domingo, 2 de mayo de 2010

LECTURA. NOVELA. Eduardo Mendoza: "La ciudad de los prodigios"

Así comienza La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza:

El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur" actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al–Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos.

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