viernes, 24 de octubre de 2014

PRENSA. CIENCIA. "¿Cómo consiguieron las cebras sus rayas?"

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¿Cómo consiguieron las cebras sus rayas?

¿Cómo consiguieron las cebras sus rayas?
25 de agosto de 2014

Este reportaje fue publicado originalmente en inglés bajo licencia CC-BY en Mosaic, una iniciativa de la Wellcome Trust. Ha sido traducido por Miriam Zaitegui.
En 1952, un matemático publicó unas ecuaciones para explicar los patrones que observamos en la naturaleza, desde el estampado de rayas de una cebra a la forma en espiral de los tallos de algunas plantas, e incluso el complejo proceso que convierte una pelota de células en un organismo. Su nombre,Alan Turing.
Es más famoso por lograr descifrar los códigos de la máquina nazi Enigma y por su contribución a las matemáticas, a las ciencias de la computación y a la inteligencia artificial, lo que hace aún más sorprendente el hecho de que Turing albergara tanto interés en los patrones que se dan en la naturaleza. De hecho, esta inquietud era una extensión de su fascinación por el funcionamiento de la mente humana y por las razones ocultas de la vida.
La fama secreta de Turing durante la guerra decayó hacia 1950, quedando desterrado a los austeros confines industriales de la Universidad de Manchester. En teoría su trabajo allí consistía en desarrollar programas para uno de los primeros ordenadores electrónicos – un buen surtido de válvulas, cables y tubos – pero fue dado de lado por ingenieros de dedos grasientos, más interesados en tuercas y tornillos que en números. Esta desconexión fue seguramente provocada por el mismo Turing, más que por sus compañeros, ya que la atención de Turing se alejaba cada vez más de las cuestiones informáticas hacia las grandes preguntas sobre la vida.
Era un buen momento para entusiasmarse con la biología. Investigadores de todo el mundo intentaban controlar la naturaleza de los genes, y James Watson y Francis Crick estaban a punto de desvelar la estructura del ADN, en 1953. Existía también un interés creciente en cibernética –la idea de seres vivos como ordenadores biológicos que podían ser deconstruidos, hackeados y reconstruidos. Turing fue rápidamente adoptado por un grupo de científicos y matemáticos pioneros conocidos como el Ratio Club, donde sus ideas sobre inteligencia artificial y aprendizaje automático eran bienvenidas y alentadas.
En contra del interés general, Turing escogió un área que ya le fascinaba desde antes de la guerra. La embriología – el estudio de la formación de un bebé desde un solo óvulo fecundado – había sido un tema candente a principios del siglo XX, pero se paralizó cuando los científicos se dieron cuenta de la falta de herramientas tecnológicas, así como de la carencia de un marco científico en el que desarrollar sus investigaciones. Quizá, según manifestaron algunos pensadores, los más profundos secretos de la vida, eran fundamentalmente inaccesibles.
Turing vio en todo esto una relación. Si un ordenador podía ser programado para calcular, entonces el funcionamiento de un organismo biológico podría seguir algún tipo de lógica parecida. Se puso a trabajar recolectando flores en el campo de Cheshire, escudriñando los patrones de la naturaleza. Después vinieron las ecuaciones, complejas, fieras rebeldes que no podían ser resueltas por manos ni cerebros humanos. Afortunadamente, el último ordenador, un Ferranti Mark, acababa de llegar a Manchester, y Turing no tardó en comenzar a procesar los datos.
Poco a poco, su “teoría matemática de la embriología”, tal y como él la llamó, comenzó a tomar forma. Como todas las buenas ideas científicas, la teoría de Turing era elegante y simple: cualquier patrón natural repetido podía ser consecuencia de la interacción de dos elementos  moléculas, células, o lo que sea – con unas características específicas. A través de un principio matemático que él llamó “reacción–difusión”, estos dos componentes podían organizarse de forma espontánea en manchas, rayas, anillos, espirales o moteados.
