La fecha de 1914 todavía guarda muchas lecciones, un siglo después. Y aunque parezca mentira, también para España, el único gran pueblo europeo que no participó en la Gran Guerra. En efecto, aquella fue una guerra tan general que incluso los neutrales, como oficialmente lo éramos nosotros, combatieron. En nuestro caso lo hicimos con todas nuestras armas y con todas nuestras fuerzas. Primera lección, al menos para nosotros: España no escapará, por mucho que se declare neutral, al destino de los pueblos europeos; por mucho que algunos quieran. Sobre esto no podemos hacernos ilusiones.
Pero veamos en qué consiste ese destino. Pues todo empezó por un sitio en el que hemos visto alzarse las llamas, y seguimos viéndolas: por el mar Negro y por el mundo eslavo. Rusia quería entonces, al igual que quiere hoy, asomarse al Mediterráneo y lo hacía apelando a su derecho a dirigir la comunidad de pueblos eslavos. Para lograr ese anhelo tenía que desalojar a los austriacos de los Balcanes, que a su vez habían ganado aquellas tierras a los turcos. Así se incendió el este europeo con el asesinato del heredero del emperador, Francisco Fernando, el 28 de junio de 1914, en la ciudad de Sarajevo. Cuando Austria declaró la guerra a Serbia, Rusia e Inglaterra se aprestaron a defenderla, mientras que el Káiser alemán ya había sellado un intenso pacto con los turcos declarando, con su proverbial falta de responsabilidad, que si no fuera cristiano sería musulmán.
Pero lo que realmente disparó la guerra fue el rápido movimiento del Reich alemán para invadir Bélgica y controlar las bocas del Rin. Aunque se ha contado mil veces, no se subraya lo suficiente la idea de que, con este movimiento, las potencias alemanas, Austria y Prusia, controlaban las bocas de los dos grandes ríos europeos. Una barcaza podía zarpar de los Países Bajos y con un trasbordo ligero antes de la frontera suiza podría plantarse en el mar Negro a través del Danubio. Las dos grandes arterias fluviales europeas hacían prácticamente inviable la estrategia de Inglaterra: el bloqueo continental que había destruido a Napoleón no tendría eficacia. Europa era un orden autónomo.
Fue la última guerra producida por la afirmación del principio nacional en su doble direcciónEso pasó. Bélgica era oficialmente neutral, pero fue invadida. Los jefes del alto estado mayor alemán eran suficientemente caballeros como para reconocer que, con la invasión de un país neutral, se había violado la ley fundamental del viejo derecho internacional, el famoso ius publicum europaeum, que era el principio más importante de los establecidos en Westfalia, en 1648. En un comunicado anunciaron que ese derecho internacional sería reestablecido tan pronto lo permitieran las circunstancias y la seguridad del Reich. Eran unos caballeros, sin duda, pero poco lúcidos, en caso de que fueran sinceros. No supieron ver que la violación de aquella ley internacional hacía más probable la violación de todas las demás. La escalada de la guerra lo hizo inevitable. Primero la guerra de submarinos, luego la indistinción entre marina militar y mercante, después la declaración de que elementos de la población civil eran objetivos militares, para acabar con la indistinción completa entre personal militar y civil.
Choque de imperios
La guerra limitada del viejo sistema europeo dio pasó a la guerra de la movilización total. Con ella, también la guerra se elevó a total y se sembró la simiente de la derrota total. Pero si nos preguntamos qué motor oculto movió aquella Gran Guerra, nos encontramos con el juego complementario de dos principios contrarios que, como muchas veces, se reforzaron recíprocamente.
La Gran Guerra, entregada a la afirmación extrema del principio de nación, llevó a Europa a su decadenciaEl primero fue la colisión de formas imperiales. No sólo estaban Alemania y Austria, sino que también eran imperios el ruso y el turco, como imperios eran el Estado francés y el británico. Imperio, de otro modo, era también el norteamericano, que venía de expoliarnos Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La guerra fue mundial porque el fuego iniciado en la metrópolis imperial se expandió por las colonias.
