Regreso a ‘Los santos inocentes’
Se cumplen tres décadas del estreno de una de las películas emblemáticas del cine español, basada en una obra de Delibes
Tras años de olisquear en los campos el rastro descendente de la perdiz aliquebrada —en lo literario, en lo cinegético y quién sabe si hasta en sueños en su cama de Valladolid— Miguel Delibes dio a imprenta páginas memorables. Las titulase El camino, Las ratas, Diario de un cazador o Los santos inocentes,igual daba: entre el periodista, el cazador y el novelista se habían propuesto, y lo iban a conseguir, edificar un mundo con olor a zurrón mojado, tufo de sacristán rancio, un microcosmos de lomas y vados y de milanas muertas, un algo consistente en la maravilla de lo falsamente accesorio, un empeño entre cruel y entrañable de llamar a las cosas y a las personas por su nombre. En fin, que a Delibes le daban tierrilla aplastada de debajo de un pedrusco y se sacaba de la manga y de la pluma una Arcadia sin límites, o con los límites que le pusiera cada cual que sostuviera un libro suyo entre las manos.
Y por ahí se metió Mario Camus, y por ahí se metieron el productor Julián Mateos y dos guionistas de lujo, Manolo Matji y Antonio Larreta, y por aquellos terraplenes de El Zajarrón, una finca perdida en el campo de Alburquerque (Badajoz) corrieron Azarías detrás de la milana bonita —“¡quia, quia, quia!”— y Paco el Bajo detrás de Azarías, que hacía así con las perneras del pantalón para sacudirse los meaos. Azarías era Paco Rabal y Paco el Bajo Alfredo Landa, y quién le iba a decir al mundo que con aquellos pobres diablos que olían en la pantalla, el Festival de Cannes se iba a volver loco y les iba a dar ex aequo el premio de mejor interpretación masculina. Era mayo de 1984. La película de Camus se había estrenado poco antes: el 4 de abril. Ayer hizo 30 años.
Aquella epopeya sobre desharrapados del campo español que se meaban en las manos para aplacar las grietas del frío y del trabajo no era fácil de trasladar al cine. Y no lo decía cualquiera, sino el propio Delibes, que le confesó a Mario Camus su escepticismo cuando supo que le querían comprar los derechos de la novela para hacer una película:
—Qué raro, si a esto no hay forma de meterle mano cinematográficamente.
Y era verdad. Cabía pensar que algo como la Niña Chica rutando su locura en el tajuelo del hogaril era carne de libro, que la incandescencia salvaje en los ojos de La Régula (Terele Pávez en la película) no podía ser cine de forma fiel, que el odioso señorito acicalado salido de los más influyentes despachos o de las mejores casas de putas de la lejana ciudad no podía transfigurarse en personaje de película, pero ahí queda la obra maestra firmada por Juan Diego. Que todavía se acuerda de aquellos días “de polvo, barro y lágrimas” en el campo de Badajoz: “De lo que mejor me acuerdo es de las discusiones con Mario, y sobre todo con Paco y con Alfredo… pero de nuestras cosas, no de la película, porque allí había un guion cojonudo y unos personajes cojonudos, el problema en un rodaje suele venir por ahí… cuando el guion no…”.
Los pájaros. Pájaros que matan (véase Hitchcock) y pájaros que mueren, como ocurría en Los santos inocentes con las milanas apioladas por señoritos fascistas y con las codornices desvencijadas a perdigonazos por el cazador. ¿Eran los pájaros un trasunto de lo que está abajo y los que están abajo y los cazadores una metáfora de ‘o de arriba y los de arriba? “Pues puede ser, no sé, en cualquier caso los pájaros son un símbolo, yo diría que si se mira en el fondo de la cuestión, —y la verdad es que no sé explicarlo del todo bien— son EL símbolo de Los santos inocentes”, admite Mario Camus.
El director de este drama rural enmarcado en el franquismo triunfal de mediados de los 60 (según el propio Delibes, la acción transcurre hacia 1964) recuerda todavía con emoción aquel sobre que abrió en su casa dentro del cual viajaba un ejemplar de la novela de Delibes con una dedicatoria del autor: “A Mario, que triunfó y me triunfó”.
Y es verdad, la película fue un verdadero éxito a nivel popular. Su recaudación superó los 500 millones de pesetas de la época (cerca de tres millones de euros), convirtiéndose en aquel momento en la película más taquillera del cine español superando a otras como El crimen de Cuenca, La guerra de papá, La colmena y La vaquilla. Y todo aquello despierta la nostalgia en Juan Diego: “Nostalgia, nostalgia, sí, puedes ponerlo, nostalgia de una época en la que se invertía de verdad en el cine español, no como ahora, que da pena, y nostalgia de una época en la que no nos querían quitar, como pasa hoy, la cultura, la educación, la sanidad…”.
Aquel éxito en la taquilla, unido al premio para Rabal y Landa en Cannes no hizo más que agrandar la figura que en aquel momento ostentaba Mario Camus en el cine español: “Claro, imagínate, yo llegué a aquel rodaje un poco en plan príncipe, porque venía de hacer La colmena, que había sido otro éxito (la película ganó el Oso de Oro en la Berlinale de 1982)”.
Y en cuanto a las tres largas décadas transcurridas desde el estreno de Los santos inocentes… pues no está tan claro que hayan sido tan largas. Las categorías y las nomenclaturas de los desharrapados de la sociedad española han cambiado sin duda, pero parece casi pueril recordar que esa condición social no ha desaparecido, bien al contrario. Mario Camus considera que aquel retrato cinematográfico suyo de un universo de boinas caladas y boñigas en los zaguanes conserva hoy “una vigencia enorme porque es cierto, santos inocentes hoy sigue habiendo muchos, no hay más que ver cómo están las cosas, ya se sabe, esa separación brutal entre los que están jodidos y los jodedores”.
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