En concreto su atención se concentró en los morfógenos, las por entonces desconocidas moléculas que controlan la forma y estructura de los organismos durante su desarrollo. La identificación e interacción de estos químicos eran, por entonces, tan enigmáticos como el epónimo código de la guerra. Gracias a los experimentos pioneros realizados con ranas, moscas y embriones de erizos de mar de principios del siglo XX – que requerían cortar y pegar meticulosamente pequeñísimos trozos de tejido en otros pequeñísimos trozos de tejido – los biólogos descubrieron dónde se encontraban estas moléculas. Pero no tenían ni idea de cómo funcionaban.
A pesar de que la naturaleza de los morfógenos era un misterio, Turing creyó haber descifrado su código. Su artículo Las bases químicas de la morfogénesis se publicó en la Philosophical Transactions of the Royal Society en agosto de 1952. Por desgracia, Turing no vivió lo suficiente como para saber que estaba en lo cierto. Se suicidó en 1954, debido a una condena por “ultraje contra la moral pública” y la consiguiente castración química, la pena por ser gay declarado en tiempos de intolerancia. Durante esos breves dos años hubo escasos indicadores de lo que sus escurridizos patrones supondrían en los siguientes 60, durante los cuales, biólogos y matemáticos batallaron entre los mundos paralelos de la embriología y la informática.

Un aporte extraordinario

En una estrecha oficina de Londres, escondida en alguna parte de la planta 27 del Guy’s Hospital, el profesor Jeremy Green del King’s College London apunta a una pantalla. Un programa que simula los patrones de Turing discurre en una ventana. Arriba, a la izquierda hay un cuadrado relleno con rayas retorcidas parecidas a las de las cebras. Junto a él hay un panel de ecuaciones indescifrables. “Es extraordinario que Turing llegara aquí de la nada, no es para nada intuitivo”, manifiesta Green, mientras apunta con un dedo a los símbolos. “Pero las ecuaciones son mucho menos aterradoras de lo que pensáis”.
La base del sistema de Turing es que hay dos componentes, los cuales pueden dispersarse en el espacio (o por lo menos comportarse como si lo hicieran). Estos podrían ser desde las ondas de arena de una duna a dos químicos moviéndose a través de una sustancia pegajosa que mantiene las células de un embrión en desarrollo unidas. La clave es que sean lo que sean, los dos componentes se dispersan a velocidades diferentes, uno más rápido que otro.
Uno de los componentes puede auto-activarse, es decir, que puede hacer réplicas de sí misma. Pero este activador también produce un segundo componente, un inhibidor que desactiva al activador. Por ello, es indispensable que el inhibidor se mueva a un ritmo más rápido que el activador a través del espacio.
La belleza de este sistema de Turing es que es autosuficiente, proactivo y autoorganizado. Según Green, todo lo que necesita para funcionar es una pizca de activador. Lo primero que va a hacer es replicarse. ¿Y qué es lo que evita que se replique eternamente? Cuando alcanza un determinado nivel se enciende el inhibidor, que sirve para pararlo.
“Para entenderlo hay que pensar que cuando el activador se desarrolla tiene ventaja”, dice Green. “Así que al final, por decirlo de alguna manera, tienes una línea negra, pero entonces aparece el inhibidor que se dispersa a más velocidad. Llega un momento en el que alcanza al activador en el espacio y lo para en el camino. El resultado es una raya”.
Con estos sencillos componentes podemos explicar un mundo de patrones. Las extraordinarias ecuaciones son sólo una forma de describir esos dos elementos. Lo único que hay que hacer es ajustar las condiciones, o “parámetros”. Los distintos ritmos de dispersión y declive, o los cambios en la eficacia del activador para activarse y del inhibidor para desactivarlo, alteran sutilmente el patrón creando lunares o rayas, espirales o manchas.
