Para ser realmente grande, hay que estar con la gente, no por encima de ella.
–Montesquieu
Carlos III fue un gobernante inusual e irrepetible. Siempre intentó legislar de cara a mejorar la vida de sus súbditos en vez de añadir sufrimiento al respetable. Poco dado a medrar por palacio y a la pompa cortesana, se escapaba con bastante frecuencia a cazar perdices, gamos y piezas varias en los alrededores de Madrid, eso sí, con su cuaderno de campo en el que tomaba buena nota de sus reflexiones para construir un reino mejor. Era un rey vocacional, que no ornamental. Es posiblemente la mejor encarnación o representación del despotismo ilustrado.
Mas, mientras que lo relativo a su gestión intramuros culminaba por lo general con éxito a través de la potenciación de la obra civil, mejora de la legislación, renovación de la Armada, el agro, un avanzado sistema postal, la introducción de la lotería, una embrionaria seguridad social para atender a las viudas y huérfanos de guerra y otras apuestas de calado, los berenjenales de la política internacional y su equivocada alianza en el Pacto de Familia con Francia le traerían una serie de disgustos sobrevenidos; además, como corolario de todos los males, el Diktat en los mares lo detentaban los ingleses para variar y las colonias tenían el trasero a la intemperie, habida cuenta nuestra endémica debilidad en los mares y a pesar de ser un imperio de enormes proporciones transoceánicas.
Carlos IV, su sucesor, abandonaría a la Marina a su suerte hasta tal punto que los ingleses años después en Trafalgar se dedicarían al tiro al blanco con excelentes resultadosPero si algo hizo bien Carlos III fue rodearse de competentes y sabios muñidores de actuaciones cuasi revolucionarias en su firme apuesta por la renovación del estado con una clara visión de futuro. Entre ellos destacarían Zenón de SomadevillaMarqués de la Ensenada de corte francófilo y Don José de Carvajal, de carácter más anglófilo, heredados de la administración de su padre más que producto de una elección propia. Ambos, enormes y comprometidos patriotas intentarían mantener el país estabilizado y distante de la fagocitadora voracidad de las guerras en curso para devolverle el pulso después de dos siglos de incesante sangría. Los dos, al alimón, apoyados en una comprometida amistad entre ellos y su rey, renovarían hasta los cimientos la hacienda y la administración públicas.
Unos sabios consejeros
El enorme y emprendedor Marqués de la Ensenada crearía una poderosa flota de proporciones comedidas y realistas para combatir la piratería rampante de los anglos. Más de ciento veinticinco navíos y fragatas de un impecable y avanzado diseño serian botados en un plazo de una docena de años. Lamentablemente, Carlos IV, su sucesor, abandonaría a la Marina a su suerte hasta tal punto que los ingleses años después en Trafalgar se dedicarían al tiro al blanco con excelentes resultados ganando una de las más famosas batallas navales de la historia.
En los siempre bulliciosos mentideros de la Corte, se murmuraba que Carlos III no era hijo de Felipe V y sí del cardenal Alberoni, clérigo muy hábil preparando los canelonesDe idéntica manera intentó sacar del secular sopor a una esclerotizada sociedad española que se había dormido en los laureles de una merecida memoria que ya no daba más en su generosa elasticidad. Luchó contra los anquilosados privilegios de la Mesta, que en su hegemónica condición de propietaria de los pastos infectaba de inutilidad una naciente y balbuceante agricultura, que este noble rey dinamizaría con algunas contundentes leyes que despojarían a los ganaderos de ciertas prebendas. Asimismo, combatió la holganza de los hidalgos que medraban en las periferias de la Corte y dignificó la palabra "trabajo" que en ciertos círculos aristocráticos era sinónimo de peste o castigo divino.
En su historial de luces y sombras, quedan para la posteridad los patinazos dados en el tema del motín de Esquilache por la cuestión de los chambergos o casacas típicas de la época y el afán de su ministro por meter la tijera de manera indiscriminada en los atuendos de los españoles. Por otro lado, el Pacto de Familia con los franceses nos trajo algunos disgustos por los compromisos contraídos ya que el eterno contencioso con los ingleses empezaba a eternizarse.