Pero el principio imperial no fue suficiente para la catástrofe general. Para llegar ahí fue necesario el juego de otro principio contrario, el de la autodeterminación de las etnias. Promovido por Inglaterra, este principio no sólo tenía como finalidad disolver el imperio austro-húngaro, sino también lo que quedaba del imperio turco. Fue una jugada maestra de la diplomacia británica que dejó sin base el poder de Viena y permitió que Rusia persiguiera la hegemonía sobre la línea de países centroasiáticos cuyos nombres acaban en “tan”, las etnias otrora integradas en el imperio turco.
Así que podemos decir que fue la última guerra producida por la afirmación del principio nacional en su doble dirección. Primero, en su gloriosa expresión de poder, como nación expansiva e imperial; segundo, en su reacción, como principio de resistencia y de pluralidad, de autoafirmación de la tribu.
El resultado lo expresó muy bien Joseph Roth en su magnífica novela La cripta de los Capuchinos, a través de la siguiente historia, relatada por uno de sus personajes. Contaba que un padre se había ganado honradamente la vida vendiendo castañas desde Dubrovnik hasta Danzing. Había arrastrado su carrito desde el Báltico al Adriático sin pasar una frontera ni pagar una aduana. En cambio, para su hijo fue mucho más difícil ganarse la vida como vendedor de castañas. Seguía vendiendo su género desde Dubrovnik hasta Danzing, pero ahora, junto al carrito de castañas, tenía que arrastrar otro todavía más pesado con todos los pasaportes que necesitaba para atravesar las fronteras que la guerra había creado. Fue el paraíso de las elites de funcionarios e intelectuales, que se encaramaron a la cima de todos aquellos pequeños estados en miniatura, felices porque ya no tendrían que competir con elites más amplias. Ahora tenían su territorio exclusivo y su clientela cautiva.
Las ansias de poder de los pequeños burgueses
La Gran Guerra, entregada a la afirmación extrema del principio de nación, llevó a Europa a su decadencia. Todos perdieron. Inglaterra apenas pudo aguantar su imperio y no pudo celebrar por mucho tiempo el haber disuelto las formas centenarias y estables de poder en el centro de Europa. Alemania quedó hundida y esclavizada y Francia apenas pudo obtener ventaja alguna para su futuro con aquella esclavitud, impuesta de forma mezquina. Turquía quedó disminuida, pero a favor de un imperio de nuevo cuño, el de la URSS, ahora desplegado bajo la bandera roja con la que se cubría el mismo afán expansivo de la vieja nación Rusia.
¿Dejará Europa que el principio de autodeterminación destruya el orden continental tan arduamente construido?La decisiva lección que con el tiempo aprendería Europa por encima de cualquier otra es decisiva: debía encontrar su camino mediante una cooperación entre los pueblos que rechazara por igual el principio disolvente de la autodeterminación y el principio arrogante de la unificación imperial. Sólo por este aprendizaje se nos ha concedido a los europeos una segunda oportunidad histórica de ser un poder internacional constructivo y pacífico, no de luchar por una hegemonía que no queremos.
Y aquí se abren ante nosotros las preguntas finales. ¿Olvidará Europa esta lección de la Gran Guerra? ¿Dejará que el principio de autodeterminación destruya el nuevo orden continental tan arduamente construido? ¿Permitirá que, para contrarrestar este principio arcaico y tribal, vuelva a emerger el principio opuesto, no menos visceral y regresivo, de las grandes naciones orgullosas e imperiales? Europa, la tierra de la historia más compleja, ¿aprenderá a conformar sus expectativas desde las duras lecciones de su experiencia? ¿O se dejará arrastrar por las ansias de poder de esas pequeñas elites de pequeños burgueses, deseosos de dirigir sin ser molestados en los pequeños espacios sin competencia de su terruño?