A pesar de su elegancia y sencillez, la idea de reacción-difusión de Turing ganó poco terreno a los biólogos del desarrollo de la época. Y sin el autor para defender sus ideas, estas quedaron confinadas entre un grupo de matemáticos. Al no existir una base científica sólida para demostrar que los mecanismos de Turing jugaban un papel importante en cualquier ser vivo, estos quedarían como una genial pero irrelevante distracción.
Los biólogos lidiaban con un misterio mayor: cómo una pequeña masa amorfa de células se organiza para crear una cabeza, rabo, brazos, piernas y todo aquello que conforma un nuevo organismo.
A final de la década de los 60 surgió una nueva explicación, liderada por el eminente y persuasivo embriólogo Lewis Wolpert y apoyada por una legión de biólogos del desarrollo. El concepto de “información posicional” sugiere que las células de un embrión en desarrollo perciben dónde están gracias a un mapa inherente de señales moleculares (los misteriosos morfógenos). Para ilustrarlo, Wolpert ondea la bandera francesa.
Imagina un bloque rectangular de células dentro del marco de la bandera. Una línea de células a lo largo del lado izquierdo libera un morfógeno – llamémosle Striper – que gradualmente se difunde creando una sutil señal de gradiente, de más alta a más baja desde la izquierda hacia la derecha. Las células se comportarán de distintas maneras según vayan percibiendo la presencia de Striper alrededor de ellas. Las que están a la izquierda se vuelven azules porque los niveles de Striper se encuentran por encima de un determinado umbral, aquellas que están en el centro detectan niveles medios de Striper y se vuelven blancas, mientras aquellas que están más alejadas, a la derecha y por tanto nadando en bajos niveles de Striper, se vuelven rojas. Et voilá, la bandera francesa.
El modelo de bandera de Wolpert era sencillo de comprender, y los biólogos lo aceptaron en seguida. Lo único que había que hacer para construir un organismo era establecer una serie de gradientes morfogenéticos, y las células sabrán exactamente en qué convertirse; es como pintar con números. Aún más importante, a los investigadores les quedó claro que el modelo funcionaba en la vida real, gracias a los pollos.
Incluso hoy en día, los embriones de pollo siguen siendo atractivos para el estudio del desarrollo animal. Los científicos pueden abrir una ventana en la cáscara de un huevo y observar al polluelo, e incluso manipular el embrión. Además, las alas de pollo tienen tres largas estructuras óseas análogas a nuestros dedos. Cada una es diferente, como las tres franjas de la bandera francesa, haciendo de los pollos un sistema perfecto para testar la idea de Wolpert.
En una serie de importantes experimentos en la década de los 60, John Saunders y Mary Gasseling, de la Wisconsin’s Marquette University, cortaron cuidadosamente una fracción de la parte inferior de un ala de un polluelo en desarrollo –imagine extraer un trozo del borde de la mano, por la zona del dedo meñique– y lo insertaron en la parte superior del “pulgar”. En vez de los tres dedos normales (pulgar, medio y los dedos ‘pequeños’), el pollo resultante tenía un ‘ala espejo’; un dedo pequeño, un medio, un pulgar, pulgar, medio y dedo pequeño. La conclusión obvia fue que la región de la base del ala producía un gradiente morfogenético. En las zonas con elevado nivel de gradientese ordena a las células que produzcan dedos pequeños, los niveles medios generan dedos medios y los niveles bajos, pulgares.
Era difícil oponerse a un resultado tan definitivo. Pero el fantasma de Turing estaba al acecho.

El patrón de los dedos

En 1979 un físico convertido en biólogo y un químico-físico causaron un poco de revuelo. Stuart Newman y Harry Frish publicaron un artículo en la prestigiosa revista Science en el que demostraban que el mecanismo de Turing podía explicar el patrón de los dedos de un pollo.