Estatua ecuestre de Carlos III en Madrid. (Carlos Delgado/CC)Estatua ecuestre de Carlos III en Madrid. (Carlos Delgado/CC)
Con la Iglesia hemos topado
Como siempre, la institución eclesial, en su secular injerencia en los asuntos civiles, no aceptaba los ultramontanos vientos del norte y las ideas disolventes de la revolución francesa promovidas por Rousseau, Voltaire y otros librepensadores, lo cual generaba una convivencia compleja entre el rey ilustrado y los apolillados prebostes. En uno de los asaltos de este permanente cuerpo a cuerpo salieron los jesuitas centrifugados por su presunta intervención en el ya referido motín de Esquilache.
Este rey aborrecía el lujo y las alharacas, era de una austeridad anormal y daba poca guerra a su sastre al que al parecer tenia conservado en naftalinaEl caso es que, en los siempre bulliciosos mentideros de la Corte, se murmuraba que Carlos III no era hijo de Felipe V y sí del cardenalAlberoni, clérigo muy hábil preparando los canelones –plato favorito de Isabel de Farn esio–, con los que aplacaba a la iracunda criatura especializada en el “tiro al plato”, entendida esta lúdica actividad como un mero lanzamiento de vajilla a su siempre atemorizada servidumbre palaciega, que vivía en un sinvivir permanente por los frecuentes ataques de ira de la interfecta, ya que al parecer su maridito no le daba mucho juego horizontal y los ansiolíticos todavía no habían hecho acto de presencia.
Este rey aborrecía el lujo y las alharacas, era de una austeridad anormal y daba poca guerra a su sastre al que al parecer tenia conservado en naftalina.En treinta años le confeccionaría no más allá de diez casacas que invariablemente tenían siempre las mismas medidas.
Mientras que con su infatigable carabina estragaba la cabaña nacional, hombres de probada confianza de la talla de Floridablanca, Olavide, Campomanes y otros no menos preparados, le resolvían los problemas de la tramoya estatal. Siendo rey de Nápoles y por imperativo paterno-materno se casaría de mala gana con María Amalia de Sajonia, una rubicunda rubita espigada, compendio de virtudes que al parecer tenia la manía de alumbrar féminas. Como no paría hijo varón y la línea sucesoria era excluyente con las hembras, existía una honda preocupación en la Corte. Finalmente quiso el creador que pariera al epiléptico e imbécil infante Felipe al que rápidamente incapacitaría su padre. Al parecer la caprichosa fortuna sonreiría de nuevo a la Corona con otro tarado, Felipe IV, a su vez progenitor de otro no menos impresentable, Fernando VII. Tela.
Carlos III gastaría toda su munición amorosa en sus años mozos. Al enviudar con cuarenta y cinco años, no entraría más en trance libidinoso alguno. Eso sí, su desmedida afición cinegética despoblaría los collados y montes madrileños temiendo los pasmados lugareños  por la supervivencia de algunas especies autóctonas.
El reparto de tierras comunales y el troceo de latifundios para su distribució entre los desfavorecidos fue un hito que tuvo que enfrentar no sin sortear dificultades obviasA pesar de estar rodeado de monarquías absolutistas, este ecuánime rey impulsó reformas por doquier. El reparto de tierras comunales y el troceo de latifundios para su distribución entre los desfavorecidos fue un hito que tuvo que enfrentar no sin sortear dificultades obvias. Enfrente tenía a los eclesiásticos y a la aristocracia, casi nada. Finalmente, su tenaz apuesta en este sentido, alumbraría en Sierra Morena la población de La Carolina, modelo de apuesta audaz y equilibrada. Doce mil campesinos a los que se adjudicarían lotes de tierra, material para construir sus viviendas y aperos de labranza, crearían un polo de desarrollo singular.
En 1788, quiso el caprichoso destino que este enorme hombre de imaginación portentosa dejara este trámite vital y pasara al lado en donde pocos son los elegidos por la memoria colectiva para ser honrados a perpetuidad.
Carlos III, el primero, un grande, único, irrepetible.