miércoles, 12 de mayo de 2010

VALLE-INCLÁN. NOVELA ESPAÑOLA. "Sonata de primavera", de Valle-Inclán (1866-1936)

Ramón María del Valle-Inclán

Así comienza la
Sonata de primavera

Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: las muías del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche se cerraban con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.
Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta caminaba lentamente, y el cascabeleo de las muías hallaba un eco burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde decía la yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras, esperaban acurrucadas a la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya tocaban a la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una Madona: sostenía al Niño en el regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.
Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano Gaetani, Obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio. Su Santidad había querido honrar mis juveniles años, eligiéndome entre sus guardias nobles, para tan alta misión. Yo soy Bibiena di Rienzo, por la línea de mi abuela paterna, Julia Aldegrina, hija del Príncipe Máximo de Bibiena que murió en 1770, envenenado por la famosa comedianta Simoneta la Cortticelli, que tiene un largo capítulo en las Memorias del Caballero de Sentgal.
Dos bedeles con sotana y birreta paseábanse en el claustro. Eran viejos y ceremoniosos. Al verme entrar corrieron a mi encuentro:
—¡Una gran desgracia, Excelencia! ¡Una gran desgracia!
Me detuve, mirándoles alternativamente:
—¿Qué ocurre?
Los dos bedeles suspiraron. Uno de ellos comenzó:
—Nuestro sabio rector...
Y el otro, lloroso y doctoral, rectificó:
—¡Nuestro amantísimo padre, Excelencia...! Nuestro amantísimo padre, nuestro maestro, nuestro guía, está en trance de muerte. Ayer sufrió un accidente hallándose en casa de su hermana...
Y aquí el otro bedel, que callaba enjugándose los ojos, ratificó a su vez:
—La Señora Princesa Gaetani, una dama española que estuvo casada con el hermano mayor de Su Ilustrísima: el Príncipe Filipo Gaetani. Aún no hace el año que falleció en una cacería. ¡Otra gran desgracia, Excelencia!...
Yo interrumpí un poco impaciente:
—¿Monseñor ha sido trasladado al Colegio?
—No lo ha consentido la Señora Princesa. Ya os digo que está en trance de muerte.
Inclinéme con solemne pesadumbre.
—¡Acatemos la voluntad de Dios!
Los dos bedeles se santiguaron devotamente. Allá en el fondo del claustro resonaba un campanilleo argentino, grave, litúrgico. Era el viático para Monseñor, y los bedeles se quitaron las birretas. Poco después, bajo los arcos, comenzaron a desfilar los colegiales: humanistas y teólogos, doctores y bachilleres formaban larga procesión. Salían por un arco, divididos en dos hileras, y rezaban con sordo rumor. Sus manos cruzadas sobre el pecho, oprimían las birretas, mientras las flotantes becas barrían las losas. Yo hinqué una rodilla en tierra y los miré pasar. Bachilleres y doctores también me miraban. Mi manto de guardia noble pregonaba quién era yo, y ellos lo comentaban en voz baja. Cuando pasaron todos, me levanté y seguí detrás. La campanilla del viático ya resonaba en el confín de la calle. De tiempo en tiempo algún viejo devoto salía de su casa con un farol encendido, y haciendo la señal de la cruz se incorporaba al cortejo. Nos detuvimos en una plaza solitaria, frente a un palacio que tenía todas las ventanas iluminadas. Lentamente el cortejo penetró en el ancho zaguán. Bajo la bóveda, el rumor de los rezos se hizo más grave, y el argentino son de la campanilla revoloteaba glorioso sobre las voces apagadas y contritas.
Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas, y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los salones desiertos. La cámara donde agonizaba Monseñor Estefano Gaetani estaba sumida en religiosa oscuridad. El noble prelado yacía sobre un lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los ojos: su cabeza desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su corvo perfil de patricio romano destacábase en la penumbra inmóvil, blanco, sepulcral, como el perfil de las estatuas yacentes. En el fondo de la estancia, donde había un altar, rezaban arrodilladas la Princesa y sus cinco hijas.
La Princesa Gaetani era una dama todavía hermosa, blanca y rubia: tenía la boca muy roja, las manos como de nieve, dorados los ojos y dorado el cabello. Al verme clavó en mí una larga mirada y sonrió con amable tristeza. Yo me incliné y volví a contemplarla. Aquella Princesa Gaetani me recordaba el retrato de María de Médicis, pintado cuando sus bodas con el Rey de Francia, por Pedro Pablo Rubens.

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