Simplificaron el desarrollo tridimensional de la extremidad en un solo plano rectangular y aplicaron ecuaciones de reacción-difusión capaces de generar ondas a partir de un morfógeno imaginario “hacedor de dedos” inherente. Los patrones generados por el modelo de Newman y Frisch son torpes y cuadriculados, pero sin lugar a duda se parecían a los dedos de una mano de robot.
Defendían que el patrón de Turing subyacía en el desarrollo de los dedos, a los que se les daba cada forma particular según algún tipo de gradiente -del tipo explicado con el modelo de bandera francesa- opuesto al gradiente que dirige la creación de los dedos.
“En los 70 se trataba de dar una explicación, y el artículo de Turing tenía en ese momento solo 25 años. Los científicos estaban oyendo hablar de él por primera vez y era interesante,” explica Newman desde el New York Medical College en Estados Unidos. “Fui muy afortunado por contar con biólogos relacionados con la física revisando mi artículo, no había ninguna idea establecida a este respecto y la gente todavía se preguntaba cómo funcionaba”.
Era una alternativa creíble a la idea de gradiente de Wolpert y publicada en una revista prestigiosa. Según Newman, la aceptación fue buena al principio. “Nada más publicarlo, uno de los socios de Wolpert, Dennis Summerbell, me escribió diciendo que había que considerar la idea de Turing, que era muy importante. Después, se hizo el silencio”.
Un año después, la opinión de Summerbell había cambiado. Publicó un artículo junto con el biólogo Jonathan Cooke, donde dejaba claro que ya no consideraba esa idea válida. Newman se sorprendió. “Desde ese momento nadie en su grupo volvió a mencionarlo, con una excepción: el mismo Lewis Wolpert citó una vez nuestro artículo en un informe de un simposio en 1989 para descartarlo”.

Contra la corriente

La mayor parte de la comunidad de biólogos del desarrollo no consideraba los patrones de Turing relevantes. Los seguidores de la información posicional cerraron filas contra Newman. Las invitaciones para dar conferencias en eventos científicos escaseaban. Era muy difícil publicar artículos o conseguir financiación para estudiar los modelos de Turing. Se publicaban cada vez más artículos científicos apoyando el modelo de bandera francesa.
Newman explica: “Algunos de ellos resultaba que eran editores de revistas; supe de colegas que fueron presionados para mantener nuestras ideas fuera del circuito de publicaciones prestigiosas. En otras áreas se estaba más abierto a nuevas ideas, pero dado el empeño de Wolpert y sus seguidores por defender su idea, esta se convirtió en parte importante de la cultura científica en esta área. Todos los eventos y ediciones especiales de revistas se centraban en ella, así que se convirtió en algo muy difícil de combatir”.
Más tormentas llegaron con la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, un organismo amado por los biólogos del desarrollo. Durante un tiempo se creyó que las rayas regulares que conforman el embrión en desarrollo de la mosca se generaban según el mecanismo de Turing. Pero se descubrió que se producían mediante una intermediación compleja de gradientes de morfógeno que activaban patrones específicos de actividad genética, en un determinado lugar y en un determinado momento, más que mediante un sistema de auto-rayado.
Newman estaba muy decepcionado por la incapacidad de la comunidad científica de tomarse su idea en serio, además de por las horas de trabajo tanto en matemáticas como en el ámbito molecular. Durante décadas, el artículo de Newman y Frisch languideció en la oscuridad, ocupando el mismo lugar que el artículo original de Turing.
En lo más alto del Centro de Regulación Genómica en Barcelona existe una oficina empapelada con llamativas y coloridas fotos de patas de ratón en fase embrionaria. Cada una de ellas muestra claras marcas de huesos en desarrollo dispuestas en una masa amorfa con extremidades incipientes – algo que el responsable de la decoración de la estancia, el biólogo de sistemas James Sharpe está convencido de que puede ser explicado mediante el modelo de Turing.
