prima Isabel. Bueno, yo no me opongo, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás a nosotros, los parientes de tu madre. Y que gracias a nuestra caridad lograrás tus aspiraciones.
—Yo no sé si tú sabes...
—Sí; tienes una pensión de doscientas pesetas al mes, que en esta época no alcanzará ni para la mitad de tu manutención... ¿No has merecido una beca para la universidad?
—No, pero tengo matrículas gratuitas.
—Eso no es mérito tuyo, sino de tu orfandad. Otra vez estaba ya confusa, cuando Angustias reanudó la conversación de un modo insospechado.
—Tengo que advertirte algunas cosas. Si no me doliera hablar mal de mis hermanos te diría que después de la guerra han quedado un poco mal de los nervios... Sufrieron mucho los dos, hija mía, y con ellos sufrió mi corazón... Me lo pagan con ingratitudes, pero yo les perdono y rezo a Dios por ellos. Sin embargo, tengo que ponerte en guardia...
Bajó la voz hasta terminar en un susurro casi tierno:
—Tu tío Juan se ha casado con una mujer nada conveniente. Una mujer que está estropeando su vida... Andrea, si yo algún día supiera que tú eras amiga de ella, cuenta con que me darías un gran disgusto, con que yo me quedaría muy apenada...
Yo estaba sentada frente a Angustias en una silla dura que se me iba clavando en los muslos bajo la falda. Estaba además desesperada porque me había dicho que no podría moverme sin su voluntad. Y la juzgaba, sin ninguna compasión, corta de luces y autoritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mi vida, que aún no sé si éste era verdadero. Lo cierto es que cuando se puso blanda al hablarme mal de Gloria, mi tía me fue muy antipática. Creo que pensé que tal vez no me iba a resultar desagradable disgustarla un poco, y la empecé a observar de reojo. Vi que sus facciones, en conjunto, no eran feas y sus manos tenían, incluso, una gran belleza de líneas. Yo le buscaba un detalle repugnante mientras ella continuaba su monólogo de órdenes y consejos, y al fin, cuando ya me dejaba marchar, vi sus dientes de color sucio...
—Dame un beso, Andrea —me pedía ella en ese momento.
Rocé su pelo con mis labios y corrí al comedor antes de que pudiera atraparme y besarme a su vez.
En el comedor había gente ya. Inmediatamente vi a Gloria que, envuelta en un quimono viejo, daba a cucharadas un plato de papilla espesa a un niño pequeño. Al verme, me saludó sonriente.
Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la única que sentía en la garganta el sabor a polvo que da la tensión nerviosa.

1 comentario:

CORNIA MIRAMONTES dijo...

La vida de Carmen Laforet, me parece muy triste, pero más misogino interpreto, este texto, ella ya esta muerta, y su genialidad pese a quien le pese es, y fue, y sigue influyendo a muchas estudiantes, que tienen el sueño de estudiar letras, y dejar su pueblo natal, si es o no homosexual eso no esta en discución, al fin y al cabo, todo es mera especulación.Además eso de cronometrar el tiempo que pario a sus hijos, se me hace aun más misogino, y pasar unos fragmentos de la novela nada absurdo, porque no un analisis más profundo de su obra, o del papel de la mujeres, en la epoca más sanguinaria de España el franquismo