domingo, 9 de mayo de 2010

LECTURA. NOVELA ESPAÑOLA. "La ciudad de los prodigios" (2), de Eduardo Mendoza

En las primeras páginas, podemos conocer un poco de la historia de Cataluña y de Barcelona:

La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente:
En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. Luego vino la represión oficial: los catalanes fueron ejecutados a centenares; para escarnio y lección sus cabezas fueron ensartadas en picas y expuestas en los puntos más concurridos del Principado. Millares de prisioneros fueron destinados a trabajos forzosos en lugares remotos de la península e incluso en América; todos ellos murieron con los grilletes puestos, sin haber vuelto a ver su patria querida. Las mujeres jóvenes fueron usadas para solaz de la tropa; esto provocó una carestía de mujeres casaderas que aún perdura en Cataluña.
Muchos campos de cultivo fueron arrasados y sembrados de sal para volver la tierra estéril; los frutales fueron arrancados de raíz. Se intentó exterminar el ganado y en especial la vaca pirenaica, tan apreciada; este exterminio no pudo llevarse a término porque algunas reses huyeron a las montañas donde sobrevivieron en estado salvaje hasta bien entrado el siglo XIX; sólo así lograron salvarse de las cargas feroces de la caballería, de las descargas de la artillería y de las bayonetas de la infantería. Los castillos fueron derruidos y sus sillares utilizados para cercar de murallas algunas poblaciones: de este modo las convertían virtualmente en presidios. Los monumentos y estatuas que adornaban los paseos y las plazas fueron triturados, reducidos a polvo. Los muros de los palacios y edificios públicos fueron recubiertos de cal y sobre este revestimiento fueron pintadas figuras obscenas y fueron grabadas frases procaces u ofensivas. Las escuelas fueron convertidas en establos y viceversa; la Universidad de Barcelona, donde se habían educado y donde habían enseñado figuras preclaras, fue clausurada; el edificio que la albergaba fue desmontado piedra a piedra; con estas piedras fueron cegados los acueductos, los canales y las acequias que abastecían de agua la ciudad y los huertos colindantes. El puerto de Barcelona fue sembrado de escollos; fueron arrojados al mar tiburones traídos especialmente de las Antillas en cisternas para que infestaran las aguas del Mediterráneo. Por fortuna este medio les fue adverso: los que no murieron por causa del clima o de la ingestión de moluscos emigraron a otras latitudes por el estrecho de Gibraltar, a la sazón ya en poder de los ingleses. De todas estas medidas dieron cuenta al rey. Tal vez, dijo éste, a los catalanes no les baste este escarmiento. Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. Un escritor francés lo ha calificado de "roi fou, brave et dévot". Se casó con una italiana, Isabel de Farnesio, y murió demente. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes, al igual que de los sicilianos y napolitanos, de los criollos de ultramar, de los canarios, de los filipinos y de los indochinos, todos ellos súbditos de la Corona de España. Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio "la Ciudadela". En ella vivía el gobernador, aislado por completo de la población: en todo había sido imitado el sistema colonial más rígido. En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. A la sombra de los bastiones los barceloneses llevaban una vida servil, lloraban de nostalgia y de rabia. Una o dos veces trataron de tomar la fortificación por asalto, pero fueron rechazados sin dificultad; tuvieron que abandonar el campo, que quedó sembrado de bajas. Los defensores se burlaban de los asaltantes: asomados a las troneras orinaban sobre los muertos y los heridos. A cambio de este placer inicuo no podían abandonar el recinto ni mezclarse con la población civil, que los odiaba; toda diversión les estaba vedada: eran prisioneros de la situación. Los soldados, privados de la compañía de las mujeres, se daban a la sodomía y descuidaban la higiene personal: la Ciudadela se convirtió en un foco de enfermedades de todo tipo. Unos y otros mirando las cosas con serenidad pedían a los sucesivos monarcas que pusieran fin a aquel símbolo de hostilidad e infamia. Sólo algunos fanáticos defendían la necesidad de su permanencia. Los reyes decían a todo que sí, pero luego daban largas al asunto; así suelen proceder los que ostentan el poder absoluto. A mediados del siglo XIX la Ciudadela había perdido gran parte de su eficacia; los adelantos bélicos habían hecho inútil su función: ya no tenía razón de ser. En 1848, con motivo de un alzamiento popular, el general Espartero había estimado más expeditivo bombardear Barcelona desde la colina de Montjuich.
Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. El terreno que ocupaba y los edificios que había allí fueron donados a la ciudad, como para borrar tanto dolor acumulado. Algunos de aquellos edificios fueron arrasados justificadamente; otros permanecen aún en pie. Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. Era un contraste conmovedor ver cómo ahora arraigaban los árboles y brotaban las flores en aquella explanada donde se habían cometido tantas atrocidades, donde poco antes se había levantado el cadalso. También fue construido allí un lago y una fuente colosal que llevaba por nombre "la Cascada". A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela".

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