La idea de Turing es simple, así que no es difícil imaginar como podría explicar los patrones que observamos en la naturaleza. Y este es parte del problema, porque un simple parecido no prueba que el sistema funcione ; es como si viéramos la cara de Jesús en cada tostada. Tomar por biología lo que en realidad son cuentos sobre cómo las cosas deberían ser es un juego peligroso, aún así este tipo de pensamiento también se ha utilizado para justificar el modelo de bandera francesa.
Desde el punto de vista de Sharpe la culpa fue del pollo. “Si los estudios sobre el desarrollo de extremidades hubieran comenzado con un ratón”, mantiene, “la historia hubiera sido diferente”. Su opinión es que ya había un sesgo incorporado en esos estudios, pues los dedos del pollo son fundamentalmente diferentes unos de otros, lo que requeriría instrucciones individuales para cada uno de los (que serían dadas por morfógenos coordinadores, según el modelo de bandera francesa). Esta era una de las críticas en contra del rol de los patrones de Turing en el desarrollo de los dedos, ya que estos sólo podían generar una misma cosa, como una raya o una mancha, una y otra vez.
¿Así que cómo puede un sistema de Turing crear tres dedos diferentes de polluelo? Por fuerza cada uno de ellos tiene que recibir la orden de crecer de una determinada manera según un mapa subyacente de gradiente. Pero un polluelo sólo tiene tres dedos. “Si tuviera 20, sería diferente”, defiende Sharpe, moviendo sus dedos hacia mí como para demostrarlo. “Todos se parecerían mucho más entre ellos”.
Miro mi mano y compruebo que tiene razón. Tengo cuatro dedos y un pulgar, y ninguno de los dedos parece tener ninguna característica particularmente propia. Está claro que hay diferencias sutiles en cuanto al tamaño, pero básicamente son iguales. Según Sharpe, la mejor prueba de que no son tan diferentes viene de una de las más obvias asunciones incorrectas sobre el cuerpo: que los humanos tienen siempre cinco dedos. En realidad el número de dedos de pies y manos no es tan fijo. “No siempre tenemos cinco”, dice, “y es sorprendentemente común tener más”. De hecho, se piensa que uno de cada 500 niños nace con dedos extra en pies o manos. Y mientras que el modelo de bandera francesa no puede explicar esto, el modelo de Turing sí puede.
Por definición, los sistemas de Turing se auto-organizan, creando patrones estables con propiedades específicas dependiendo de determinados parámetros. En el caso de un patrón de rayas, esto significaría que esa misma organización siempre creará rayas con la misma distancia (o longitud de onda, en lenguaje matemático) entre ellas. Si interrumpes el patrón, por ejemplo eliminando un trozo, el sistema intentará rellenar el vacío de un modo muy característico. Mientras que los sistemas de Turing son buenos repitiendo patrones con una longitud de onda estable, como por ejemplo, dedos de talla estándar, son menos buenos contando cuántos han hecho, y de ahí, los dedos extra.
Es muy importante entender que un sistema de Turing concreto sólo puede hacer la misma cosa una y otra vez. Y si miramos atentamente un cuerpo es obvio que hay muchas estructuras que se repiten. En muchos animales, incluyéndonos a nosotros mismos, los dedos de pies y manos son más o menos iguales. Pero, según el modelo de bandera francesa, las estructuras generadas en respuesta a diferentes niveles de morfógeno tendrían que haber sido diferentes. ¿Cómo se explica entonces el hecho de que una misma cosa pueda ser leída independientemente de los niveles de morfógeno?
Sharpe mantiene que el concepto de un “mapa de carretera” molecular subyacente no se sostiene. “No creo que sea una exageración decir que por mucho tiempo la mayor parte de la comunidad científica en el área de la biología del desarrollo ha pensado que existe un océano de gradientes recorriendo cada órgano. Y que debido a que van en distintas direcciones, cada parte de un órgano tiene una coordenada distinta”.
En 2012 –en el centenario de la muerte de Turing y tras 60 años desde la publicación de su “morfogénesis química” – Sharpe demostró que esa idea (al menos en los dedos) es errónea.
La prueba fue claramente expuesta en un artículo de Sharpe y María Ros, de la Universidad de Cantabria, publicada por la revista Science. Ros utilizó técnicas de ingeniería genética para eliminar sistemáticamente miembros de una familia de genes concreta en ratones.
Su objetivo eran los genes Hox, que juegan un papel fundamental en la organización del cuerpo en un embrión en desarrollo, incluyendo los patrones de los dedos de ratón y de las manos humanas.
Deshaciéndose de cualquiera de estos reguladores esenciales podrían esperarse grandes consecuencias, pero lo que los investigadores descubrieron fue muy extraño. Según iban eliminando cada vez más de los 39 genes Hox conocidos en ratones, el resultado eran animales con cada vez más dedos, hasta 15 en el caso del animal con menos genes.
Es importante saber que cuantos más genes Hox se cortaban y más dedos aparecían, el espacio entre ellos se reducía. Así que el incremento en el número de dedos no se debía a un aumento del tamaño de las patas, si no a piezas cada vez más pequeñas encajándose en un mismo espacio, un clásico distintivo del sistema de Turing, nunca observado antes en extremidades de ratón. Cuando Sharpe procesó los números, las ecuaciones de Turing pudieron explicar los dedos extra que Ros y su equipo estaban observando.
Esto sirve para explicar perfectamente los casi-idénticos dedos de ratón, le pregunto, pero no explica por qué los dedos de un pollo son tan diferentes. Sharpe garabatea en un trozo de papel, dibuja un diagrama de Venn de dos circunferencias destartaladas solapadas. A una la llama “PI” por información posicional, a la Wolpert, y a la otra “AO” por “auto-organizada”, refiriéndose a los patrones auto-organizados de Turing. Las golpea con su bolígrafo, y dice, “La respuesta no es que Turing está en lo correcto y Wolpert no, si no que existe una combinación”.
El mismo Wolpert ha reconocido, hasta cierto punto, que el sistema de Turing puede explicar los patrones de los dedos. Pero no puede, por definición, explicar las diferencias entre ellos. Los gradientes de morfógenos tienen que funcionar sobre estos patrones establecidos para poder dar a cada dedo sus características individuales, desde el dedo pulgar al meñique, uniendo la información posicional de Wolpert con la idea de auto-organizativa de Turing.
A lo largo de las dos últimas décadas, la vida real ha ido dando cada vez más ejemplos de que los sistemas de Turing funcionan. En 1990, tres químicos franceses publicaron un artículo en el que mostraban la primera evidencia experimental e inequívoca de una estructura de Turing: descubrieron una franja de manchas regulares en una base de gel en la que se estaba dando una reacción generadora de color – la leyenda del sistema parecía funcionar en el mundo real.
Mientras estudiaba al elegante pez ángel marino, el investigador japonés Shigeru Kondo observó que las rayas de este pez, en vez de aumentar su tamaño con la edad (como ocurre en los mamíferos, por ejemplo, en las cebras), mantenían la misma distancia entre ellas, pero aumentaban en número ramificándose en un intento por rellenar los huecos disponibles. Los modelos informáticos revelaron que el patrón de Turing podría ser la única explicación para este fenómeno. Kondo continuó investigando y descubrió que las rayas longitudinales del pez cebra también podían ser explicadas por el modelo matemático de Turing, en este caso, gracias a la interacción de dos tipos de células, más que a la de dos moléculas.
Resultó que el patrón del pelaje de los felinos, de los guepardos y leopardos y también de los gatos domésticos, era consecuencia del intento de los mecanismos de Turing por rellenar los espacios biológicos en blanco de su piel. La distribución de los folículos capilares en nuestras cabezas y de las plumas en las aves, son también resultado del sistema auto-organizativo de Turing.
Otros investigadores se centran ahora en averiguar cómo las matemáticas de Turing pueden explicar la forma en la que los conductos de un embrión en desarrollo se despliegan una y otra vez para crear nuestros bronquios en rama.

Hasta el paladar

Mientras tanto, en Londres, Jeremy Green también ha descubierto que los pliegues del paladar -esas rugosidades justo por encima de las paletas que se queman fácilmente si te comes un trozo de pizza demasiado caliente- deben su existencia al patrón de Turing. Como ocurre con la piel de los peces, las plumas, pelajes, dientes, rugosidades y los huesos de nuestras manos, James Sharpe cree que hay muchas otras estructuras de nuestro cuerpo que pueden ser resultado de la capacidad auto-organizativa de los patrones de Turing, superpuestos con la información posicional. Para empezar, mientras está claro que nuestros dedos siguen una estructura lineal, los huesos en racimo de nuestra muñeca pueden interpretarse como granos-manchas. Las ecuaciones de Turing permiten explicar esto mediante pequeñas modificaciones en los parámetros.
Sharpe tiene más ideas controvertidas sobre dónde más puede que funcione el sistema; quizá explique el patrón regular de nuestras costillas y las vértebras de nuestra columna. Incluso sospecha que las famosas rayas del embrión de la mosca de la fruta tienen más que ver con los patrones de Turing de lo que se sospecha en el campo de la biología del desarrollo.
Como trabaja en un edificio con un revestimiento de barras de madera horizontales, le pregunto si ve los patrones de Turing en todas partes. “He pasado esa fase”, ríe. “Durante el año del centenario sí que Turing estaba por todas partes. Lo que me parece más interesante es la posibilidad de que hayamos malentendido mucho sistemas y lo fácil que es tendernos trampas a nosotros mismos – y a toda la comunidad- creyéndonos cuentos porque nos cuadran y quedarnos tan contentos.”
Stuart Newman está de acuerdo, su teoría de 1979 sale ahora de las sombras. “Cuando comienzas a tirar de un hilo, se invalidan muchas ideas preconcebidas. Si no se quiere hablar de ello no es porque esté mal – es muy fácil desechar algo que está mal – si no seguramente, porque es correcto. Y creo que esto ha sido exactamente lo que ha ocurrido.”
Despacio pero seguro, los investigadores han ido descifrando el rol de los sistemas de Turing en la creación de estructuras biológicas. Pero hasta hace poco todavía quedaban por descubrir la identidad de los dos componentes que intervienen en la formación de las extremidades. Ese misterio acaba de ser resuelto por James Sharpe y su equipo en un artículo publicado en agosto de 2014, también en la revista Science. Han sido cinco años combinando un delicado trabajo embrionario con un intenso cálculo de números.
Sharpe asumió que los componentes necesarios para desarrollar un patrón de Turing en el caso de las extremidades deberían seguir un patrón lineal -reflejando el estadio temprano en el desarrollo de los dedos – que bien podrían estar activados en los dedos futuros y desactivados en las células destinadas a formar parte de los huecos entre los dedos, o viceversa.
Para encontrarlos, la graduada universitaria Jelena Raspopovic colectó células de una pata de ratón en desarrollo, en las cuales es posible encontrar la mínima actividad genética responsable de la formación de los dedos. Tras separar los dos tipos de células, y un trabajo meticuloso de análisis molecular, aparecieron cuestiones moleculares interesantes. Mediante modelación informática, Sharpe reprodujo con exactitud la aparición gradual de los dedos, reflejo de lo que ya habían visto en las patas de ratón, gracias a los patrones de actividad de estos componentes.
Curiosamente, a diferencia del claro sistema de dos componentes de Turing, Sharpe piensa que en la formación de los dedos intervienen tres tipos de moléculas. Una es Sox9, una proteína que ordena a las células que “fabriquen huesos en un determinado lugar” en los dedos en desarrollo. Los otros son señales enviadas por dos sistemas de mensajería biológica: una denominada BMP (bone morphogenic protein – proteína morfogénica ósea) que activa la Sox9 en los dedos, y otra molécula mensajera conocida como WNT (pronunciado “güint”), que la desactiva en los huecos que hay entre los dedos.
A pesar de que el sistema clásico de Turing sólo hablaba de dos componentes – un activador y un inhibidor – la situación es un poco más complicada que eso. “No parece reducirse a solamente dos elementos,” explica Sharpe. “Las redes biológicas reales son complejas, y en nuestro caso las hemos simplificado a dos vías más que a dos moléculas concretas”.
Esta explicación se vio reforzada cuando le dieron la vuelta al estudio, pasando del modelo simulado al embrión. Otro estudiante de Sharpe, Luciano Marcon, modificó el programa para comprobar que pasaría con los patrones si cada una de estas vías fuera invertida. En la simulación, reducir la señal BMP dio como resultado una pata virtual sin dedos. Por el contrario, invirtiendo la vía del WNT el modelo predijo una extremidad totalmente conformada por dedos fusionados.
Cuando se experimentó en la vida real, utilizando pequeñísimas fracciones de tejido extraídos de embriones en estadio temprano de ratón y crecidos en placas de Petri, estas predicciones resultaron ser ciertas. Tratando los cultivos con sustancias que frenaban estas vías ocurría exactamente lo predicho; o no dedos, o todo dedos. Otra simulación en la que las dos vías se inhibieron al mismo tiempo daba como resultado una predicción de dos o tres dedos gruesos en vez de 5 dedos claramente diferenciados. De nuevo, la utilización de las dos sustancias en un ratón real creó exactamente ese patrón. Poder pasar del modelo informático al embrión y viceversa hizo posible testar y comprobar las predicciones experimentales, lo que ha otorgado la prueba definitiva de que las cosas funcionan como defiende Sharpe.
Y si finalmente su teoría es aceptada, y se logra descifrar cómo y dónde los sistemas de Turing son utilizados en la naturaleza, ¿qué podemos hacer con este conocimiento? Mucho, según Jeremy Green. “Se puede vivir sin las crestas del paladar pero elementos como las válvulas del corazón o el paladar completo, son partes que sí son importantes”, mantiene. “La regeneración médica que trabaja con tecnología de células madre o con terapia celular va a necesitar entender como estas están conformadas. La investigación sobre el factor de crecimiento de 1980 fue la base de las terapias con células madre, y comienzan ahora a usarse en ensayos clínicos, pero inspiraron a toda la comunidad de la medicina regenerativa. Esa es la escala temporal de la que estamos hablando”.
En el Guy’s Hospital Green ve desde primera fila qué es lo que ocurre cuando el desarrollo embrionario va mal. Su departamento está especializado en defectos de nacimiento en el cráneo y la cara, y Green cree que conocer los principios básicos moleculares que subyacen en estas malformaciones es la clave para solucionarlos. “Lo que hemos estado haciendo hasta ahora ha sido muy teórico, y podemos fantasear sobre cómo este conocimiento va a ser útil, pero en 25 años este es el conocimiento que necesitaremos. Entonces se dará por sentado, pero habremos necesitado entender el sistema de Turing para poder construir un cuerpo mejor”.
En sus últimos años de vida Alan Turing logró ver convertido en realidad su sueño matemático  un ordenador programable electrónico –formado por un inestable conjunto de tubos y cables. Ese ordenador era capaz de calcular una pequeña cantidad de números a paso de tortuga. Hoy, cualquier smartphone cuenta con una tecnología informática que Turing jamás hubiera imaginado. Se ha necesitado la duración de casi toda otra vida para convertir su visión biológica en una realidad científica, y resulta ser mucho más que unas cuantas ecuaciones curiosas y una explicación genial.
- Por Kat Arney
[Artículo publicado en Materia]

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